La traducción de teatro: una aproximación

Itziar Hernández Rodilla

Universidad Complutense de Madrid

On ne peut pas refuser son passé.

Nouvelles sous ecstasy, Frédéric Beigbeder, p. 100






1. Introducción


Parece una verdad de Perogrullo afirmar que el texto teatral es una confluencia de código lingüístico y escénico, en la que el primero tiene un modo complejo, pues se trata de un escrito para ser representado, es decir: dicho y hecho; cabe resaltar, pues, la importancia de la oralidad en los textos teatrales y, por consiguiente, de los elementos prosódicos y paralingüísticos, de los mecanismos conversacionales, etc. De esta afirmación, derivaría, pues, que la traducción teatral es un caso híbrido que participa de características de la traducción escrita y de la traducción oral (Hurtado Albir 2008 [2001], p. 67), pues, en la finalidad última de la representación, la recepción del espectador es inmediata y este no puede aplicar estrategias propias de la lectura (volver atrás, consultar un diccionario, etc.).

Este exiguo resumen de las características de la traducción teatral parece dirimir una diferencia de posturas que, sin embargo, existe desde el inicio de su estudio en la década de 1960, en cuanto a si deben existir dos traducciones diferentes —destinadas a la lectura y a la representación, respectivamente1— o si, por el contrario, una sola traducción puede cumplir ambas funciones.

Tras partir de dos escuelas básicas de pensamiento: por un lado, la que defiende el papel del traductor interlingüístico no implicado en el proceso de escenificación teatral, pero que descubre el potencial dramatúrgico de la pieza —representada fundamentalmente por Susan Bassnett2 y centrada en el texto escrito (legibilidad)—; y, por otro, la que supone la existencia de un traductor-dramaturgo como alguien ligado al proceso de producción teatral como mediador lingüístico-cultural y dramatúrgico —que fundamentaría Pavis3, entre otros, centrándose en la puesta en escena (representabilidad)—, se ha tendido en la Traductología a defender la inexistencia de una separación de versiones orientadas a la lectura y a la representación (Newmark 1992, Nikolarea 2002, Braga 2009), entendiendo que, «si bien el teatro puede ser leído [...], no es esta su finalidad última, ya que el teatro se caracteriza por su representación» (Lapeña 2014, p. 151). Se pasa, así, a identificar la traducción con el «texto teatral» y a diferenciarla de la traducción literaria vinculándola indisolublemente al escenario, en el sentido de Vigouroux-Frey (1996), que afirma: «le théâtre est dialogue [...] fête, c’est-à-dire communication vivante toujours en devenir»4 (pp. 15-16).

No solo esta idea parece basada en una confusión de conceptos, para comenzar, entre dos hechos que se han venido llamando «texto dramático» y «texto teatral», uno de los cuales no es objeto posible de traducción y desde el cual, sin embargo, se está intentando llevar a cabo un estudio de esta, lo que lleva a las consiguientes confusiones terminológicas entre traducción dramática y traducción teatral, texto, teatro, espectáculo, representabilidad, hablabilidad, oralidad, puesta en escena, etc. Una confusión terminológica fácil, sin duda, teniendo en cuenta la polisemia intrínseca del propio término «teatro», de gran riqueza semántica y pragmática: edificio, género literario, obra dramática, conjunto de obras teatrales de un autor o época, actividad artística, espectáculo, representación, etc. (Trancón 2006, pp. 16-17). También entraría de lleno en la cuestión de que solo considerando así la traducción teatral se podría llevar a cabo la traducción de todo lo que se ha caracterizado como teatro posdramático, que supera su estado de autarquía literaria, para abrirse y disolverse en el tejido del espectáculo, de modo que el sentido profundo del hecho teatral deja de situarse en el texto y se desplaza ahora en el conjunto total de la puesta en escena5.

Es la opinión de quien esto escribe que, para establecer el objeto de estudio de la traducción de teatro es necesario retroceder sobre estas visiones para definirlo de forma exacta desde la Semiótica Teatral, lo que nos permitirá establecer las especificidades del texto que nos ocupa y nos ayudará, en definitiva, a contestar a la pregunta que trasciende este artículo: ¿Qué es la traducción de teatro? Y, en última instancia, guiarnos hacia un modelo práctico para traducirlo.


2. Objeto de estudio: el texto


Si queremos hablar de traducción de teatro, la lógica impone que, antes, hemos de definir este, el teatro. Es decir: sacarlo de la polisemia para darle una entidad como objeto.

A este respecto, y con permiso del importante teórico del teatro español José Luis García Barrientos, a quien tuve la suerte de escuchar, el 30 de noviembre de 2024 en el marco del VI Encuentro anual de dramaturgia de la Región de Murcia (organizado por la Asociación de Dramaturgia de la Región de Murcia, DREM), una magistral ponencia con el título de La dramaturgia contemporánea y la escena, recurriré a los dos principales pilares que él presentaba como constitutivos de la personalidad que distingue al teatro del otro modo de la ficción, la narración: Aristóteles y Ortega y Gasset.

Pocas herramientas conceptuales podrán acreditar mayor utilidad que la Poética de Aristóteles (s. iv a. C.) a la hora de intentar comprender y explicar los cambios que, en lo más hondo, definen el teatro y el drama contemporáneos. Y, en concreto, la distinción que establece entre dos modos de imitación, es decir, de creación o representación de mundos imaginarios (48a19-24): narrando lo imitado (poiesis), «o bien presentando a todos los imitados como operantes y actuantes»6 (mimesis); o lo que es lo mismo: el modo narrativo y el modo dramático o teatral; e incluso de forma más expresiva, teniendo en cuenta lo desvaído u olvidado sin más que se encuentra ya el sentido etimológico de «drama», los modos de la narración y de la actuación. Y estas artes representativas se diferencian por tres criterios: los medios con que se imita, los objetos imitados y los modos de imitación.

