Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 1. Ensayistas y Literatas

Marie de Gournay y la misógina república de las letras

Víctor Cases Martínez

Doctor por la Universidad de Murcia

Resumen: A caballo entre los siglos XVI y XVII, Marie de Gournay, una de las más destacadas mujeres de letras de su tiempo, tuvo que soportar numerosas críticas de los varones que pretendían custodiar la entrada al Parnaso literario, entre ellas las contenidas en La comédie des académistes de Saint-Évremond. A la autora de la Égalité des hommes et des femmes no la libraron de los ataques misóginos ni su sólida cultura, ni sus influyentes contactos en las altas esferas de la sociedad y la política francesa, ni la sincera estima que le profesaba Montaigne, quien no podía dejar de asombrarse ante la condición de mujer de alguien tan capaz e inteligente.

El siglo de las Luces no trató mucho mejor a las voces femeninas que pretendían hacerse un hueco entre los hombres de letras, alarmados ante la posibilidad de que la ausencia de la mujer de los medios intelectuales encontrara más excepciones.

Palabras clave: Marie de Gournay; Mujeres de letras; Ataques misóginos; Francia; Época moderna.

1. Introducción

En La naissance de l’écrivain, el sociólogo de la literatura Alain Viala sostiene que es en el siglo XVII cuando el escritor entendido como tipo socioprofesional comienza a andar sus primeros pasos (Viala 2006). Aún estamos lejos de la coyuntura histórica que alumbrará la nueva institución literaria, como la denomina Jacques Dubois (Dubois 1978), quien al igual que Jean-Paul Sartre (Sartre 1948) y Roland Barthes (Barthes 1953), señala que fue hacia mediados del siglo XIX cuando la literatura se constituyó como una actividad autónoma al tomar distancia con respecto a las esferas política y religiosa y hallar su legitimidad en su propia dinámica interna1, en las relaciones objetivas entre los diferentes agentes del campo literario, por emplear los términos de Pierre Bourdieu (Bourdieu 1966; Bourdieu 1971; Bourdieu 1992). Sin embargo, para que la burguesía decimonónica pudiera ser testigo del «desarrollo de una verdadera industria cultural»2 (Bourdieu 1971: 52) fue necesario que el siglo XVII sentara las bases sociales y mentales del nuevo estatuto del escritor.

La literatura comienza entonces a aparecer como una praxis social específica de la mano de lo que Viala denomina las instituciones de la vida literaria, las academias, el mecenazgo estatal, los balbucientes derechos de autor (Viala 2006: 9-10)3. Las primeras, como apunta Daniel Roche, vivirán su época dorada un siglo más tarde, cuando el modelo parisino se extienda a la práctica totalidad del reino (Roche 1978: I, 32)4; aunque no es necesario esperar tanto tiempo para asistir a la fundación de la famosa Académie française, cuyos estatutos fueron registrados por el Parlamento de París el diez de julio de 1637.

2. La comédie des académistes

Aquí comienza nuestro recorrido, que observa la Académie française como telón de fondo de una obra de teatro que nunca llegó a estrenarse, que circuló manuscrita desde que fue compuesta por Saint-Évremond en el invierno entre 1637 y 1638. Titulada La comédie des académistes, la pieza tiene la virtud de poner sobre la mesa algunas de las tensiones que sacuden el convulso panorama de las letras francesas en la primera mitad del siglo XVII, entre otras las que tienen que ver con la situación de la mujer en mitad de este escenario.

La única que figura en la obra, Marie de Gournay, aparece en la segunda escena del tercer acto para comprobar cómo Jacques de Sérizay, Jean de Silhon y ante todo Boisrobert se burlan de ella. El primero es el encargado de anunciar su llegada al final de la escena anterior, donde nos presenta a Mlle de Gournay como «la sibila», un «viejo bicho» del que no puede deshacerse, que ha de soportar como si se tratara de un castigo divino (Saint-Évremond 1969: III, 1, v. 371-374). Sérizay tampoco se muerde la lengua en presencia del nuevo contertulio, y tras la primera intervención de éste, que se alegra de haber encontrado por fin al presidente, le pide a Boisrobert que se agache y recoja el diente que se le ha caído a la «vieja loca», como la calificarán más adelante (Saint-Évremond 1969: III, 2, v. 425).

La comédie des académistes es sin duda una de las críticas más contundentes contra la institución impulsada por el cardenal Richelieu, la cual, al igual que sucederá con la inmensa mayoría de las academias oficiales, procedía de un círculo privado, en este caso el destacado círculo de Valentin Conrart constituido en 1629, un año después de la muerte de François de Malherbe, formado por un grupo de poetas de la misma tendencia de este último entre los que se encontraban, además del propio Conrart, Jean Chapelain y Antoine Godeau (ambos aparecen en la pieza de Saint-Évremond). Todos ellos eran representantes del denominado purismo, un nuevo ideal lingüístico que se oponía al modelo de Pierre de Ronsard y la Pléiade, el furor poético tan del gusto de los círculos literarios de Marie de Gournay y los discípulos de Philippe Desportes, que los seguidores de Malherbe consideraban demasiado arcaico y erudito.

