Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 2. Pensadoras y filósofas

De la dignidad y la capacidad intelectual de las mujeres Marie de Gournay y Concepción Arenal: analogías y divergencias

María Elena Ojea Fernández

UNED

Resumen: Marie de Gournay y Concepción Arenal partieron de un discurso de razón y objetividad a la hora de defender la igualdad entre hombres y mujeres. Más allá de las diferencias y de las contradicciones que afectaron al pensamiento de ambas, nos proponemos analizar sus afinidades. Gournay señaló que las causas de la desigualdad residían en la cultura patriarcal. Arenal subrayaba que las mujeres carecían de los derechos fundamentales y advirtió que esa ausencia rebajaba su dignidad humana. La mujer no era persona en el sentido legal del término. Este artículo versa sobre de la idea renovadora de las dos pensadoras que veían en la educación el pilar fundamental para combatir la desigualdad y la sumisión del sexo femenino.

Palabras clave: Desigualdad; Sumisión; Cultura; Dignidad; Justicia; Educación.

1. Introducción

La figura de Marie Le Jars de Gournay (1565-1645) resulta esencial para entender la situación de la mujer en la historia y la evolución de las teorías feministas. Protegida de Michel de Montaigne, se ha pretendido subordinarla al gran ensayista pasando por alto su dimensión crítica y subversiva. Concepción Arenal (1820-1893) fue una escritora que luchó por la igualdad sin salir de la ortodoxia católica. Tampoco Gournay se desmarca de la exégesis cristiana, aunque en su caso más por prudencia que por convicción. La autora francesa conoció un ambiente de gran conflictividad, con las guerras de religión como telón de fondo. Su defensa de Montaigne –tachado de anticatólico y con sus libros prohibidos por condena pontificia– es toda una declaración de principios. Arenal trató de preservar el orden establecido, pero otorgando un sentido nuevo al papel de la mujer. Las dos destacaron por su erudición1 en un mundo intransigente que penalizaba el intelecto femenino. Si Gournay participa en la disputa en torno a la capacidad intelectual de las mujeres, Arenal defiende el conocimiento como fuente de progreso y comprende que para alcanzarlo es indispensable la igualdad. Ambas pensadoras situaron la independencia femenina en primera línea y abordaron con objetividad las consecuencias de la desigualdad social de los sexos.

El poder patriarcal intuyó en la mujer un peligro latente, de ahí que estableciese un rígido control para vigilar su conducta. La tradición cristiana consideraba que la naturaleza femenina era brutal e impulsiva. Durante siglos ensalzó la imagen de la doncella, de la esposa y de la madre. Como la mujer tenía la misión de no mancillar el honor de la familia, se elaboró un código de obediencia cuya transgresión estaba severamente castigada. En el siglo XVI se escribieron centenares de libros (la mayoría, obras de reputados humanistas como Erasmo de Rotterdam, Christianae matrimonio institutio fechado en 1521 o Juan Luis Vives, quien publica en 1524, De institutione feminae christianae) cuyo objetivo era regular el matrimonio cristiano. Erasmo empleó dos palabras que regían la vida de la perfecta casada: instrucción y virtud. Sin embargo, este proyecto de educación humanística estuvo lejos de ser uniforme. Se localizaron tres corrientes. La primera concedía las mismas virtudes a hombres y mujeres, pero hubo de atenuarse en pro de la respetabilidad y de las convenciones sociales. La segunda creía que las diferencias fisiológicas propiciaban diferentes funciones sociales, y la tercera, –donde incluimos a Erasmo y a Vives–, asigna a cada sexo cualidades diferentes: silencio y sumisión para las féminas; sabiduría y dotes de mando en el varón.