Dejando de lado los medios (ritmo, lenguaje y armonía), salvo para recordar que, según Aristóteles, «el arte que imita solo con el lenguaje, en prosa o en verso» —lo que entendemos hoy por literatura—, «carece de nombre hasta ahora» (47b21), observación que permite subrayar que para Aristóteles la tragedia y la comedia, es decir: el teatro, no podían reducirse a «literatura» en el sentido de «letra», de mero lenguaje (escrito); y los objetos imitados (que pueden hacerse mejores que los reales o son peores o iguales a ellos), nos centraremos aquí en los modos de imitar, que son dos: el primero, narrando lo imitado, de dos maneras posibles, «convirtiéndose hasta cierto punto en otro» (hablando por boca del personaje) o bien «como uno mismo y sin cambiar» (voz del narrador); y el segundo, literalmente, «presentando a todos los imitados como operantes y actuantes» (48a19-24), que es el modo de imitación propio de la tragedia y la comedia. En definitiva, el modo narrativo y el modo dramático o —por estar el sentido etimológico de «drama» muy transformado— el modo de la narración y el de la actuación o, si queremos, para ir llegando al meollo de nuestra terminología, modo teatral.

Es extraordinaria la clarividencia de Aristóteles, hace casi dos milenios y medio, al distinguir que, a la hora de representar universos de ficción, fábulas o historias, habrá que elegir uno de estos caminos posibles, que son dos y solo dos: contarlos (modo narrativo) o actuarlos, es decir: presentarlos —hacerlos presentes— poniéndolos ante los ojos de los espectadores (modo teatral); y lo es tal vez aún más que esos dos modos no hayan dejado de practicarse hasta hoy, a la hora de representar ficciones, con géneros de salud envidiable como la novela o el cuento, que han conocido transformaciones notables, la principal de las cuales sea seguramente haberse identificado cada vez más con la «literatura» (escrita), de una parte; y, de otra, con los géneros teatrales, de salud más problemática, pero tozudamente fieles a su raíz modal, a su ser actuación.

La clave, tanto de la vigencia de la oposición modal como de sus posibilidades de reformulación, que habrían hecho innecesario con el paso del tiempo (tantísimo) el surgimiento de nuevos modos de representación, puede encontrarse confrontando estos «dos y solo dos» (insiste Barrientos, 2004) con el cine, un tipo de representación que Aristóteles —por muy listo que fuera— no podía prever.

El cine es, sin duda, un nuevo arte, una nueva forma de espectáculo o un nuevo género representativo, que se basa en la unión de los medios aristotélicos. Pero ¿es un nuevo modo de representación? Si partiésemos de la hipótesis de que no, para probarla bastaría encuadrarlo en uno de los dos modos existentes o establecer de cuál de los dos considerarlo manifestación particular. Quizás salte más a la vista (literalmente) la similitud entre cine y teatro. Pero, a poco que ahondemos en ella, constataremos que lo que emparenta a uno y otro arte no es el modo dramático, sino los medios, espectaculares, que ambos emplean en sus representaciones: imágenes de personas, cosas, lugares, etc., que entran por los ojos, frente a la narrativa literaria, que está hecha solo de palabras (lenguaje). Más difícil resulta, tal vez, advertir la afinidad que existe entre cine y narración literaria, pues se trata de una similitud más sutil. Y esto pese a que, en las adaptaciones cinematográficas de obras literarias, son preponderantes los textos narrativos; y a que, cuando son los textos teatrales los que acaban en pantalla, no dejamos de tener cierta sensación de falsedad, hasta el punto de que, cuanto más se parecen las películas a las obras teatrales, es decir: cuando aplicamos lo «teatral» a un elemento cinematográfico, lo hacemos con una connotación negativa. Y a que, por otra parte, también resulta obvio lo mucho más cómodamente que se adaptan la subjetividad, la vida interior de los personajes, sus sueños, sus deseos, o los juegos de punto de vista, al cine y la narración que al teatro, donde hay veces que resulta (pese a la técnica cada vez más presente en los escenarios y, curiosamente, cada vez más cinematográfica) del todo imposible hacerlo.

García Barrientos (2004, 2024) destaca, sin embargo, que el rasgo constitutivo y diferencial del modo narrativo no es otro que el carácter mediato de la representación, esto es: la presencia mediadora (pues funciona como filtro entre el universo ficticio y el receptor) y constituyente (porque el universo representado se sustenta única y totalmente en ella, de manera que todo aquello de lo que el narrador no habla no existe, y al revés, cualquier cosa nombrada por el narrador cobra existencia narrativa) de una voz del narrador.

En el caso del cine, esta instancia mediadora y constituyente no es «una voz», sino «un ojo», a través del que vemos el universo ficticio, un ojo que nos «cuenta» visualmente una historia. Y, en efecto, ese ojo es el de la cámara (y, tras él, el del director, que decide su ubicación, enfoque, movimiento y, al final, compone u organiza la «visión»), y tiene el mismo poder que la voz narrativa: en una película existe todo lo registrado, y solo lo registrado, por la cámara. Y es evidente también que el acceso del espectador al mundo ficticio está mediatizado por ella: en el cine vemos el mundo como, y solo como, lo ha visto antes su ojo.