La mentalidad racionalista que imponía la Académie française, la cual cargaba a sus espaldas con la sospechosa tarea de la codificación del gusto literario, chocaba frontalmente contra la sensibilidad artística de Théophile de Viau –el poeta favorito de Saint-Évremond, al que Chapelain plagia de forma descarada al comienzo del segundo acto– o de Marie de Gournay, cuya firme animadversión hacia los puristas o nouveaux doctes –quienes en su opinión limitaban la expresividad del lenguaje– no la libró, como veíamos, de los groseros reproches que le lanzan los personajes de la comedia. Como Saint-Évremond, también ella critica con dureza «la estéril labor de reformar las palabras», el «bobo artificio»5 al que se aplican aquellos poetas que le faltan al respeto (Saint-Évremond 1969: III, 2, v. 386-387). No obstante, la postura que defiende a continuación según el autor de La comédie des académistes no resulta menos censurable que la esgrimida por los vanidosos puristas que lideran la Académie française. En el diálogo queda en evidencia tanto la mala educación de estos últimos como la anticuada apuesta de Mlle de Gournay, que llena de arcaísmos cada una de sus intervenciones, pues, como ella misma sostiene, «todo iba bien en los tiempos de aquellas viejas palabras»6 (Saint-Évremond 1969: III, 2, v. 400).

La secuencia tiene una doble lectura: por un lado, demuestra que para Saint-Évremond reprobar a los nouveaux doctes herederos de las doctrinas de François de Malherbe no implica suscribir la apuesta de sus archienemigos que pretendían regresar al ideal poético de la Pléiade, entre los que se contaba Marie de Gournay; pero además hay que encuadrar la crítica de la amiga de Montaigne en el contexto de la denigración de las femmes savantes, como reza el irónico título de la comedia de Molière (Molière 1672) cuya tercera escena del tercer acto, la disputa entre Vadius y Trissotin, está inspirada en el enfrentamiento de Godeau y Colletet que tiene lugar en el acto inicial de La comédie des académistes (Carile 1969: 157)7, donde los autores comienzan alabando recíprocamente sus obras hasta que el elogio de Godeau a su compañero –«Colletet, amigo mío, usted no lo hace mal»8 (Saint-Évremond 1969: I, 2, v. 123)- se queda demasiado corto, más aún después de que este último lo ensalzara a tal punto que llegaba a preguntarle si dada la altura de sus producciones literarias no debería «besar su sagrado talón»9 (Saint-Évremond 1969: I, 2, v. 84).

La respuesta que da Godeau a la pregunta de su compañero que tanto parece admirarlo nos sirve para retomar el hilo: «Nosotros somos todos iguales, hijos de Apolo»10 (Saint-Évremond 1969: I, 2, v. 85). A juicio de Jean-Marc Civardi, la igualdad de trato entre los miembros de la Académie française, presente en los estatutos de la institución, no gustaba demasiado a Saint-Évremond, para quien la sutil cortesía que exhibían orgullosos los pedantes literatos no era sino la máscara que ocultaba las tensas rivalidades que afloraban a poco que los contertulios relajaban su esforzada sonrisa, como ocurre en el altercado entre Godeau y Colletet o en el de Silhon y Boisrobert a comienzos del tercer acto –justo antes de que entre en escena Marie de Gournay, que aparece poco después de que Silhon reproche a su compañero el hecho de que las únicas alabanzas que recibe provengan de una mujer11 (Saint-Évremond 1969: III, 1, v. 338)–. Civardi señala además que esta artificiosa camaradería que observaban los académicos evocaba en Saint-Évremond la imagen del senado republicano de la antigua Roma, el organismo que se ocupaba de la censura, y cita a este respecto un fragmento de Les sentiments de l’Académie françoise sur la tragi-comédie du Cid (publicado en 1637), que sostiene que «la Censura […] no sería menos útil en la República de las Letras de lo que lo fue antaño en la de Roma»12 (citado por Civardi 2005: 58).

Sin por ello menoscabar la interpretación del maître de conférences de la Université de Versailles –que subraya dos aspectos esenciales de la obra, la cual enfatiza el clima de hostilidad reinante entre los académicos y la actividad censora de la institución–, tal vez deberíamos sumar una nueva hipótesis de lectura y examinar el reverso de la etiqueta que según Godeau borra las diferencias de rango entre los miembros de la organización. Se trata en definitiva de dirigir la mirada hacia los márgenes de la caracterización y preguntarnos quiénes no tienen cabida en la selecta categoría de los «hijos de Apolo». Descendiente de Zeus y Leto y hermano de Artemisa, el dios de la música y la poesía que dará nombre a la magnífica galería del Musée du Louvre –la primera galería real dedicada a Luis XIV–13, celebrado en no pocas ocasiones por Pierre de Ronsard –quien a juzgar por los escritos de sus contemporáneos había recibido lecciones del director del coro de las musas (Laumonier 1909: 296)–14, parecía custodiar la entrada al Parnaso literario y, como es obvio, no prestaba su lira sino a unos pocos elegidos, entre los que no podía contar Mlle de Gournay ni ninguna mujer que destacara por sus inquietudes y habilidades intelectuales.