Al hombre muchas cosas le son necesarias, la prudencia, el bien hablar, la ciencia política, la memoria, el talento, el arte de vivir, la justicia, la liberalidad, la magnanimidad. Empero en la mujer nadie busca la elocuencia, ni el talento, ni la prudencia, ni el arte de vivir, ni la administración de la justicia, ni la benignidad, nadie reclama de ella sino la castidad. (Varela 1997: 211)

2. Marie de Gournay y el principio de la igualdad jurídica

El pensamiento de Marie Le Jars rechaza la dialéctica dominio/sumisión, que era la que prevalecía en el orden patriarcal de su época. Fue una voz culta y equilibrada que planteó la igualdad en términos políticos, morales y jurídicos. Toda su vida la dedicó al estudio en sus múltiples facetas de traductora, literata y ensayista2. Se la ha presentado como deudora del pensamiento de Montaigne sin estimar su individualidad o su labor creadora. Criticó sin ambages que las mujeres no fueran consideradas personas en el sentido legal del término. Pensaba que la ausencia de instrucción femenina constituía una gran injusticia social (Gournay 2014: 56). Fiel observadora de una sociedad que la excluía tanto por su pensamiento abierto y expeditivo, como por querer mostrar “el brillo y verificar los privilegios de las damas oprimidas por la tiranía de los hombres”, no ve menosprecio hacia la mujer en los textos sagrados y sí en la cultura patriarcal (Gournay 2014: 82). En los Escritos sobre la igualdad recurre al Hexameron de San Basilio para señalar que la virtud de hombres y mujeres son una misma cosa (Gournay 2014: 99). Sin embargo, llama la atención que utilice argumentos bíblicos para justificar el deseo masculino, pues la obligada obediencia femenina viene de antiguo, como prueba el cristianismo visto precisamente por san Pablo.

Y si san Pablo –siguiendo mi secuencia de testimonio de los santos– prohibió el ministerio a las mujeres y ordenó su silencio en la iglesia, es evidente que no fue por ningún desprecio sino únicamente por temor a que despertaran tentaciones, al tener que exponerse clara y públicamente en el ejercicio del ministerio y al predicar, dado que ellas tienen más gracia y belleza que los hombres. (Gournay 2014: 101)

Como en las demás comunidades cristianas, que las mujeres guarden silencio en las reuniones, no les está, pues, permitido hablar, sino que deben mostrarse recatadas, como manda la ley. Y si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la asamblea. Primera Carta a los Corintios3.

La pensadora sostuvo que las causas de la desigualdad no se debían ni a la naturaleza ni a Dios –que concedió al hombre y a la mujer una misma Creación (Gournay 2014: 99)– sino que residían en el pensamiento secular clásico, en el religioso y en la sociedad patriarcal, heredera de ambos. Parece no reparar en las palabras del Apóstol de los gentiles –muy apreciadas por los humanistas cristianos–, que subrayan que si el hombre es semejante a Dios, en esa semejanza no entra la mujer.

Por lo que a las mujeres se refiere, que vayan vestidas decorosamente […] Que la mujer aprenda sin protestar y con gran respeto. No consiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que debe comportarse con discreción. Pues primero fue formado Adán, después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará, sin embargo, por su condición de madre, siempre que persevere con modestia en la fe, el amor y la santidad. Primera Carta a Timoteo4.

Gournay buscó con ahínco su espacio en la vida pública5. Su audacia le hizo afirmar que los sexos no se crearon para “constituir una diferencia en las especies, sino únicamente para la procreación” (Gournay 2014: 99). Así pues, teniendo en cuenta que calificó de necia arrogancia que ciertos ‘ergotistas’ cuestionaran que “el sexo femenino fuera creado a imagen de Dios” (Gournay 2014: 99) es singular que se apoye en Pablo, quien no solo prohíbe el ministerio y el predicar a la mujer, sino que con su dictamen sienta las bases de una injusta desigualdad. Sin embargo, no podemos pasar por alto su valentía, su lucha por erradicar la misoginia de la sociedad literaria parisina o sus desvelos por promover un modelo de educación no excluyente. Comparte la idea de creación simultánea del Génesis 1 (22-27), no la del Génesis 2 (7-25), que al situar el nacimiento de Eva a partir de la costilla de Adán, constituye el pilar de la ley de jerarquización de los sexos. Observa que todos los pueblos conceden el sacerdocio indistintamente a hombres y mujeres, salvo los cristianos. Busca en san Jerónimo la prueba que corrobore que la mujer no carece de virtud moral ni de inteligencia: “san Jerónimo escribe sabiamente en sus Epístolas que en relación con el servicio de Dios deben ser considerados el espíritu y la doctrina, no el sexo de las personas” (Gournay 2014: 102-103). Piensa que las Escrituras han sido interpretadas de manera interesada por el orden patriarcal y reitera que Dios otorgó los mismos favores a los dos sexos, por lo que el Creador no es ni masculino ni femenino:

Si se creyera que las Escrituras ordenan a la mujer ceder ante el hombre, como persona indigna de oponerse a él, véase lo absurdo de la deducción: la mujer se encontraría a sí misma digna de haber sido hecha a imagen del Creador, digna de participar en la santa Eucaristía, de disfrutar de los misterios de la Redención, del Paraíso y de la Visión, e incluso de la posesión de Dios; pero no sería, sin embargo, digna de las excelencias y de los privilegios del hombre. ¿No sería esto declarar al hombre más valioso y ponerlo por encima de todas esas cosas y, por tanto, cometer la más grave de las blasfemias? (Gournay 2014: 107)

Nuestra autora vuelve al pasado para elaborar una “historia de las mujeres que respaldara sus reivindicaciones intelectuales y políticas” (Rivera 1989: 131). Ella misma, aunque gozó de notoriedad en su época, fue rápidamente silenciada. En el Agravio de damas condena el escarnio y la persecución que sufre la femme savante, pues el poder patriarcal que ni escucha ni toma en serio a la mujer, reacciona con insultante dureza ante sus reflexiones. Sus contundentes reivindicaciones no esconden la amargura de su situación personal. Critica a los mediocres que desautorizan sin criterio alguno, que traman argucias para impedir un debate en pie de igualdad. Señala a quienes se creen con derecho a difamar y a falsear la palabra de la mujer. Y lo más importante, no se dirige solo a los “más vulgares de los instruidos” (Gournay 2014:114), sino también a los “que han adquirido en nuestro siglo cierto renombre en las letras”, pero se burlan de los libros de las damas sin prestar atención a su contenido. Su discurso es claro: el hombre ve con “más claridad la anatomía de su barba que la anatomía de sus razones” (Gournay 2014: 114). Al tiempo que censura a quienes por dar gusto al vulgo desprecian a la mujer, procura la autoridad de filósofos y padres de la Iglesia para castigar la estupidez de los que, al tildar de inferior el talento de todas las mujeres, establecen una injusta distinción universal. El libro constituye una defensa de su imagen pública, difamada y ridiculizada por contrincantes ineptos “que viven contentos con sus aptitudes, mirando a los demás por encima del hombro” (Gournay 2014:116). Su inquietud por desmontar los embustes que sostenían la desigualdad de género fructificó en 1673 cuando Pouillain de la Barre publica De la igualdad de los sexos. Las conclusiones del autor dan la razón a quienes apoyaban el reconocimiento de la instrucción como punto de partida para explorar las posibilidades intelectuales del sexo femenino.

Si las mujeres estudiaran en las universidades, o bien con los hombres, o bien en las que establecieran para sí mismas, podrían obtener el título de Doctor y de Maestro en Teología, y en Medicina, en ambos Derechos: y su genio, que tan ventajosamente las dispone así a aprender, también las pondría a buenas condiciones para enseñar con éxito. (Sonnet 2000: 147-148)