El dramático o de la actuación es, por el contrario, el modo inmediato, es decir: no mediado, no mediatizado, de representar universos imaginarios. En el teatro el espectador ve el mundo ficticio directamente, con sus propios ojos, mientras que en el cine lo ve y en el relato lo imagina a través de una instancia mediadora en cuya mirada y en cuya voz, respectivamente, se sustenta enteramente el mundo en cuestión. Lo esencial y lo distintivo del modo dramático es que la ficción se pone ante los ojos del espectador —realmente en el teatro, formalmente en el libro—, y se sustenta no en meras palabras o en meras imágenes, sino en los dobles reales (personas, espacios, objetos, etc.) que lo representan: nada ni nadie se interpone realmente entre ella y el receptor. Como diría ya en 1957 Northrop Fry —y han repetido en muy diversas ocasiones todo tipo de autores, de Ubersfeld 1982 [1977] a Veltrusky (1977), y más tarde, Trancón (2006), e incluso diversas teóricas de la traducción y traductoras (Matteini [2005], Ezpeleta [2007] y Hernández Rodilla [2016])—: «En la obra dramática, el auditorio está directamente en presencia de los personajes hipotéticos que forman parte de la concepción; la ausencia de autor, disimulado a su auditorio, es el rasgo característico del teatro» (1969, p. 302).

La inmediatez dramática se advierte quizás con mayor facilidad en el espectáculo que en el texto de teatro, pero afecta por igual a uno y a otro. La escritura dramática resulta tan determinada por el modo in-mediato como la representación teatral. Y las marcas que el modo deja en el texto son tan decisivas como evidentes. Lo que ocurre es que hay una resistencia generalizada a verlas, a reconocerlas. En términos muy generales, la inmediatez modal determina la peculiar estructura del texto dramático, que radica en esencia en la superposición de dos subtextos nítidamente diferenciados que se van alternando: el «texto principal» (los parlamentos de los personajes) y el «texto secundario» (las acotaciones y didascalias)7. Así pues, aunque en el acto narrativo se puede encontrar el origen del teatro mismo, según se desprende de la Poética, la tragedia (el teatro) se presenta en ella como culminación superadora de la epopeya (narrativa): se trataría, de hecho, del proceso por el que una voz, en principio única, se multiplica o reparte entre distintas voces, cada vez más independientes y enfrentadas; del paso del monólogo al diálogo. Cuanto más nos remontamos al monólogo primigenio, más cerca nos encontramos, cabe decir, de la narratividad. Cuanto más avanzamos en la polifonía, en el intercambio entre voces cada vez más autónomas, más patente se hace la genuina dramaticidad. Y esto a pesar de que el proceso por el que narración y teatro se independizan distanciándose no resulta ser, a la larga, irreversible. Desde el ángulo que nos interesa, que es el del teatro, se producen en él recurrentes vueltas al monólogo o a acentuar su importancia relativa frente al diálogo, como no deja de ser patente en el reciente éxito de los monólogos cómicos —como el de Fleabag— o de otro tipo —como el de El maestro Juan Martínez que estaba allí (que, sin embargo, es ejemplo paradigmático del paso que antes describíamos desde la narrativa hacia el teatro)—, lo que no deja de ser un regreso al origen, una a veces paradójica vuelta a lo narrativo, un ansia de originalidad en sentido etimológico8.

El segundo pilar en que se apoya García Barrientos procede del ensayo Idea del teatro, escrito por Ortega y Gasset en 1946 y no menos paradigmático en la teoría teatral, si bien dos milenios más moderno que la Poética del Estagirita.

Partiendo de la explicación de lo que es una metáfora y de cómo las dos realidades que la hacen posibles, al ser identificadas en ella, se anulan recíprocamente, y de que de dicha aniquilación surgen la prodigiosa irrealidad de las figuras que no existen en ningún modo, afirma Ortega que lo mismo pasa con el teatro, «que es el “como si” y la metáfora corporizada» y, por tanto, «una realidad ambivalente que consiste en dos realidades —la del actor y la del personaje del drama que mutuamente se niegan» (1946, p. 44): «Así es preciso que el actor deje durante un rato de ser el hombre real que conocemos y es preciso también que Hamlet no sea efectivamente el hombre real que fue. Es menester que ni uno ni otro sean reales y que incesantemente se estén desrealizando, neutralizando para que quede solo lo irreal como tal, lo imaginario, la pura fantasmagoría». El escenario y el actor son la «universal metáfora corporizada», y así define el teatro como «la metáfora visible» (Ortega 1946, p. 41).

Por otra parte, Ortega y Gasset asegura que tanto los espectáculos como el cine, los toros o el teatro se ven saliendo fuera de nuestra casa («fuera de mí/fuera de mi casa», concreta García Barrientos 2024), mientras que la literatura como la poesía, la novela o el ensayo se disfrutan dentro de nosotros mismos sin salir de nuestra casa (es decir: «dentro de mí/dentro de mi casa»). García Barrientos (2024) matiza que no hay diferencia alguna aparente ya que el cine, por ejemplo, puede ser disfrutado a solas y no precisamente hay que salir de casa; y la novela o el ensayo pueden ser releídos donde y como queramos. Por el contrario, la dicotomía podría funcionar si se expresase como: la escritura se disfruta «dentro de mí/dentro de mi casa», cristalizada en un objeto que se caracteriza por su reproducción, mientras que el teatro y las actuaciones en vivo se moverían por producción del acontecimiento, con un resultado inmediato estableciendo un vínculo entre actores y público. Un público in situ que remarcaría la condición efímera del teatro frente a la perpetuidad de la escritura. Es decir: el espectáculo se produce «en vivo y en directo». Y, como consecuencia de esta oposición, en lo escrito, la relación autor-texto está inexorablemente desvinculada de la relación texto-lector. Mientras que, en el caso de lo actuado, la relación actor-lector no solo es directa sino que también es bidireccional y el texto ha desaparecido. Por lo que hablar de texto teatral frente a texto espectacular es confuso y no resulta explicativo.