3. La fille d’alliance de Montaigne

A la ya por entonces septuagenaria Marie Le Jars de Gournay, nacida en la capital del reino en 1565, no parecían servirle de nada ni la sólida cultura que con tanto esfuerzo había adquirido a lo largo de su vida, ni sus influyentes contactos en el mundo letrado y las altas esferas de la sociedad y la política francesa (el mismo Richelieu le proporcionó una modesta pensión real)15, ni su importante producción intelectual, entre la que destaca su decidida apuesta por la Égalité des hommes et des femmes, como reza su título de 1622, cuyo argumento desarrolló asimismo en Grief des dames, que formó parte de la miscelánea L’ombre de la damoiselle de Gournay publicada en 1626 (Gournay 2008).

Tampoco la libraron de las críticas, acaso todo lo contrario, las traducciones que realizó de textos de Salustio, Tácito o Virgilio. Dichos trabajos eran fruto de la gran tenacidad mostrada por Marie desde su adolescencia, gracias a la cual logró aprender latín y griego por sí sola, al más puro estilo Jacotot, esto es, comparando los originales y las traducciones de que disponía16. Pero su laborioso inconformismo con respecto a las costumbres de la época, que moldeaban la educación de las jóvenes de su extracto social según el código femenino de la nobleza, no podía dejar de granjearle numerosas enemistades.

Y ello pese a contar con el aprecio de Michel de Montaigne, por quien sentía una profunda admiración desde que descubrió a los dieciocho años la primera edición de los Essais. A partir de entonces, Marie no deseaba nada con más entusiasmo que encontrarse un buen día con su venerado escritor, lo que ocurrió cinco años más tarde, en la primavera de 1588, durante un viaje a París que hizo acompañada por su madre. Montaigne no defraudó sus expectativas, pero éste no quedó menos impresionado por Marie, y en los meses que siguieron a su primera entrevista realizó varias estancias cortas en el castillo de Gournay-sur-Aronde (que el padre de Marie, Guillaume Le Jars, compró antes de morir en 1578, donde estaba instalada la familia desde 1586). El reputado escritor, que cuando conoció a su fiel admiradora contaba cincuenta y cinco años, pudo allí degustar el placer de la conversación mientras paseaba por los jardines que rodeaban el castillo de la mano de la joven y prometedora Marie –que en uno de aquellos encuentros, tras una lectura común de Plutarco, contó a su compañero la historia que años más tarde publicó bajo el título Le Proumenoir de Monsieur de Montaigne (Gournay, 1594)-, a quien bautizó en el capítulo XVII del libro II de los Essais («De la présomption») como su «hija adoptiva» (fille d’alliance):

He experimentado placer al publicar en diversos lugares la esperanza que me inspira Marie de Gournay Le Jars mi hija adoptiva: amada por mí mucho más que paternalmente, y envuelta en mi retiro y soledad como una las mejores partes de mi propio ser. No me importa nada más que ella en el mundo. Si la adolescencia puede constituir un presagio, esta alma será algún día capaz de las más bellas cosas, entre otras de la perfección de esta santísima amistad, a la que no nos consta que su sexo haya podido nunca elevarse. La sinceridad y la solidez de sus costumbres son ya estremecedoras, su afecto hacia mí más que desbordante, tal que sólo podemos desear que la aprehensión que le causa mi final, ya que me ha encontrado a los cincuenta y cinco años, no la atormente demasiado. El juicio que realizó de los primeros Ensayos, siendo mujer, y en este siglo, y tan joven, y tan aislada en su región, y la asombrosa vehemencia con la que me amó y deseó tanto tiempo encontrarme, en virtud de la estima en que me tenía, antes de haberme visto, es algo de muy digna consideración17 (Montaigne 1990: II, 439).

Como vemos, incluso en el feliz asombro de Montaigne juega un papel importante la condición de mujer de su interlocutora, quien parece desafiar las leyes o la pétrea costumbre según la cual la femineidad es incapaz de sostener una relación amistosa de gran envergadura o emitir un mesurado juicio estético. Ni aun la honda pasión de Montaigne es capaz de zafarse de los férreos prejuicios que pesan sobre la mujer, lo cual no resulta demasiado extraño si recordamos, por ejemplo, lo que afirmaba el escritor francés en el capítulo IX del libro tercero de los Essais («De la vanité»): «La más útil y honorable ciencia y ocupación para una madre de familia es la ciencia del hogar […] Es ridículo e injusto que la ociosidad de nuestras mujeres se alimente con nuestro sudor y trabajo»18 (Montaigne 1990: III, 131).

No es difícil por tanto imaginar las numerosas resistencias que hubo de vencer Marie de Gournay para hacerse un sitio en el mundo literario. Tras la muerte de su «padre adoptivo» en septiembre de 1592 –que Marie conoció meses más tarde a través de una carta de Juste Lipse, el célebre restaurador del estoicismo nacido en el Ducado de Brabante-, Françoise de Montaigne, la viuda del afamado escritor, le hizo llegar una copia anotada de los Essais de 1588 y le pidió que se encargara de su publicación. Mlle de Gournay no dejó pasar la oportunidad, y en 1595 veía la luz la nueva edición de los Essais con un largo prefacio firmado por la fille d’alliance del autor, donde la apología de Montaigne corre paralela a la crítica del pueblo, que según Marie de Gournay «es una multitud de ciegos» cuya aprobación es mejor evitar, pues «es una especie de injuria ser alabado por aquéllos a quienes no querría parecerse»19 (Gournay, Préface à Montaigne 1990: p. I). Como la práctica totalidad de los hombres de letras, la amiga de Montaigne sentía un profundo desprecio hacia las clases más humildes.