3. Concepción Arenal: mujer, educación, moral

La escritora fue pionera al colocar la emancipación femenina en el punto de mira y al abordar con seriedad las consecuencias de la discriminación educativa. El rigor de Arenal se acentúa en su disertación sobre la situación legal, intelectual, física y moral de las mujeres de su tiempo. Critica que la ley no considere a la mujer sujeto de pleno derecho y le impida alcanzar ventajas sociales, pues en ese veto se halla el obstáculo principal para su independencia: “la ley, que no le permite publicar un libro sin permiso de su marido, no le exige el de su padre para entrar en la casa de prostitución legalmente autorizada” (Arenal, Memorias sobre la igualdad 2000: 125). Para nuestra autora la supuesta inferioridad intelectual de las mujeres no es orgánica porque no aparece “donde los dos sexos están igualmente sin educar, ni empiezan en las clases educadas, sino donde empieza la diferencia de la educación” (Arenal, La mujer del porvenir 2000: 27). Ve un contrasentido que se mantenga a la mujer en una perpetua minoría de edad. Cree que es injusto que se le prohíba desempeñar un trabajo intelectual y califica de perversa la intención de convencerla de su propia inferioridad. El orden patriarcal había dispuesto el matrimonio como la única carrera apta para una mujer. No para protegerla, sino para amedrentarla ante los escollos de la realidad. Sin embargo, si la miseria llamaba a la puerta, esa misma sociedad que decía ampararla, la arrojaba “al abismo de la prostitución” (La mujer… 56). Con rigor y sin apartarse ni un ápice de sus principios cristianos, Arenal compara a hombres y a mujeres y concluye que si la vida del hombre es activa, la de la mujer es “sedentaria y monótona: no tiene ni actividad ni variedad” (La mujer…. 67). Y ese era el estado de la mujer en el mundo “civilizado y cristiano, en que tiene gran actividad la parte afectiva de su alma, mientras permanece en letargo su inteligencia” (La mujer… 68). Nuestra pensadora no pone en entredicho el matrimonio, sino las leyes de la moralidad que otorgan un criterio ético dispar a los hombres y a las mujeres. El matrimonio podría incluso ser ventajoso si no fuera por la desventaja reservada al sexo femenino (La mujer.71). Rebate la teoría de que una mujer cultivada es menos religiosa. Es más, cree que una mujer “sin ocupación ni educación para sus facultades superiores va por la vida sin timón y sin brújula” (La mujer… 81). Ni puede ayudar, ni ser aconsejada en su ignorancia. Piensa que la degradación intelectual de las féminas constituye una desgracia para el hombre y para la sociedad. Culpa a la supremacía masculina de impugnar con su egoísmo la educación intelectual de la mujer: “La naturaleza ha hecho al hombre y a la mujer diferentes, pero armónicos. La sociedad los desfigura, de modo que en muchos casos vienen a ser opuestos” (La mujer... 84-85). La autora gallega está convencida de que para que las condiciones de las mujeres mejoren es preciso que el hombre cambie, se ilustre y se civilice, pues el “hombre civilizado y cristiano que ama a su esposa y venera a su madre, está bien lejos del salvaje que oprime a la hembra” (La mujer… 86). Ni que decir tiene que el reconocimiento de los derechos civiles en la mujer constituía un acto de justicia que dignificaba al ser humano y por la justicia de los hombres se mide su felicidad (La mujer... 87).

Concepción Arenal analizó con fino olfato la relación entre la falta de instrucción femenina y la ignorancia y el fanatismo de una sociedad. Censura que no se proporcione una salida a quien no tiene más camino honroso que el matrimonio. La impaciencia de los padres por ‘colocar’ lo antes posible a sus hijas, se traduce en la mayoría de los casos en matrimonios fracasados por la inexperiencia. A su juicio, la civilización no puede pasar por alto que la lacra de la prostitución femenina es hija de la miseria y de la ignorancia. No quiere diferencias caprichosas entre los sexos, solo desea para las mujeres todos los derechos civiles. Aunque sabe que escribe para la España de ‘hoy’, su discurso se abre a otras posibilidades, que quizás por cautela quedan en el aire.

Escribimos para la España de hoy. En otro país y en otro tiempo podrá pedirse y, tal vez con ventaja, lograrse más; pero de todos modos no se logrará el fin sino por los medios indicados, ni el progreso podrá infringir su ley, que es ser lento y graduado. (La mujer…151)

Visto lo anterior, el feminismo de Concepción Arenal tomaría como referencia un intenso sentimiento religioso que afianza la idea de Dios a través de la caridad y del amor. Su definición de la mujer del porvenir así lo prueba:

Dulce, casta, grave, instruida, modesta, paciente y amorosa; trabajando en lo que es útil, pensando en lo que es elevado, sintiendo lo que es santo, dando parte en las cosas del corazón a la inteligencia del hombre, y en las cuestiones del entendimiento a la sensibilidad femenina; alimentando el fuego sagrado de la religión y del amor; […] oponiendo al misterio la fe, la resignación al dolor, y a la desventura la esperanza; llevando el sentimiento a la resolución de los problemas sociales, que, nunca, jamás, se resolverán con la razón sola: tal es la mujer como la comprendemos; tal es la mujer del porvenir. (La mujer… 153-154)

Arenal fue una observadora sagaz. Su análisis de la obra del Padre Feijoo así lo confirma. Defensora del derecho de una mujer a ser educada para la sociedad, no sorprende la contundencia con que recrimina al fraile por su Carta de un religioso a una hermana suya, exhortándola a que prefiriese el estado de religiosa al de casada. Arenal piensa que tal escrito es un monumento al egoísmo, puesto que no existe perfección alguna en lo que califica de mutilación moral y deformación del espíritu:

La perfección es llevar al más alto grado posible todas las nobles facultades, y reducir la impotencia de los malos impulsos. Perfección es amar mucho y puramente; pensar mucho y rectamente; obrar mucho y horadamente. Y ¿puede llamarse estado perfecto el de una criatura que no ama, ni piensa, ni trabaja, que así puede definirse la monja?6

La autora apuesta por la Hermana de la Caridad, que ejerce la misericordia y no vive separada del mundo, como si lo hace la llamada Esposa de Jesucristo, apelativo que tilda de ficción medio ridícula (Juicio… 1877). Aunque reconoce excepciones como Santa Teresa, cree que en las monjas de clausura no brilla ni el intelecto ni la chispa divina, pues la mujer en el claustro “pone su nivel moral e intelectual muy por debajo de las personas de su sexo, ya bien rebajado, y es materia dispuesta para el error, la superstición y hasta el delirio” Juicio… 1877). El abierto rechazo a la religiosidad meramente contemplativa causó revuelo en su tiempo. Sus palabras escandalizaron a los puristas católicos que calificaron de heterodoxo su pensamiento (Santalla 1995: 93). La escritora exige para la mujer la función de sacerdotisa y le niega la de monja (Santalla 1995: 92). Sus ideas concuerdan con las de Marie de Gournay, quien constata que todos los pueblos concedían el sacerdocio indistintamente a los dos sexos, por lo que los cristianos debían admitir que “ellas son capaces de administrar el sacramento del bautismo” (Gournay 2014: 102).

Como Arenal contemplaba el mundo desde una óptica de virtudes católicas, todo problema social tenía que solucionarse por medio de la caridad (Santalla 1995: 122). Siguiendo la estela del catolicismo social, entendía que la solución a la desigualdad pasaba por cristianizar la sociedad. El papel de la mujer en este nuevo orden sería determinante (Santalla 1995: 126), pues se lograría que por fin tuviese personalidad social. Nuestra autora nunca cuestionó el poder establecido, si bien defendió que para que las mujeres cumpliesen su destino en la vida necesitaban instrucción. Pensaba que la mujer, como el niño o el anciano era de complexión débil, y por consiguiente, no “puede hacer la labor del hombre válido” (Arenal, Cartas a un obrero, p. 269). Su pensamiento parte de la desigualdad por naturaleza, de un cierto determinismo biológico que opone la dulzura femenina a la agresividad masculina (Osborne 1993: 45). En fin, el feminismo de C. Arenal no excluye el mundo patriarcal, al contrario, trata de preservar ese orden dándole un nuevo sentido al papel de la mujer (Santalla 1995: 127). La familia cristiana conforma entonces el pilar de la sociedad y en ella la identidad de lo femenino es esencial: “¡Ay del hombre el día en que la mujer no crea en Dios! Pero ese día no llegará; la mujer atea es una especie de monstruo, y los monstruos son excepciones raras” (Arenal, Cartas a un obrero 256). Esta sorprendente reflexión procede de la misma mente severa que tildó de luz y tinieblas las obras de Feijoo. En realidad, parece que con estos planteamientos doctrinales se acercara a ese catolicismo que Aranguren definía como inflexible y cuya actitud estuvo ligada, especialmente antes de la Restauración, al ‘reaccionarismo’ (Santalla 1995: 122).

