Unidad 5. ¿Quiénes son esas personas que viven en mi casa? ¿Son mis padres?
“La escuela de las flores”
(Rabindranath Tagore)
Cuando el cielo tempestuoso ruge sordamente y caen los chubascos de junio, el húmedo viento del este camina a través de los brezales para tocar la cornamusa entre los bambúes.
Entonces, innumerables flores se abren de súbito; nadie sabe de dónde han salido, y se las ve bailar locamente sobre la hierba.
Madre, estoy seguro de que las flores tienen una escuela bajo tierra.
Cuando hacen sus deberes las puertas se cierran, y si antes de que sea la hora quieren salir para jugar, el maestro las manda castigadas al rincón.
Tienen vacaciones cuando llega la época de las lluvias.
Las ramas entrechocan en el bosque y las hojas se estremecen con el viento furioso, las gigantescas nubes dan unas palmadas y las niñas-flores salen corriendo, con sus vestidos rosados, amarillos y blancos.
¿Sabes, madre? Las flores viven en el cielo, como las estrellas. ¿No te has fijado qué deseos tienen de llegar allá arriba? ¿Y sabes el porqué de tanta impaciencia? Yo sí, yo adivino hacia quién tienden sus brazos: las flores tienen, como yo, una madre.
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“Mis padres: esos grandes desconocidos” (fragmentos):
Manual para superar la adolescencia
(Toni García Arias)
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Uno de los principales conflictos que tenemos en la adolescencia es la relación con nuestros padres. Sin embargo, no hay por qué asustarse. Hasta ahora, todo era muy fácil: nosotros éramos pequeños y nuestros padres nos cuidaban, nos vestían, nos daban de comer, nos marcaban un horario e incluso –en algunos casos– seleccionaban nuestras propias amistades. Pero cuando uno llega a la adolescencia, eso se acabó.
Ahora nuestros gustos y nuestras ideas se han definido –o están comenzando a definirse–, y por ello queremos vestir de una determinada manera, elegir nuestras comidas, horarios y, por supuesto, a nuestras amistades, aunque algunas de ellas les horroricen a nuestros padres. Las reglas del juego han cambiado y ahora nuestros padres tienen que adaptarse a algo a lo que hasta ahora no estaban acostumbrados. Comienza así un nuevo partido con unas nuevas reglas y ahí es donde surgen los primeros conflictos.
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Durante la adolescencia, los hijos solemos distanciarnos emocionalmente de nuestros padres. Es algo que se produce de una manera natural, pero no por ello irreversible. Se trata de un distanciamiento temporal producido por muchas razones. De entre todas ellas, quizá una de las más importantes es que, en la adolescencia, comienzan a tener más importancia las relaciones con nuestros amigos. Y, por eso, la relación con nuestros padres pasa a un segundo plano. Poco a poco nuestros padres van dejando de “influirnos” y comienzan a influirnos más nuestros amigos.
Ese distanciamiento que se produce entre nosotros y nuestros padres hace, además, que tengamos la sensación de no nos entienden. Y, en parte, es cierto; a fin de cuentas, todo esto tiene una explicación: no nos entienden porque, en realidad, nosotros estamos dejando de ser los niños que éramos para convertirnos en los adultos que todavía no somos. Es decir, estamos metidos en una etapa de grandes cambios, en la que muchas veces ni siquiera nosotros mismos nos comprendemos, porque nuestras ideas, gustos y sentimientos están revolucionados y cambian con mucha frecuencia.
Pero, aun así, no somos los únicos que creemos que no nos entienden, porque nuestros padres también piensan que nosotros tampoco los entendemos a ellos. Y es que, durante esta etapa, los hijos y los padres hablamos “idiomas” distintos y eso hace que se produzca una comunicación entrecortada.