4. Anti-Gournay

Es el comienzo de la carrera literaria de Marie de Gournay, que se traslada a París y empieza a frecuentar los círculos intelectuales de la época. Pese a disponer, como advertíamos antes, de una amplia red de protectores, entre los que se contaba el propio Richelieu, cuya pensión permitió a Mlle de Gournay editar sus propias obras, ésta no dejó de ser objeto de las burlas de sus contemporáneos. Para empezar, las groseras referencias a su persona contenidas en Le Remerciment des Beurrières de Paris au Sieur de Courbouzon Montgommery20, llamado también Anti-Gournay, un texto anónimo de 1610 que se presenta como una respuesta a Louis de Montgommery, sieur de Courbouzon (nieto del célebre Gabriel de Montgommery, que mató accidentalmente a Enrique II en una justa de 1559), quien acababa de publicar Le fléau d’Aristogiton, ou Contre le calomniateur des Pères Jésuites, sous le titre d’Anticoton.

Como ocurrirá un siglo y medio más tarde tras el fallido atentado de Damiens, el asesinato de Enrique IV perpetrado por François Ravaillac levantó no pocas sospechas en torno a la Compañía de Jesús. Pierre Coton, el predicador del rey que desde 1608 era asimismo confesor y consejero del monarca, que le confió la educación del delfín, publicó tras el regicidio una Lettre déclaratoire de la doctrine des Pères jésuites, que pretendía exculpar a éstos de toda responsabilidad en la muerte del soberano. El texto obtuvo una contundente e inmediata respuesta, Anti-Coton ou Réfutation de la Lettre déclaratoire du P. Coton. Livre où est prouvé que les jésuites sont coupables & auteurs du parricide exécrable commis en la personne du roy très-chrétien Henri IV d’heureuse mémoire. Es este panfleto de más de setenta páginas (que se reeditará en 1733, poco antes de que el frustrado asesinato de Luis XV reavive el imaginario que liga el regicidio y la doctrina jesuítica, alentado sin duda por la teoría del legítimo tiranicidio de Juan de Mariana), atribuido a César de Plaix, abogado de Orleans21, el que Courbouzon intenta rebatir en Le fléau d’Aristogiton, contestado a su vez por Le Remerciement des Beurrières de Paris22, que además de criticar con ironía al defensor de Pierre Coton arremete en varias ocasiones contra Marie de Gournay, quien también intentó refutar las acusaciones vertidas contra los jesuitas a raíz del crimen cometido por Ravaillac en su Adieu de l’ame du Roy de France et de Navarre Henri Le Grand à la Royne, avec la defence des Peres Jesuistes, que obtuvo el privilegio para ser publicado el 21 de agosto de 1610. Le Remerciment no entra a analizar el texto de Gournay, acaso porque en opinión del autor del panfleto no merece mayor consideración una «virgen de cincuenta y cinco años» que aparece como uno de los ineptos que siguen los pasos de Courbouzon y pretenden robarle su clientela23 ([Anonyme] 1610: 8).

Además de la ya mencionada Comédie des académistes, otros textos que lanzaban idénticos ataques a la recién inaugurada Académie française criticaban con dureza a la fiel amiga de Montaigne, así el Roole des présentations faites aux grands jours de l’Académie françoise, sur la réformation de nostre langue de Charles Sorel o la Requête présentée par les dictionnaires à Messieurs de l’Académie pour la réformation de la langue françoise de Gilles Ménage24. No conviene olvidar tampoco La furieuse monomachie de Gaillard et Braquemart: publicada en 1634 en el volumen de las Oeuvres meslées du Sieur Gaillard, le philosophe plaisant, la comedia articulada en cinco actos –cuya influencia sobre la obra de Saint-Évremond es decisiva según Henry Carrington Lancaster (Lancaster 1932: part II, vol. 1, 296)25– gira en torno a la disputa que sostienen los dos poetas protagonistas, Gaillard y Braquemart, que no paran de enviarse versos el uno al otro, pues cada uno de ellos está plenamente convencido de que sus composiciones son mejores que las de su rival literario. Cansados del eterno debate, los contendientes deciden acudir al arbitraje de Louis de Neufgermain, el extravagante poeta heteróclito de Gastón de Orleans26, y de Marie de Gournay, quien al igual que en La Comédie des académistes aparece como un viejo reducto del siglo pasado, investida de un lenguaje tan arcaico como ridículo (Gaillard 1634).

Las mofas hacia Mlle de Gournay no cesaron tras su muerte en 1645. Casi veinte años más tarde, el personaje de Géminie de Le cercle des femmes sçavantes de Jean de la Forge está inspirado en la editora de los Essais de Montaigne, según confiesa el autor en la «Clef de noms de sçavantes» que incorpora tras el diálogo (De la Forge 1663: 17).

5. ¿Un siglo XVIII menos misógino?