4. De Gournay y Arenal, apuntes finales

La razón de la desigualdad social femenina tiene su origen “o bien en la naturaleza –designio de Dios, ley natural– o bien en la cultura” (Forcades, 2011: 26). Marie Le Jars Gournay creía que la misoginia era producto de la interpretación interesada de los textos bíblicos y no de las Escrituras en sí. La escritora y teóloga francesa (Forcades 2011: 93) estudió críticamente la Biblia, defendió la igualdad de hombres y mujeres, rechazó la superioridad intelectual masculina y demostró que la mujer poseía una subjetividad propia, que el orden patriarcal se negaba o temía reconocer. La cultura, la educación, los ejemplos históricos de mujeres relevantes, el papel de la Virgen María o la naturaleza de Dios son argumentos que utiliza para afianzar su postura de que la especificidad del ser humano está en su alma y no en su sexo. El varón discrimina a la mujer porque cree que es un problema (Forcades 2011: 39). Recordemos, por ejemplo, cómo Valera sale en defensa de los privilegios masculinos ante la amenaza de que una mujer (Pardo Bazán propuso la candidatura de Concepción Arenal) se sentara en la Real Academia de la Lengua7.

¿No serían expuestas las juntas ordinarias promiscuas, si consideramos la familiaridad y el compañerismo que en ellas tiene que haber, a que el amor invadiese las almas de los académicos, con gran detrimento de la filología y de otras ciencias y disciplinas? […] En la mujer quiso Dios dar al hombre una ayuda semejante a él […] y más que la justa reivindicación de su oprimida libertad, es en la mujer pecaminosa rebeldía contra los decretos de la Providencia el afán de tornarse sobrado independiente del hombre y de campar por sus respetos.

La subordinación de la mujer al hombre incumbe a casi todas las religiones (Forcades 2011:32) y a muchas tendencias de pensamiento filosófico. Todavía en 2004, la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, celebra que la mujer ha sido hecha más para el otro que para sí misma (Forcades, 2011:39). Por otra parte, los textos (o situaciones) que modifican los roles y transforman a la mujer en un varón, son también misóginos, aunque a priori no lo pretendan, dado que presuponen la “inferioridad de lo que es femenino y la superioridad de lo que es masculino” (Forcades, 2011: 33). Pensemos que C. Arenal tuvo que vestirse de hombre tanto para estudiar en la Universidad como para asistir a las tertulias literarias del Madrid de su época (Santalla 1995: 25).