En aras de la claridad, García Barrientos (2020) define «el drama (el modo de la actuación) por la relación que contraen las otras dos categorías: es la fábula escenificada, es decir: el argumento dispuesto para ser teatralmente representado» (pp. 61-62); y encaja este concepto en la exactitud de una fórmula matemática: Drama = Fábula/Escenificación (d=f/e).

Es esta una aclaración particularmente productiva para la fijación del objeto de estudio de la traducción teatral, pues permite fijar una terminología biunívoca en cuanto a qué es lo que será posible traducir por estar fijado y qué no por ser producto de la inmediatez. A partir de ahora, se hablará, pues, de «texto dramático» para referirnos a la ficción escrita con intención de representación, ordenada en el diálogo («texto principal»), aunque no limitada a él (incluye «texto secundario»), y construida según determinadas convenciones dramáticas; y de «texto espectacular» para incluir el hecho efímero de la representación.


3. Fijado el objeto: ¿cuál es el papel del traductor?


Volvamos a esa fórmula matemática que permite a García Barrientos definir el drama (recordemos, entendido como actuación; es decir: como «texto espectacular»): d=f/e); y, a partir de la cual, se establece la relación del dramaturgo con su público (será quien convierte la fábula para la escenificación que se dará en la inmediatez), de la Dramatología como la teoría que estudia dicha fórmula, y de la Dramaturgia como práctica del drama.

En esta fórmula, el traductor solo puede intervenir en el término matemático de la «fábula». Es decir: donde se encuentra el «texto dramático», pues solo lo fijado puede ser objeto de una actividad que se basa (ya se dijo así en la introducción de este artículo), en esencia, sobre lo escrito. Se recordará que, en dicha introducción, se apuntó también a la existencia de dos escuelas de pensamiento en cuanto a la traducción, a saber: la que defendía al traductor interlingüístico no implicado en el proceso de escenificación teatral, pero que descubre el potencial dramatúrgico de la pieza; y la que supone la existencia de un traductor-dramaturgo como alguien ligado al proceso de producción teatral como mediador lingüístico-cultural y dramatúrgico.

Nos parece necesario volver en este punto, brevemente, al campo de los estudios puramente teatrales y, en concreto, a la Dramatología (según terminología de García Barrientos), para definir la figura del «dramaturgista» que, como veremos, resultará útil para continuar la línea de las reflexiones traductológicas.

Resumiendo, por no cansar al lector con explicaciones que conocerá de sobra, debemos la figura del «dramaturgista» (traducción de la palabra alemana Dramaturg, para diferenciar la figura de la acepción castellana dominante procedente del francés, que nos remite al escritor de obras literario-dramáticas [Hormigón 2002 (1991), pp. 86-87]), a Gothold Ephraim Lessing y su Dramaturgia de Hamburgo, publicada a lo largo de 1767, que lo definió como consejero científico teatral ligado a la dirección del teatro, con las tareas de: seleccionar obras para formar el repertorio, realizar traducciones y adaptaciones para su propio teatro, colaborar con otros autores en el proceso de creación de sus obras, colaborar con el director de escena en la realización escénica del espectáculo y hacerse cargo de la proyección externa del teatro ocupándose de las relaciones con el público. Tareas todas ellas que, en los teatros que han contado con dicha figura, han formado la base de su actividad.

Puesto que dediqué mi tesis doctoral (Hernández Rodilla 2016) a estudiar ampliamente el debate traductológico, me limitaré a exponer aquí la conclusión en cuanto al papel del traductor como dramaturgista. Si el traductor ha de dejar el texto listo para el director o el actor, también para el lector, de modo que puedan ser ellos los que prioricen unos dominantes estéticos frente a otros, y propongan o realicen sus propias lecturas del texto (Ezpeleta 2007, 369), se entiende que, en una situación ideal, el traductor formará parte de un Departamento de Dramaturgia pluripersonal (una idea que desarrolla Hormigón 2002 [1991], pp. 113-115). Sin embargo, dado que dicho departamento no es una figura que podamos dar por descontada en el entorno del teatro español y que, más allá del hecho de que se vaya a representar una obra, «la interacción drama/teatro (página/escenario) se establece a partir de una doble relación ontológica: la que mantiene el texto dramático, en tanto que literario, con todas sus posibles lecturas; y, en tanto que «partitura teatral», con todas sus posibles representaciones» (Ezpeleta 2007, 367), nos inclinamos a considerar que el papel del traductor está en conseguir un texto de llegada que, como el original, goce de pleno potencial dramático; es decir: un texto listo para el director y el actor, igual que para el lector, que permita su articulación posterior en el espectáculo teatral. Una función que podemos identificar con la del dramaturgista, y que Carla Matteini (2005) llamó «traductor a pie de escenario».


4. Características del objeto (texto dramático). Problemas de la traducción


En la segunda parte de su Anatomía del drama. Una teoría «fuerte» del teatro (2020), García Barrientos, habiendo establecido que el teatro es un espectáculo de actuación con una situación teatral, define esta a partir de los cuatro elementos que la componen: actores, público, espacio y tiempo (en que se desarrolla el encuentro de actores y público; es decir: en la inmediatez de que se habló al tratar la Poética de Aristóteles). Juan Mayorga (2021) diría en su Razón del teatro, que este «es el arte de la reunión y la imaginación. Lo único que le es imprescindible es el pacto que el actor ha de establecer con su espectador». En su ponencia de 2024 para DREM, García Barrientos fluye por estas mismas aguas y añade, a los elementos de la situación teatral, la existencia de una convención teatral, que, sin abandonar las grandes figuras y de nuevo en el mismo camino que Mayorga, expresa con Borges (Bravo y Paoletti 1999, p. 173) diciendo que la profesión del actor consiste en: «fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerle». Es, en efecto, en el doble fingimiento del actor y el espectador, en ese contrato implícito conforme al que este se hace cómplice de las mentiras de aquel, donde residen la esencia del hecho teatral, su posibilidad y su fuerza. El corazón del teatro es ese ingenuo acuerdo que se establece entre el cómico y quien lo mira y escucha —«Durante un rato voy a hacer que soy Edipo »./«Yo voy a hacer que me lo creo»—.