Lejos de desvanecerse en la supuesta claridad del Siglo de las Luces, el motivo que da título a la comedia de Molière, estrenada en el teatro del Palais-Royal el once de marzo de 1672, resistirá con firmeza cuando la ausencia de la mujer de los medios intelectuales encuentre más excepciones. Puede que, como afirma Élisabeth Badinter, el orbe literario de la segunda mitad del siglo XVIII sea menos misógino que antes (Badinter 2002: 233), pero como cabría esperar no nos sobran motivos para ser demasiado optimistas, a pesar de la maravillosa escena que en 1762 dibujaba el Second Supplément à la France littéraire de l’année 1758, pour les années 1760 & 1761:

Francia nunca ha proporcionado un número mayor de ciudadanos a la República de las Letras que en el presente siglo. Entre los cerca de mil ochocientos autores que nos ofrece La France littéraire, los hay de todos los sexos, de todos los estados, de todas las condiciones, desde el monarca hasta el artesano, para enseñarnos que la ciencia no degrada las altas dignidades, ni desdeña a aquéllos que están situados en los rangos más inferiores27 (Second Supplément à la France littéraire de l’année 1758, pour les années 1760 & 1761 citado por Darnton 1987: 265).

Al hilo de este fragmento, cabe plantear al menos dos preguntas: cuál es la noción de autor estamos manejando y si en efecto el siglo XVIII logró que la República de las Letras acogiera en su seno a ciudadanas y ciudadanos de todos los estratos de la sociedad. Antes de responder, conviene aclarar que la fuente de la que nos servimos es un inventario –que pretende ser exhaustivo– de los autores que residen en Francia, cuyas tres ediciones de referencia vieron la luz en 1757, 1769 y 1784. Ahora podemos formular la primera cuestión: ¿qué es lo que La France littéraire entiende por autor? Se trata de las personas vivas que han publicado al menos un libro. Aunque los editores no explican su concepto de libro, podemos comprender al hilo de los inventarios que la noción de autor así definida por un lado descarta a aquellos individuos cuya obra se limita a un breve ensayo en un periódico o revista y a quienes no se prodigan más allá de la recitación de poemas en las reuniones mondaines; pero incluye por otra parte no sólo las plumas que producen ejemplares más o menos voluminosos, sino también los nombres propios que figuran junto con trabajos que pueden ser considerados panfletos (Darnton 1987: 263, 265).

A partir de aquí abrimos la segunda interrogación: ¿en qué medida el mundillo intelectual de la Francia de mediados del siglo XVIII abarca a toda clase de individuos, en particular a las mujeres? Podemos intentar responder a la cuestión a partir de las estadísticas de la fuente que realiza un diagnóstico tan triunfalista en 1762.

Si atendemos al modo como quedan representados los distintos órdenes sociales en los repertorios de La France littéraire, observamos en primer lugar el gran peso de las clases privilegiadas en la República de las Letras: entre los dos primeros estados suman el 34% de los autores inventariados en 1784, una cifra desproporcionada si tenemos en cuenta que la nobleza y el clero suponen menos de un 5% de la población francesa.

De las estadísticas correspondientes a la categoría socioprofesional de los autores cabe subrayar algunos datos: la notable presencia de la alta burguesía (en particular de los doctores y cirujanos), que contrasta con la escasa proporción de escritores pertenecientes a la burguesía comercial e industrial; y el destacado lugar que ocupan los denominados oficios intelectuales, los periodistas, actores, músicos y ante todo los profesores, cuyo porcentaje es al menos similar al del resto de ocupaciones englobadas en este ámbito.

Los colectivos más desfavorecidos apenas tienen cabida en las listas de autores de La France littéraire. Los trabajadores más humildes, los tenderos, artesanos o sirvientes apenas llegan al 1%, dentro del cual no hay ningún campesino ni agricultor –como recuerda Darnton, la autobiografía del vidriero parisino Jacques-Louis Ménétra editada por Daniel Roche (Ménétra 1988) nos enseña que los obreros a menudo no sólo leían, sino que también escribían, pero rara vez publicaban–. Por lo que respecta a las mujeres autoras, éstas alcanzan como máximo el 3% en las ediciones de 1769 y 1784.

Las estadísticas de La France littéraire arrojan una imagen distinta de la dibujada por el suplemento que apareció en 1762. No parece que haya motivos para ser tan optimistas a tenor de unos datos que podemos contrastar con los derivados de otra fuente analizada asimismo por Robert Darnton, los más de quinientos informes sobre autores que el inspector del comercio de libros Joseph d’Hémery elaboró entre 1748 y 1753 (Darnton 2000). Como afirma Darnton, este archivo «constituye un censo virtual de la población literaria de París, desde los más famosos philosophes hasta los más oscuros escritorcillos» (Darnton 2000: 148). Frente a La France littéraire, cuyos procedimientos favorecieron a los escritores provincianos, el inspector d’Hémery centró sus esfuerzos ante todo en la capital del reino, que le proporcionaba pistas muy diversas para sus expedientes, desde la prensa periódica hasta las conversaciones de café registradas por los espías o los interrogatorios de la Bastilla (por la que pasó en torno al 10% de los autores señalados por d’Hémery).

Se trata de fuentes muy distintas que arrojan resultados ligeramente diferentes en lo que respecta a la repartición social u ocupacional de los autores, pero que en ambos casos registran una participación bastante pobre de la mujer entre quienes estampaban su firma en un libro: los expedientes de d’Hémery contabilizan tan sólo 16 nombres femeninos de un total de 434 autores, lo que supone un 3,7%.