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Aunque muchas veces lo intentan, nuestros padres no nos comprenden. O nos comprenden a medias. O, a veces, no se ponen en nuestro lugar. Para unas cosas nos tratan como a niños y, para otras, como adultos. Así, el diálogo entre nosotros y nuestros padres se va perdiendo poco a poco. Como consecuencia de esta falta de comunicación, tienen la sensación de que están dejando de conocernos. O, por decirlo de otro modo, de que nos están “perdiendo”. Y ese miedo a perdernos como hijos es lo que hace que se pongan más pesados que de costumbre. Por eso nos avasallan con preguntas, están más encima de nosotros, nos vigilan a todas horas, no nos dejan ni a sol ni a sombra. Y, a pesar de que lo hacen con buena intención –intentando comunicarse con nosotros–, lo hacen justamente en un periodo en el que nosotros necesitamos más espacio y más independencia. Por este motivo, apenas respondemos a sus demandas, produciéndose lo que se llama un “círculo vicioso”. Es decir, nuestros padres nos agobian porque no saben nada de nosotros, y nosotros –por culpa de su presión– nos alejamos aún más. Cuanto más nos alejamos, más se aproximan ellos y más nos agobian. Y así hasta el infinito y más allá.
Este distanciamiento, como ya he dicho antes, no es irreversible. Incluso, aunque suele ser frecuente, en muchos casos ni siquiera existe un distanciamiento entre padres e hijos durante la adolescencia. Mira los siguientes datos sacados de un trabajo de investigación sobre las relaciones entre padres e hijos.
EL DATO
Las investigaciones indican que el 60 % de los adolescentes tienen relaciones armoniosas con sus padres, el 20 % experimenta problemas de forma intermitente a lo largo de la adolescencia y solo el otro 20 % presenta problemas graves y persistentes en las relaciones familiares.
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Lo normal es que las relaciones con nuestros padres, aunque distantes, sean armoniosas. Sin embargo, como en cualquier relación, siempre existen conflictos. ¿Por qué se producen esos conflictos? Pues, principalmente, por dos razones, una por cada uno de los lados:
- Por la necesidad de los padres de tener cierto control sobre la vida de sus hijos, mucho más cuando son adolescentes.
- Por la necesidad de libertad e independencia que tienen los hijos, que choca frontalmente con la actitud controladora de los padres.
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Unidad 6. Hablamos de sexo o hablamos de amor
“Jacinto”
(Mario Benedetti: Buzón de tiempo)
Cuando Ludwig Kesten llegó de Alemania, sus tíos, radicados desde 1950 en Paysandú, quedaron asombrados de su buen aspecto. Pero, en particular fue su prima, Gretel, la que lo encontró guapísimo sin atenuantes. De aspecto fornido, rubio, ojos azules, casi siempre sonriente, su presencia generaba simpatía. Ésa era la faceta positiva; la negativa, que era sordomudo. Y además de sordomudo, huérfano.
La integración no fue fácil. Ludwig se comunicaba a través de una pizarra, pero sólo en alemán, una lengua que por supuesto dominaban sus tíos, pero no su prima. Los Kesten eran propietarios de una hermosa finca con campos de pastoreo y adecuadas zonas agrícolas. La situación económica de la familia era holgada y se congratulaban de haber dejado la Alemania de posguerra y haberse decidido por un país pequeño pero acogedor como Uruguay.
Siempre acompañado por algún familiar, Ludwig solía ir al campo y se quedaba como arrobado contemplando aquellas verdes llanuras, con sus vacas tranquilas, casi inmóviles. Tenía buen apetito y disfrutaba comiendo. Su prima Gretel estaba tratando, con ayuda de una pizarra, de enseñarle un poco de castellano. Pero no era fácil. Quien no oye ni habla carece del goce del lenguaje, y Ludwig se aburría, aunque le gustaba que su linda prima le dedicara un poco de su tiempo.