La consecuencia de esto es que todo se desdobla en el teatro: incluso el público se dramatiza. Y esa duplicidad del teatro lo hace mucho más sofisticado que la realidad e impone unas características del texto teatral que incidirán en las especificidades de su traducción y en los problemas que surjan en el intento de resolverlos.

La naturaleza incompleta del texto. Como hemos dicho, la palabra, la escritura, no nace en el modo dramático separada del cuerpo. El texto dramático remite y se inscribe en la corporalidad del actor y la materialidad de la escena. El lenguaje verbal y el no verbal son inseparables. El actor, al actuar, al interpretar, no solo dice el texto oral, sino que realiza el texto dramático como totalidad, con sus gestos, sus movimientos, su voz; construye el espacio, le da significado; vive y determina el paso del tiempo; se caracteriza y caracteriza al resto de personajes con los que interacciona. El texto dramático, por tanto, acepta no poder decir(lo) todo y necesita no decir(lo) todo.

La ausencia de narrador. No abundaremos en este aspecto, que consideramos suficientemente explicado al remitir a Aristóteles.

El doble sistema lingüístico, al que nos referimos al definir «texto dramático», que sitúa sus mensajes en dos sistemas lingüísticos: el texto dialogado (texto principal) y el paratexto (texto secundario). En este sentido, el diálogo ha de tener en cuenta el, llamémoslo, principio de acumulación informativa; para volver a la Poética, podemos decir que el diálogo encierra en sí los medios de la mímesis: el lenguaje absorbe, en el texto dramático, el ritmo y la armonía.

La doble situación de comunicación. Como consecuencia de los dos puntos anteriores, pese a que el texto dramático es principalmente dialógico, solo se sostiene y adquiere sentido por la intención comunicativa del autor con su público. El del teatro es un proceso de comunicación entre «figuras»-personajes, que tiene lugar en el interior de otro proceso de comunicación, el que vincula al autor con el público. Toda «lectura» que rehúse incluir el diálogo teatral en el interior de otro proceso de comunicación no puede sino faltar al efecto del sentido del teatro (cfr. Ubersfeld 1982 [1977]). De ahí la existencia de un sistema de comunicación externo (autor-público) que engloba sucesivos actos comunicativos en el sistema de comunicación interno (personaje-personaje) y que hace de su contextualización un proceso especialmente dinámico, que permite considerar los factores extratextuales relacionados con el mundo real (ideología, sociedad, cultura, etc.) y los factores intratextuales relacionados con el mundo dramático de ficción.

Inmediatez. Con respecto al sistema de comunicación externo, dado que el teatro es un hecho efímero, sus textos están ligados al presente y limitados en el tiempo, y tienen que conectar a través del oído con el imaginario y la sensibilidad del espectador (Matteini 2005, p. 14). El público tiene que poder entenderlo de inmediato y sin intermediación (no puede volver sobre una escena que no entendió o consultar una obra de referencia para captar una alusión), y debe poder aceptarlo como un todo orgánico.

Oralidad. Relacionada con la inmediatez y con el carácter dialógico del texto principal, está la doble naturaleza literaria y conversacional del texto dramático. Al introducir el habla en la escritura y la representación, el teatro debe, por un lado, asemejarse al habla ordinaria (es mímesis, imitación, simulación) y, por otro, al habla literaria; y, al contrario, diferenciarse de ambas: en el teatro, «no se habla como en la vida» (si fuera mera copia del habla ordinaria, sería realidad, no ficción); pero, al mismo tiempo, tampoco se habla «como en la literatura» (el texto hablado literario está orientado a la lectura como actividad privada, cuyos ritmos y pausas establece libremente el lector, distinta de la «oralización» en el escenario, donde ritmos, entonaciones y pausas proceden de un actor y en los que el espectador no puede intervenir). El teatro es lengua hablada que se escribe y lengua escrita que se habla. Es texto literalmente in-corporado. Lo que Alfonso Sastre (2000) llamaría «parlatura». Esa parlatura se traduce en textos escritos para ser dichos por los actores y escuchados por los espectadores, de modo que han de «poder decirse» y «poder escucharse» (sin perder de vista la inmediatez) (pp. 183-184). Siempre teniendo en cuenta, además, que la oralidad no es espontánea, sino, como apunta Sellent (2009), fingida: se eliminan titubeos, síncopes, elipsis, cortes y solapamientos en los turnos de habla, o la mala articulación o pronunciación (salvo que sean intencionales).

Estas seis son, a nuestro entender, las características que hacen del texto dramático lo que es y, por tanto, las dificultades específicas de su construcción y escritura, y serán los aspectos fundamentales que deberá tener en cuenta el traductor dramático con el fin de asegurar la correcta comprensión e interpretación del sentido del texto, y para establecer los criterios sobre los que asentar sus decisiones en cuanto a las estrategias y procedimientos que adoptar para la traducción.


5. Solucionar estos problemas: intento de método para la traducción


Conscientes de tratar la traducción como proceso práctico, renunciamos a un modelo integral e integrador, que intente dar respuesta global, desde la teorización, a las cuestiones y los problemas que la traducción de los textos dramáticos plantea, para acudir a la resolución de las (posibles) dificultades, a la microteoría, si así se prefiere.