Los datos no son motivo de entusiasmo, aunque tal vez tampoco sería acertado desacreditar por completo a los responsables de La France littéraire que proclamaban orgullosos que la República de las Letras había dejado de ser el territorio exclusivo de una minoría pudiente o acomodada. Tanto estos listados como los informes del inspector d’Hémery dejan entrever ciertas posibilidades de promoción social para aquellos jóvenes empeñados en demostrar sus habilidades en el manejo de la pluma; pero como vemos da la sensación de que la situación de las mujeres de letras invita menos al optimismo.

Aunque muy matizables, acaso podemos interpretar las ilusionantes palabras del Second Supplément à la France littéraire como un síntoma de que entre las gentes de letras las voces femeninas son cada vez menos silenciadas. La hipótesis se refuerza si tenemos en cuenta que la mayor presencia de la mujer en el mundillo intelectual no sólo es celebrada, sino que a menudo aparece como motivo de preocupación, la que inquieta por ejemplo al doctor Tissot, cuyo libro De la santé des gens de lettres alerta contra los efectos nocivos de las inquietudes literarias femeninas:

Tantos autores provocan la eclosión de una multitud de lectores, y una lectura continuada produce todas las enfermedades nerviosas; puede ser que de todas las causas que han dañado la salud de las mujeres la principal haya sido la multiplicación infinita de las novelas desde hace cien años. Desde el babero hasta la vejez más avanzada, las mujeres las leen con tal ardor que temen distraerse un momento, no hacen ningún movimiento, y a menudo permanecen despiertas hasta muy tarde para satisfacer esta pasión; lo cual arruina absolutamente su salud; sin hablar de las que son ellas mismas autoras, y el número de éstas aumenta cada día. Una niña que a los diez años lee en lugar de correr será a los veinte una mujer con vapores y no una buena nodriza28 (Tissot 1991: 166).

Si bien no parece que los últimos decenios del Antiguo Régimen sean testigo de un incremento tan considerable de autoras como pretende Tissot, el desasosiego del médico francés es sin duda significativo. Al menos la pujanza de la lectura femenina se presenta como una evidencia casi incuestionable: «Todo el mundo lee en París –comentaba un habitante de la capital del reino a mediados del siglo XVIII– […] Todo el mundo –pero sobre todo las mujeres- lleva un libro en el bolso» (citado por Wittmann 1997: 438). Títulos como Il newtonianismo per le dame, de Francesco Algarotti –quien aprendió mucho sobre el científico inglés gracias a las lecciones de Mme de Châtelet–, demuestran que algunos libros adoptaban estrategias editoriales dirigidas a las mujeres.

El autor de una de las novelas que más extasiaron ante todo al público femenino, Julie ou la Nouvelle Héloïse29 comparte la preocupación de Tissot y sostiene en su tratado de la educación que la instrucción femenina ha de girar en torno al patriarcado establecido por naturaleza en la esfera doméstica, que es la que marca el ritmo y los contenidos de la enseñanza dispensada a las jóvenes:

Si no quiero que se apresure a un muchacho para que aprenda a leer, con mayor razón no quiero que se fuerce a las niñas antes de hacerles comprender para qué sirve la lectura [...] Después de todo, ¿dónde está la necesidad de que una hija sepa leer y escribir tan pronto? ¿Tiene ya un hogar que gobernar? Son muy pocas las que, más que usarla, no abusan de esta fatal ciencia30 (Rousseau 1762: IV, 43-44).

La protagonista de La Nouvelle Héloïse asume con tranquilidad que «la razón es más débil y se apaga antes en la mujer» y no deja de inquietarse ante la posibilidad de merecer las duras críticas que recibían las muchachas que intentaban satisfacer su pasión por el conocimiento: «Temo hacerme demasiado sabia», confiesa Julie a Claire (Rousseau 2007: 54).

Al propio Rousseau parecen asustarle, tanto o más que a la protagonista de su novela, las jóvenes demasiado leídas: «Preferiría cien veces una chica simple y groseramente educada antes que una chica sabia y cultivada, que vendría a establecer en mi casa un tribunal de literatura donde ella se nombraría la presidenta»31 (Rousseau 1762: IV, 194). La cita reproduce un nuevo fragmento de Émile, ou de l’éducation, publicado un año después de Julie ou La Nouvelle Héloïse. Por desgracia, no podemos tomar a la ligera la repercusión de las opiniones vertidas en un exitoso libro firmado por toda una celebridad de la época32. Por fortuna, sabemos que muchas coetáneas no pensaban igual que Rousseau, como lo demuestran todas aquéllas que tomaron el testigo de Marie de Gournay (Mme de Châtelet, por ejemplo), quien no temía los continuos reproches dirigidos a las mujeres que cultivaban el intelecto, o las prácticas cotidianas de numerosas amantes de la lectura.

Bibliografía

[Anonyme] (1610) : Le Remerciment des Beurrières de Paris, au Sieur de Courbouzon Montgommery. Niort.

Badinter, Élisabeth (2002) : Les passions intellectuelles, vol. II. Exigence de dignité (1751-1762). Paris: Fayard.

Barthes, Roland (1953) : Le degré zéro de l’écriture. Paris : Éditions du Seuil.

