La Lengua que nos emociona. Toni García Arias, Pedro Andrés Vicente Ruiz
CORAJE

Unidad 3. Valentía vs. violencia

Texto 1:

“Persecuta”
(Mario Benedetti)

Como en tantas y tantas pesadillas, él empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que estaba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo, esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que dormía.

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Texto 2:

“Las medias rojas”
(Emilia Pardo Bazán)

Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda “de las señoritas” y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, entre lo azuloso de la descuidada barba.

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza… Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón…

  • ¡Ey! ¡Ildara!
  • ¡Señor padre!
  • ¿Qué novidá es esa?
  • ¿Cuál novidá?
  • ¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorpórase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

  • Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.
  • Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.
  • ¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del banco donde estaba escarranchado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

  • ¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la esperanza tardía: pues que quedase él… Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

  • Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes…

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio, como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa…

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Unidad 4. Soy un frustrado, soy una frustrada

Texto 1:

“Ojalás”
(@Srtabebi, Indomable)

Veo ojalás por todos los sitios.
En los pasillos del supermercado.
En los autobuses.
En los bancos del parque.
En las discotecas a las seis de la mañana.
En los colegios.
En los hospitales.
En las esquinas de las calles por las que camino.

«Ojalá hubiera podido ser bombero.
Ojalá hubiera dicho todo lo que quería decir.
Ojalá hubiera pasado más tiempo con ella.
Ojalá hubiera empleado más esfuerzo.
Ojalá hubiera dicho lo que sentía.
Ojalá hubiera elegido la opción difícil.»

Veo ojalás por todos los rincones. Personas resignadas. Sueños destrozados.

Ojos que brillan hacia dentro cegándose a sí mismos. Momentos que no volverán. Gente que no se ha aprovechado. Vidas que se han convertido en su propia antítesis.

Jóvenes, mayores, personas tristes, sombras a medias.

No sabéis las terribles ganas que me entran de metamorfosear en conejo blanco, de enseñarles el reloj, de aparecer en sus sueños, acercarme y susurrar:

«La vida es tiempo,
ahora corre.
Esto no es
un simulacro.»

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Texto 2:

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
de Miguel de Cervantes (Adaptación de los capítulos I y II)

1

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

2

Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, una sobrina que no llegaba a los veinte y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.

3

Es de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso –que eran los más del año–, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi enteramente el ejercicio de la caza y la administración de su hacienda; y llegó a tanta su curiosidad y desatino en esto que vendió muchas fanegas de tierra para comprar libros de caballerías, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos.

4

Él se enfrascó tanto en su lectura que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y el mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Se le llenó la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles.; y se le asentó de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

5

Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo: le pareció conveniente y necesario –así para el aumento de su honra como para el servicio de su república– hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras, deshaciendo todo género de agravio. Y así, con estos agradables pensamientos, se dio prisa en poner en efecto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, estaban olvidadas en un rincón.

6

Luego, fue a ver a su rocín. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque –según se decía él a sí mismo– no era razón que caballo de caballero estuviese sin nombre conocido. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo.

7

Puesto nombre, y tan a gusto, a su caballo, quiso poner nombre a sí mismo, y en este pensamiento estuvo otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote. Pero acordándose de que el valeroso Amadís no solo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso también, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha.

8

Por último, no le falta otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando halló su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni él le dio cuenta de ello. Se llamaba Aldonza Lorenzo, y buscándole un nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico, extraordinario y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

9

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo por los agravios que pensaba deshacer, los tuertos que enderezar, las sinrazones que enmendar, los abusos que mejorar y las deudas que satisfacer.

Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa del corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado al principio a su buen deseo.

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