A este respecto, partiremos de las características mencionadas en el apartado anterior, que no podemos considerar, por otra parte, compartimentos estancos, sino claramente interrelacionados, como, de hecho, hemos intentado aclarar al exponerlas. A falta de una mejor forma de organización, seguiremos el mismo orden de exposición de las características para analizar las posibles dificultades que pueden suponer para el traductor.

La naturaleza incompleta del texto. Elemento transversal que permite el potencial dramático del texto, consideramos que se ha de conservar para permitir la articulación del texto dramático en el espectacular. Incluye, asimismo, la noción de subtexto, entendiendo este por lo que se implica y no se dice, el significado entre líneas, al que el traductor debe prestar atención para traducir el texto dramático de modo que dicho subtexto esté también presente en la lengua de llegada; así como la calidad fonológica del texto y el ritmo del discurso.

La ausencia de narrador. Aparte de la consecuencia lógica de deber traducir las acotaciones respetando las convenciones habituales para esta capa textual que formula las condiciones de realización del discurso de los personajes, es decir: las condiciones contextuales (carácter imperativo, verbos en presente, oraciones impersonales, concisión, preferencia por la coordinación y la yuxtaposición), hemos de tener en cuenta que, justo por ser un mensaje que indica el contexto de otro mensaje, puede incluir, junto con las indicaciones escénicas, comentarios e interpretaciones que nos permitan vislumbrar la perspectiva central del autor y sus intenciones por lo que al significado general de la obra se refiere.

En lo que respecta al discurso de los personajes, habremos de prestar especial atención a los elementos deícticos que nos informarán de elementos espaciales y temporales que suponen, asimismo, información contextual. Por otra parte, en el nivel del contenido, es posible inventariar lo que el personaje nos muestra sobre los otros y sobre sí mismo: su propia psicología. Al versar sobre política, religión, filosofía, el discurso del personaje es, asimismo, herramienta de conocimiento para los otros personajes y para el público.

El doble sistema lingüístico. Si entendemos, con Pavis (1998), que la intriga describe el aspecto exterior, visible, de la progresión dramática, el juego de circunstancias, el nudo de los acontecimientos (p. 258), habremos de admitir que, como en el original, el diálogo del texto traducido debe transmitir la información en el momento preciso. Una cuestión que veremos más detenidamente al hablar del aspecto rítmico de la oralidad, con la que está profundamente relacionada.

La doble situación de comunicación. Como consecuencia del doble sistema lingüístico, asimismo, toda representación muestra una doble situación de comunicación: la situación teatral o, más precisamente, escénica, en la que los emisores son el autor y sus prácticos (actores, escenógrafo...); y la situación representada, que se construye entre los personajes. En el texto dramático, confluyen, así pues, diversas estructuras culturales que es preciso tener en cuenta, desde el punto de vista de la contextualización, y que pueden suponer dificultades que el traductor deberá resolver en la medida de lo posible.

En el sistema de comunicación externo, siguiendo la propuesta de análisis de Pilar Ezpeleta (2007, pp. 366-406), habremos de tener en cuenta:

-Desde el punto de vista comunicativo: Las convenciones teatrales del lugar y el tiempo en que fue escrito el texto. La relación con el entorno y el momento culturales, políticos, religiosos e ideológicos en que se escribió. En este sentido, puede arrojar luz respecto del autor y su público en relación con las intenciones del uno y las expectativas del otro, con los conocimientos y principios que comparten, etc.

-Desde el punto de vista pragmático: La intención del autor en relación con el contenido (tema, información que se ofrece o se omite, etc.) y con la forma (composición, características estilísticas y retóricas, etc.). Las diferencias entre los receptores del texto original y el texto meta, y todas las implicaciones que esto conlleva. Los sistemas de creencias, aspectos culturales, ideología, percepciones y actitudes del público, así como la información y conocimientos que el autor presupone que comparte con él.

-Desde el punto de vista semántico: El tema y los motivos centrales que pueden ser característicos del autor o del género, y que se relacionan con las expectativas de los receptores para los cuales escribió. Los aspectos extratextuales relacionados con la selección léxica que realiza el autor: el tiempo, el lugar, quién es el autor, cuáles son sus intenciones, quién o quiénes son los receptores, el medio, la función del texto... Y el significado con que el autor hace uso de determinados vocablos.

Por su parte, en cuanto al sistema de comunicación interno, será necesario considerar:

-Desde el punto de vista comunicativo:

El espacio dramático: la situación espacial en que se ubica el mundo dramático de ficción y en la que transcurre la acción. El espacio lleva asociadas cargas semióticas que definen los lugares como apropiados o inapropiados para la presencia e intervención de determinados personajes.

El tiempo dramático: la situación temporal en que se ubica el mundo dramático de ficción y las relaciones temporales de sucesión de los acontecimientos y acciones, su orden y su frecuencia.

-Desde el punto de vista pragmático: Los personajes como responsables de las intenciones de sus intervenciones: informar, persuadir, expresarse, establecer o mantener contacto con los otros participantes, etc.

-Desde el punto de vista semántico: El uso repetido de determinados lexemas, los recursos de cohesión léxica empleados, etc. Cuestiones relacionadas con las características semánticas y estilísticas del léxico: connotaciones, campos semánticos, registro... El uso de determinadas palabras puede decirnos cosas respecto del origen social o geográfico del hablante, del tipo de relación social que establece con su interlocutor y otros matices.