Bénichou, Paul (1973) : Le sacré de l’écrivain, Paris : Corti.

Bourdieu, Pierre (1966) : « Champ intellectuel et projet créateur ». Les temps modernes. Vol. 246 : 866-875.

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1 Según Paul Bénichou, no es necesario esperar hasta 1850, sino que veinte años antes el escritor ya es un personaje social consagrado (Bénichou 1973).

2 « Le développement d’une véritable industrie culturelle ».

3 Alain Viala distingue entre las instituciones de la vida literaria, los contextos sociales de la praxis del escritor, y las instituciones literarias, las codificaciones de formas y géneros. Ambos tipos de figuras se formaron según él en la época clásica.

4 En 1760, casi todas las provincias francesas contaban con una academia.

5 « Et l’on remarque en vous un niais artifice, / Un stérile labeur à réformer les mots ».

6 « Monseigneur, tout alloit bien du temps de ces vieux mots ».

7 Como señala Paolo Carile, el papel otorgado a Guillaume Colletet no es muy apropiado, pues según sus contemporáneos se trataba de una persona modesta y generosa, lo cual contrasta con la imagen de poeta vanidoso y carcomido por la envidia que ofrece de él la disputa con Godeau. Además, nunca frecuentó los círculos de Malherbe y su talante festero –era asiduo de los cabarets- y fama de buen bebedor lo aproximan más bien al grupo de Saint-Amant (Carile 1969: 74-75).

8 « Colletet, mon amy, vous ne faites pas mal ».

9 « Ne dois-je pas baiser votre sacré talon ? ».

10 « Nous sommes tous esgaux, estant fils d’Apollon ».

11 « Vous ne fustes jamais loué que d’une femme ».

12 « La Censure […] ne seroit pas moins utile dans la République des Lettres, qu’elle le fut autresfois dans celle de Rome ».

13 La Galería de Apolo comenzó a construirse en 1661, tras un incendio en la Pequeña Galería. Louis Le Vaux se ocupó de los trabajos arquitectónicos, realizados entre 1661 y 1663, mientras que la decoración le fue encargada por Colbert a Charles Le Brun. Los estucos fueron obra del escultor Girardin. La galería, que inspiró la de los Espejos del Castillo de Versalles, ha sido objeto de restauración en dos ocasiones: la primera, desarrollada entre 1848 y 1851, fue confiada al arquitecto Félix Duban, que contó entre otros con los pintores Eugène Delacroix y Joseph Guichard; la última rehabilitación de la galería la llevó a cabo el servicio de monumentos históricos entre 1999 y 2004.

14 La reina de Escocia María Estuardo, gran admiradora del poeta de la Pléiade, regaló a éste en 1583 un aparador de 2.000 escudos, acompañado por un jarrón en forma de roca que representaba el Parnaso dominado por Pegaso con la inscripción: «A Ronsard, el Apolo de la fuente de las Musas» [« à Ronsard, l’Apollon de la source des Muses »]. Véase también el artículo de Simone Perrier (Perrier 1989).

15 Como señalaba Mario Schiff, a través de las dedicatorias de Mlle de Gournay nos hacemos una idea de la envergadura de los protectores oficiales y oficiosos de ésta, que además de contar con el primer ministro de Luis XIII tuvo como benefactores a María de Medici, el mariscal de Bassompierre o Ana de Austria (Schiff 1978: 33).

16 En El maestro ignorante, Jacques Rancière reflexiona sobre la peculiar experiencia docente de Joseph Jacotot. Lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, en 1818 Jacotot debía enseñar francés a unos estudiantes que ignoraban dicha lengua del mismo modo que éste desconocía por completo el holandés, el idioma de sus alumnos. El profesor se sirvió de una edición bilingüe de Telémaco de Fénelon recientemente publicada en Bruselas y a través de una intérprete les pidió a sus discípulos que aprendiesen el texto francés ayudándose de la traducción. Tras la lectura del libro, les propuso que escribiesen en francés lo que pensaban acerca de la obra, y su sorpresa fue mayúscula al comprobar que los resultados estaban a la altura de lo que se podría esperar de muchos franceses.

Si lo que instruye al alumno no es el saber del maestro, pensó Jacotot, entonces nada impide a éste enseñar lo que ignora. Así, Jacotot enseñó con éxito materias que desconocía. Se trataba en definitiva de sustituir al tradicional maestro explicador, o atontador, por el maestro ignorante, o emancipador (Rancière 2003).

17 « I’ay pris plaisir à publier en plusieurs lieux lieux, l’esperance que j’ay de Marie de Gournay le Jars ma fille d’alliance : et certes aymée de moy plus que paternellement, et enueloppée en ma retraite et solitude, comme l’vne des meilleures parties de mon propre estre. Ie ne regarde plus qu’elle au monde. Si l’adolescence peut donner presage, cette ame sera quelque jour capable des plus belles choses, et entre autres de la perfection de cette tres sainte amitié, où nous ne lisons point que son sexe ait peu monter encores : la sincerité et la solidité de ses mœurs, y sont desia battantes, son affection vers moy plus que sur abondante : et telle en somme qu’il n’y a rien à souhaiter sinon que l’apprehension qu’elle a de ma fin, par les cinquante et cinq ans ausquels m’a rencontré, la trauaillast moins cruellement. Le jugement qu’elle fit des premiers Essays, et femme, et en ce siecle, et si ieune, et si seule en son quartier, et la vehemence fameuse dont elle m’ayma et me desira long temps sur la seule estime qu’elle en print de moy, auant m’auoir veu, c’est un accident de tres digne consideration ».