Así hasta que un día el tío apareció con un diario y lo desplegó sobre la mesa del comedor. En Buenos Aires, un hipnotizador italiano, Luciano Pozzi, en un conocido programa de televisión, le había devuelto el habla (aunque no el oído) a un sordomudo. De inmediato, la familia decidió por unanimidad viajar a Buenos Aires, antes de que el mago regresara a Europa.
Y allá fueron. Ludwig seguía los movimientos de Luciano con una mirada que tenía algo de curiosidad, pero también algo de temor. Por fin el presunto mago acercó sus manos a los ojos del muchacho hasta que éste bajó los párpados.
- Ahora duerme– dijo Luciano. Tenemos que ir progresando poco a poco. Cuando despierte dirá una sola palabra. Cuando yo lo despierte, él dirá: Jacinto.
Luciano volvió a situar sus manos frente a los ojos de Ludwig, que de pronto se abrieron atónitos. El hipnotizador, de espaldas al público y señalando al joven, dijo:
- A ver, Ludwig, dinos algo.
- Ja-cin-to– balbuceó Ludwig.
El aplauso fue atronador. Ludwig estaba sorprendido. No oía, pero sí veía los aplausos. Una vez más abrió la boca y dijo, ahora con más soltura: Jacinto. Otra ovación. Toda la familia Kesten subió al escenario para abrazar al mago. Luego partieron nuevamente a Paysandú. Ludwig venía contento y de vez en cuando decía: Jacinto.
No obstante, poco a poco la euforia inicial se fue calmando, porque Ludwig nunca aprendió una segunda palabra.
Ahora, gracias a los buenos oficios de Gretel y la pizarra, se manejaba mejor con el idioma del país. Cuando alguna vez (y eso acontecía bastante a menudo) se quedaban solos en la casa campestre, Gretel no sólo le daba clases de idioma; también le enseñaba a hacer el amor. Él aprendió con rapidez, y como la discreción estaba asegurada, al culminar el acto ella aullaba: “¡mi amor!”, pero su amor no la oía. Sólo la miraba con ternura y decía “Jacinto”.
Como resultado de esas fiestas, Gretel quedó embarazada, y antes aún de enfrentarse a sus padres con semejante noticia, se la escribió a Ludwig en la pizarra. La reacción del muchacho fue explosiva y radiante. Por lo pronto, dio varios atléticos saltos de júbilo. Luego, Gretel y él terminaron abrazados, besándose y besándose en medio de un doble llanto de alegría.
Después Ludwig/Jacinto se separó suavemente de Gretel, salió al jardín que atardecía, y mirando hacia la única nube que proponía el cielo, abrió los brazos y dijo: “Ni-ño, ni-ño”.
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Ciudadela: Antoine de Saint-Exupéry
(Fragmento de Clásicos para la vida, de Nuccio Ordine)
No confundas el amor con el delirio de la posesión, que causa los peores sufrimientos. Porque, al contrario de lo que suele pensarse, el amor no hace sufrir. Sin embargo, lo que hace sufrir es el instinto de la propiedad, que es lo contrario al amor.
Glosa interpretativa de Nuccio Ordine en Clásicos para la vida (pp. 51-52):
Con independencia de sus implicaciones místicas, el fragmento que he elegido invita a distinguir entre amor y posesión. El primero se identifica con el don de uno mismo, con un lazo basado exclusivamente en el altruismo. El segundo, por el contrario, configurándose como un mísero egoísmo, implica afán de dominio, un control total del otro. A la gratuidad del darse se le opone la obsesión del poseer. Y aunque los dos extremos a veces se contaminan, es evidente que el considerar al otro como algo que te pertenece, como algo tuyo, no solo mata el amor. Todos los días, por desgracia, en cualquier rincón del mundo, muchas mujeres son asesinadas por hombres que se creen propietarios del cuerpo, e incluso de la vida, de sus esposas y sus novias. Pero esta brutal violencia no puede confundirse con el amor: es solo delirio de posesión.
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