A lo largo de la historia, las mujeres han sido consideradas criaturas inferiores. Desde la filosofía griega a la ley romana, pasando por los teólogos y los Padres de la Iglesia, a la mujer le fue atribuida una naturaleza débil y una inteligencia mediocre. La creciente popularidad de debates como la Querelle des femmes mostraban más las habilidades retóricas del varón que la aparente superioridad femenina. No obstante, algunas mujeres aprovecharon la oportunidad para reivindicar con pragmatismo la reforma de las leyes o el acceso a la educación. Pocas personas influyentes tomaron en serio a Gournay, a pesar de que para que su filosofía fuera comprensible “recurre a anécdotas, comparaciones divertidas y a juegos de palabras ingeniosos” (Gleichauf 2010: 52). Si Concepción Arenal pensaba que la mujer poseía la misma capacidad intelectual que el hombre, su concepto de igualdad la excluía del desempeño de profesiones como la judicatura, el ejército o la policía pues “consideraba que eran profesiones poco apropiadas para la sensibilidad de las mujeres y su capacidad de compasión” (Gleichauf 2010: 102). Es el suyo un feminismo que no asume la total equiparación de los sexos, un feminismo armónico que no estaba en condiciones de reivindicar “una plena ciudadanía, ni de rebelarse contra el poder patriarcal establecido” (Rubio 2013: 59). No solo no cuestiona el orden familiar tradicional, sino que tolera responsabilidades distintas en cuestión de género (Llona 1998: 286). En fin, el libre acceso a la instrucción fue el caballo de batalla en las reivindicaciones de ambas pensadoras. Las dos eran conscientes de que las trabas al conocimiento no eran más que una estratagema para someter “a las mujeres al orden patriarcal y excluirlas del poder y de la ciudadanía” (Rubio 2013: 20). El feminismo de C. Arenal refleja su visión del mundo: era caritativo y piadoso. Pretendía una igualdad suficiente que desterrara las desigualdades excesivas. No quería una mujer emancipada sino una mujer independiente. No quería el amor libre sino el matrimonio contraído con libertad (Arenal, Memoria sobre… 136). Ambas autoras escribieron sobre la igualdad, pero desde perspectivas distintas. Si Gournay se empeñó en demostrar la semejanza entre hombres y mujeres: “Nada se parece más a un gato en una repisa que una gata” (Gournay 2014:98), Arenal subrayó la diferencias. Su planteamiento pretendía conquistar espacios fundamentales como la educación o el derecho al trabajo, pero negaba la participación de las mujeres en la vida pública o en aquellos quehaceres susceptibles de herir su sensibilidad. Aunque Gournay recibió elogios en vida, fueron más quienes creyeron que su pensamiento desafiaba el orden patriarcal. C. Arenal defendió un equilibrio que no alterara la armonía tradicional de convivencia. Sin embargo, fue tildada de heterodoxa cuando criticó las obras del Padre Feijoo. Gournay sufrió en vida una cruel persecución misógina. El vilipendio continuó hasta bien entrado el siglo XX, cuando fue retratada como la solterona vieja, pobre y fea que vive rodeada de gatos y libros de brujería (Gleichauf 2010: 50). Arenal y Gournay encarnaron (cada una a su manera) la defensa de la dignidad femenina. Una y otra destacaron como pensadoras comprometidas y solidarias. Comprendieron que la solución al problema femenino solo podía llegar de las mismas mujeres. De ahí que exhortaran a las damas a usar su inteligencia y a demandar de la sociedad la instrucción, única vía que demostraría la igualdad real de los sexos.

Bibliografía

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1 Partimos del libro Escritos sobre la igualdad y en defensa de la mujeres, CSIC, Madrid, 2014, para estudiar la obra de la pensadora francesa. Respecto a C. Arenal recurrimos a sus Obras Completas (I-II); en concreto, Memoria sobre la igualdad y La mujer del porvenir, ambas en la editorial Ir Indo, Vigo, 2000. (Según la edición de 1898)

2 Cabré i Pairet, Monserrat y Rubio Herráez, Esther en su edición a: Marie de Gournay. Escritos sobre la igualdad y en defensa de las mujeres. Madrid, CSIC, 2014, p. 23.

3 San Pablo: Primera Carta a los Corintios 1 Cor 15 34 en La Biblia. Nuevo Testamento, Madrid, La Casa de la Biblia, 1992, p. 641, 5ª edición.

4 San Pablo, Primera Carta a Timoteo I 2 13 en La Biblia. Nuevo Testamento, pp. 771-772.

5 Teórica feminista cuando el feminismo no existía. Discípula de Montaigne– a quien conoció en 1588–, defendió con valentía los derechos de las mujeres. En 1594 escribió su primera gran obra, El paseo del señor de Montaigne, a la que siguieron las dos obras que comentamos, Igualdad entre los hombres y las mujeres (1622) y Agravio de damas (1626). Escribió novelas, trabajos filosóficos, etc. A la muerte de Montaigne, y por recomendación de su viuda, llevó a cabo la revisión y edición de las obras de su mentor. Fue artífice de una tertulia en la que se reunían pensadores eminentes y donde se hablaba de filosofía, literatura o política. Su actividad intelectual, en la que figuraba la alquimia, le valió numerosas críticas y desprecios.

6 Concepción Arenal en Juicio crítico de las obras de Feijoo, nº 218. Revista de España, p. 187, 28 de marzo de 1877.

7 Marina Mayoral en su estudio a Dulce dueño de Emilia Pardo Bazán, Madrid, Castalia, 1989, p. 23, recoge el pensamiento de Juan Valera en relación al tema de las mujeres y la Academia.

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