18 « La plus utile & honnorable science & occupation à une mere de famille, c’est la science du mesnage […] Il est ridicule & inutile, que l’oysiveté de nos femmes, soit entretenuë de nostre sueur & travail ».

19 « Le peuple est une foule d’aveugles […] C’est une espece d’injure, d’estre loué de ceux que vous ne voudriez pas ressembler ».

20 El libelo posee un título alternativo: Lettres de creance de la communauté des beurrieres de la Ville, Cité, & Université de Paris, au Sieur de Courbouzon Montgommery.

21 Aunque el texto ha sido atribuido en ocasiones a Jean du Bois, Pierre du Coignet y Pierre du Moulin, la hipótesis más aceptada apunta como decíamos a César de Plaix.

22 Constant Venesoen afirma que no le resultaría extraño que el Anti-Coton y Le Remerciement des Beurrières de Paris fueran obra del mismo autor, sea o no César de Plaix, dado que entre los dos panfletos, que combinan de forma atrevida la zafiedad libertina y algunas puntadas eruditas, hay no pocas similitudes (Gournay 1998: 84).

23 « Il est bien vray que depuis n’agueres, ils se sont presentez quelques mal habiles gens qui ont voulu entreprendre sous vos marches, & vous desrober votre chalandize, comme un certain Peletier, & la Damoiselle de Gournay, pucelle de cinquante cinq ans, qui s’y sont meslez de publier ses defenses pour les Iesuites ». El panfleto añade diez años a Marie de Gournay, que en 1610 tenía 45 y no 55 años, a quien nombra en dos ocasiones más, o tres si consideramos que se refiere a ella cuando habla de «Demoiselle Carabine» (Le Remerciment… 1610: 12), tal vez en alusión a su carácter combativo.

24 Escrita tras la querella del Cid, la obra de Ménage se publicó de forma anónima en 1649 bajo el título Le Parnasse alarmé.

25 Jean-Marc Civardi (Civardi 2005: 63) matiza la aseveración de Lancaster y encuadra la pieza de Saint-Évremond dentro de un grupo de comedias que proliferan aquellos años, tales como La Comédie des comédies de Du Peschier (1629), La Comédie des comédiens de Gougenot (1633), La Comédie des proverbes (anónima, de 1633), La Comédie des comédiens de Scudéry (1635), La Comédie des Tuilleries de François Le Metel de Boisrobert, Pierre Corneille, Jean de Rotrou, Guillaume Colletet y Claude de L’Estoile (representada en 1635 y publicada por Jean Baudoin en 1638) o La Comédie des chansons atribuida a Charles de Beys (1640).

26 El hermano menor de Luis XIII bautizó de este modo a un poeta bastante peculiar, que componía sus rimas a partir de los nombres de los destinatarios de sus versos.

27 « La France n’a jamais fourni un plus grand nombre de citoyens à la République des lettres que dans le siècle présent. Parmi près de dix-huit cents auteurs que nous offre La France littéraire, il y en a de tout sexe, de tous les états, de toutes conditions, depuis le monarque jusqu’à l’artisan, pour nous apprendre que la science ne dégrade point les hautes dignités, ni ne dédaigne ceux qui sont placés dans les rangs les plus inférieurs ».

28 « Tant d’auteurs font éclore une foule de lecteurs, et une lecture continuée produit toutes les maladies nerveuses ; peut-être que de toutes les causes qui ont nui à la santé des femmes la principale a été la multiplication infinie des romans depuis cent ans. Dès la bavette jusqu’à la vieillesse la plus avancée, elles les lisent avec une si grande ardeur qu’elles craignent de se distraire un moment, ne prennent aucun mouvement, et souvent veillent très tard pour satisfaire cette passion ; ce qui ruine absolument leur santé ; sans parler de celles qui sont elles-mêmes auteurs, et ce nombre s’accroît tous les jours. Une fille qui à dix ans lit au lieu de courir, doit être à vingt une femme à vapeur, et non point une bonne nourrice ».

29 Se trata probablemente del mayor best-seller del Antiguo Régimen: publicada en 1761, la novela conoció al menos setenta ediciones antes de fin de siglo.

30 « Si je ne veux pas qu’on presse un garçon d’apprendre à lire, à plus forte raison je ne veux pas qu’on y force de jeunes filles avant de leur faire bien sentir à quoi sert la lecture [...] Après tout, où est la nécessité qu’une fille sache lire et écrire de si bonne heure ? Aura-t-elle si tôt un ménage à gouverner ? Il y en a bien peu qui ne fassent plus d’abus que d’usage de cette fatale science ».

31 « J’aimerais encore cent fois mieux une fille simple et grossièrement élevée, qu’une fille savante et bel esprit, qui viendrait établir dans ma maison un tribunal de littérature dont elle se ferait la présidente ».

32 El escritor ginebrino es una de las «figuras públicas» que Antoine Lilti analiza en su último libro, sobre el nacimiento de la celebridad (Lilti 2014: 153-219).