Esta doble situación de comunicación tiene como consecuencia otro doble nivel de realidad, la del actor (oralidad material y orgánica) frente a la del personaje (oralidad ficticia o en la ficción), que deben unirse y hacerse una en la ficción real de la escena, una ficción que es observada por unos testigos silenciosos y críticos, que «están ahí», pero no pueden intervenir en el diálogo; y que tampoco tienen poder real sobre lo que ven, dada la inmediatez del texto.

Inmediatez. El problema de la inmediatez se reduce al hecho de que el espectador, que no cuenta con el texto entre sus manos, deberá entender sin inter-mediación lo que se dice en escena y, de modo especial, las referencias culturales (nombres de lugares o de comidas, hechos históricos, cargos, conceptos pertenecientes al imaginario cultural o a la ideología desde un punto de vista más amplio), los juegos de palabras, las alusiones, pero también la diacronía, en el caso de textos escritos en una época anterior a la nuestra o en los producidos en nuestra propia época que presentan usos o variantes arcaicos de la lengua. Aunque, en la imitación de un lenguaje arcaico, habrá que tener cuidado, en el caso de traducciones actuales para un público actual, con hasta qué punto puede el traductor fingir y el espectador soportar oír un texto del todo artificial.

Oralidad. Hemos entrado con esto en la cualidad oral del lenguaje, en ese «poder decirse» y «poder escucharse» del que hemos hablado al tratar la naturaleza conversacional de la parlatura, para la que, como mencionábamos, son relevantes los componentes fónicos de acento, entonación, timbre, cadencia, ritmo; aunque también las estructuras recurrentes y de repetición propias de la naturaleza de la oralidad ligada a la inmediatez y a la irreversibilidad del aquí y el ahora que hacen imposibles la vuelta atrás.

Las marcas lingüísticas del modo dramático que señala Vicent Montalt (citado en Ezpeleta, 2007, pp. 196-199) resultan de especial importancia y ayuda en la traducción: tiende a la coordinación y la yuxtaposición, pues los elementos prosódicos —entonación, acento, pausas— funcionan como organizadores del discurso, y no es tan necesario el uso de conectores discursivos expresos; es de orientación deíctica; los periodos oracionales son más cortos, lo que favorece su cualidad rítmica y favorece la memorización y la realización oral por parte del actor: incluso los textos que no están escritos en verso tienden a ser especialmente rítmicos, pues el ritmo ayuda a recordar incluso fisiológicamente; tiende a la redundancia y la repetición, que servirán al oyente y al espectador para mantenerse en la línea de continuidad; la sintaxis, muy a menudo, se presenta manipulada y de forma desviada respecto del estándar, lo que potencia la capacidad expresiva de los textos —especialmente en los casos en que se elige para su forma el verso— y mantiene la atención del que escucha, que puede, asimismo, verse obligado a completar estructuras sintácticas inacabadas involucrándose directamente en la construcción de significado; respecto del vocabulario, las palabras adquieren su significado a través de su hábitat, que incluye gestos, inflexiones de la voz, la expresión del rostro y el contexto cultural y social en el que son empleadas, y dicho significado deriva del presente, del aquí y el ahora en que se pronuncian —un aspecto que remite, de nuevo, a la cuestión de la arcaización—; la prosodia, la entonación, las pausas, el ritmo y todos aquellos aspectos que guían la dicción y comunican la actitud, el estado emocional, señalan la información relevante y guían la recepción hacia momentos de clímax o tensión dramática, momentos de calma y regocijo, etc.

La traducción habrá de orientarse, pues, hacia la consecución de esa oralidad esencial del texto dramático, que permita al espectador aceptar el diálogo como el discurso oral natural y, al tiempo, ser el artificio estilizado, estético y expresivo del intercambio verbal entre individuos que es el drama; y todo ello, no lo descuidemos, de forma inmediata (Ezpeleta, 2007, p. 192).

Es cuestión de ritmo, también, la distribución, el orden de intervención y la duración de los turnos de habla de los personajes. El autor señalará la posición de estos, el tipo de relación que establecen entre ellos e incluso los grados de dominancia distribuyendo y ordenando su turnos de palabra, respetándolos o negándoselos. También la duración de estos turnos supondrá información adicional: las intervenciones largas pueden mostrar poder, intimidad o utilizarse como herramienta de ironía y humor; las simétricas subrayan la colaboración entre los interlocutores o la contraposición de posturas sin supremacía de una sobre la otra; las intervenciones breves aceleran el ritmo y suelen estar ligadas a emociones intensas.

Las consecuencias que esto tendrá para la traducción son bastante evidentes. Si, como hemos dicho, el avance argumental de la obra depende de la transmisión de la información en el momento preciso y del impacto inmediato de esta en el público, el texto de llegada ha de respetar los tiempos, el tempo, del original. No puede, por tanto, acortar parlamentos largos o alargar intervenciones cortas, ni introducir o eliminar silencios. No debería entorpecer, tampoco, el ritmo propio del personaje, ni el del actor (respiración, movimiento). Y tampoco debería, en la medida de lo posible, desplazar elementos humorísticos del lenguaje a riesgo de romper la fluidez de la ficción.

Por último, al punto de la oralidad, nos gustaría añadir la reflexión de que, respecto de las marcas idiolectales del autor, habrá que tener en cuenta no solo el texto que vamos a traducir en su totalidad, sino el conjunto de su obra, pues será la única forma de establecer características constantes y propias de su estilo, que lo diferencian de otros autores y lo singularizan. Por otra parte, respecto del idiolecto del personaje, será también importante detectar las peculiaridades que lo conforman: juegos de palabras, lenguaje figurativo, términos preferidos... Pues estos recursos lingüísticos caracterizan de forma adecuada a los personajes en sus actos de habla.


6. La traducción de teatro: conclusiones


Nuestra intención en este artículo era la de aclarar cuál es el objeto de la traducción dramática, cuál debe ser el papel del traductor en ella y cuáles son las dificultades propias de la traducción teatral y las consideraciones que se deberían tener en cuenta para darles la mejor solución.

En este sentido, nos parece haber dejado claro que, de igual manera que, en el mundo teatral de un idioma original, el dramaturgo —como autor— produce una ficción en forma de texto escrito con fines de representación —el texto dramático—, lista para su articulación en un espectáculo teatral que dependerá de los cortes, adaptaciones, restructuraciones y otras opciones del dramaturgista o el director escénico, y que acabará formando un texto espectacular, el traductor debe partir de dicho texto dramático —pues el espectacular es efímero y, por lo tanto, inasible— para conseguir, asimismo, un texto escrito que conserve, en el idioma de llegada, todo el potencial dramático del original, lo que le permitirá ser la base, a su vez, del trabajo dramatúrgico en el mundo teatral del texto traducido.

Hemos intentado también caracterizar el texto dramático en sus particularidades específicas: su naturaleza incompleta, la ausencia de narrador, el doble sistema lingüístico y la doble situación de comunicación, la inmediatez y la oralidad, y partir de estas para exponer los aspectos que nos parecen más difíciles a la hora de considerar la traducción.

De esta forma, llegamos a la conclusión de que, si bien los cuatro primeros aspectos resultan de fundamental importancia en cuanto a la comprensión del contexto de la traducción y las convenciones del lenguaje del paratexto, están supeditados a la necesidad de que el destinatario de la traducción —sea el público imaginado por el dramaturgo o el lector que imagina la in-corporación del texto— pueda entender de inmediato, y pese a carecer de poder de intervención, lo que ha de ser voz sobre el escenario.

Partiendo de estas premisas, hemos perseguido un análisis basado fundamentalmente en la práctica cotidiana del traductor, para llegar a la conclusión de que este ha de traducir a lo que Conejero llama la «lengua del teatro», caracterizada por su eufonía —se han de evitar estorbos y rimas internas—, ritmo —alternancia y duración de las intervenciones—, economía y densidad —todas las palabras han de aportar significado—, y por ser, asimismo, altamente retórica —debe expresar y provocar sentimientos—, connotativa —evitando los elementos explicativos, como conjunciones y subordinadas— y muy persuasiva, pues debe conectar de inmediato en el espectáculo teatral (Conejero, 1993, pp. 171-184).

Por otra parte, en relación con los personajes, se ha de discernir su particular manera de hablar, considerar sus dialectos temporal, geográfico y social, si se desvía o no del estándar, y sus preferencias en cuanto al léxico o a determinados usos gramaticales, su uso de elementos más o menos coloquiales, la frecuencia con la que recurren al lenguaje figurativo, el uso que hacen de paremias, juegos de palabras o tropos, etc. Cuanto más complejo sea un personaje, más variada, rica y pluralmente deberá el traductor reflejar su idiolecto.

Renunciando, como hemos advertido más arriba, a un modelo con proyección integral e integradora, hemos intentado esbozar una microteoría traductológica del texto dramático y su posibilidad de traducción, partiendo de la Semiótica Teatral y, en particular, de los pilares sobre los que García Barrientos sustenta su idea de Dramatología.


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1 Esta es la postura de, entre otros, el profesor Santoyo (1989, 97), que afirma la existencia de «dos estrategias mayores de traducción dramática: estrategia de lectura y estrategia de escenario»; o de Christine Zurbach (1999, 49), que distingue entre «texto monumento», decisivo para la constitución de una tradición de reescritura teatral en términos literarios, y un «texto documento» que, sin perjuicio de su posible publicación, esté predominantemente marcado por las opciones teatrales, y no por las literarias, destinadas a sostener un proyecto de espectáculo.

2 Expuesta en sus artículos «Translating for the Theatre—Textual Complexities» [en Essays in Poetics 15.1 (1990), 71-83] y «Translating for the Theatre: The Case Against Performability» [en TTR (Traduction, Terminologie, Redaction) IV.1 (1991), 99-111], donde discutía la existencia de la representabilidad y ponía en duda la traducción orientada a la representación, haciendo hincapié en el texto escrito.

3 Patrice Pavis afirmaba, en su artículo «Problems of Translation for the Stage: Intercultural and Post-Modern Theatre» [en The Play Out of Context: Transferring Plays from Culture to Culture, trad. de Loren Kruger; ed. por Hanna Scolnicov y Peter Holland, Cambridge: Cambridge Univ. Press, 1989, 25-44], que la traducción para la escena va más allá de la traducción interlingüística del texto dramático y que una traducción real solo podía darse en el nivel de la puesta en escena como todo.

4 El teatro es diálogo [...] fiesta, es decir: comunicación viva siempre en evolución. [Todas las traducciones de idiomas distintos al español que aparecen en este texto son de la autora, salvo que se indique lo contrario].

5 La Crisis del drama en la Contemporaneidad: Attempts on Her Life de Martin Crimp. Davide Carnevali, 2009/2010, Universitat Autònoma de Barcelona, Facultat de Filosofia i Lletres, Departament de Filologia Catalana, Doctorat en Arts Escèniques.

6 Las traducciones de la Poética proceden de la canónica trilingüe de García Yebra.

7 La terminología de «texto principal» y «texto secundario» la hemos tomado de Roman Ingarden (1931), por ser la más usual entre los teóricos.

8 Dejaremos de lado aquí las razones, menos sublimes para algunos, de costes de producción, mínimos en el caso de un monólogo con un solo actor, más aún si es de carácter narrativo y todo el peso de la representación recae en la palabra.