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BLOQUE 1. Ensayistas y Literatas

Alejandra Pizarnik, crítica y traductora. Sus textos en Sur

Vicente Cervera Salinas

Universidad de Murcia

Resumen: En los años sesenta Alejandra Pizarnik colaboró activamente en la revista Sur. En sus páginas se publicaron poemas de la mítica poetisa argentina, pero también otras colaboraciones no menos interesantes. En este trabajo nos ocupamos de revisar sus reseñas, sus textos críticos, sus traducciones y otros textos dispersos. Con todo ello damos a conocer una faceta menos divulgada de la literatura pizarnikiana, pero muy valiosa sin duda para descubrir los intereses fundamentales de la autora en la construcción de su poética.

Palabras clave: Alejandra Pizarnik; revista Sur; crítica poética; traducción; reseñas; literatura francesa.

1. Introducción

Este trabajo emana de una investigación más amplia sobre la presencia de la escritora Alejandra Pizarnik en la revista Sur, para lo cual me serviré de una cita introductoria tomada de una publicación previa. En aquella ocasión me centré en el estudio de la obra poética de la autora publicada en la revista, así como en las reseñas que sobre la misma aparecieron en las páginas de Sur.

Sirva esta extensa cita como introducción a este nuevo enfoque, donde pretendo rastrear no ya los textos líricos de y sobre Alejandra, sino su labor como prosista y traductora, complementaria sin duda a la anterior:

Así, el periodo en que hallamos la presencia de Alejandra Pizarnik en Sur comprende la década de los años sesenta, comenzando en 1962 y concluyendo en 1971, si bien en el año 1973 la revista volverá a incluir su nombre entre la nómina de colaboradores al reproducir algunos de sus poemas y traducciones en la Primera Antología poética, publicada en aquel año. Alejandra está todavía viviendo en Paris cuando comienza su colaboración, en una época en que José Bianco dejaba el cargo de jefe de redacción, siendo sustituido en esa misma década por Enrique Pezzoni, que potenciará la divulgación de la poesía de Alejandra en las páginas de la revista. Es una nueva etapa de Sur, y los jóvenes escritores argentinos comienzan a asomarse a sus páginas, aportando cierta renovación necesaria en un momento crucial y crítico para la divulgación de la revista, amenazada de cierta decadencia desde su posicionamiento reacio al triunfo de la revolución cubana en 1959. Como bien señala John King, Pizarnik será la más compleja y consumada de las jóvenes voces poéticas publicadas por la revista, que también incluiría en su nómina de autores de su misma generación a Antonio Porchia, Jorge Paita, Carlos Viola Soto o Juan José Hernández (King 1986: 194-195).

Durante estos años, la presencia de nuestra autora en Sur fue notable y, sobre todo, de muy variada condición, no sólo como creadora, sino también como traductora, reseñadora, divulgadora de la poesía contemporánea y ensayista. Su impronta personal en la revista revela por un lado su compromiso con la poesía y la literatura contemporáneas, y por otro testimonia su posición como autora todavía orillada en el campo cultural del momento, demostrando que la recepción de su obra y de su pensamiento poético iba hallando un importante eco en el panorama literario de los años sesenta en Argentina. Para ello, su estancia en París fue decisiva, no sólo por haber conocido a grandes defensores de su obra lírica, como Octavio Paz, Julio Cortázar o Aurora Bernárdez, sino por haberla ayudado de manera decisiva a profundizar en la poética surrealista, trascendiendo ya los marbetes del movimiento histórico, como lo harán sus mencionados mentores, sumergiéndose en la cosmovisión despiadada y radical de autores como Antonin Artaud, y avanzando en la consideración del surrealismo como “poética de la existencia”, en la línea del mismo Cortázar. También fue en París donde pudo descubrir e imbuirse en la obra de autores como Yves Bonnefoy o André Pieyre de Mandiargues, a quienes dedicará admirables trabajos en diversos números de Sur (Cervera, e.p.).

2. Pizarnik y Girri

Sabemos que en 1962 Alejandra estampa su primera firma como poetisa en Sur, con una serie de poemas que titula “Zona prohibida” y que serán el germen de su poemario Árbol de Diana, que publicará meses después con un encendido y elogioso prólogo de Octavio Paz. En ese mismo número, el 275, aparecerán también textos poéticos de firmas consagradas en el ámbito argentino, como Jorge Luis Borges con su soneto “Texas” o Alberto Girri, del cual se imprimieron sus “Elegías italianas” (Cervera, e.p.)

Precisamente será Alejandra la encargada de reseñar un poemario de Girri, El ojo, en el número 291 de Sur, correspondiente ya a finales del año 1964 (b, 84-87). Para ello, despliega Alejandra un amplísimo bagaje de conocimientos de historia y teoría poéticas, que nos permiten conocer de primera mano su función como lectora y crítica, paralela sin duda a la creativa. Así, utiliza paratextos de T. S. Eliot y André Breton, dos de sus poetas favoritos para introducir la reseña, y plantea la esencia del libro como un poemario “perfectamente desesperado y hermoso” (84), planteando una nostalgia hacia la unidad perdida y el deseo de abolición del tiempo en el texto de Girri, que enlazaría con lo más exigente de la poesía contemporánea en su búsqueda perpetua por trascender el viejo sistema de dualidades de Occidente, muy en la línea de lo que precisamente practicaban por entonces la poesía y la obra crítica de Octavio Paz.

Es muy hermosa la cita de Pizarnik sobre el fenómeno de la oscuridad poética y de cómo en la necesidad de repetición de versos en apariencia abstrusos o incomprensible se genera un acceso a la visión diáfana, como quería ese otro “gran oscuro”, tal como define admirativamente Alejandra al poeta irlandés Gerald Manley Hopkins. No pasa por alto Pizarnik en su crítica a Girri algo que es muy importante en la propia obra que ella está gestando durante esos años. Me refiero al referente plástico, la insinuación pictórica, a modo de écfrasis, al ponderar el enjundioso diálogo de “El ojo” con los cuadros de Brueghel, el Viejo. Concluye con un elogio de esa particular vibración sonora y anímica que es clave de la verdadera comunión poética, y acuña, a partir de una cita de Gabriel Marcel, el concepto de “relación nupcial”, no solamente entre la palabra y la idea, sino entre el poema y el lector. Como cabría deducir, la reseña de Alejandra Pizarnik no tiene menor densidad ni belleza que el propio poemario reseñado. Escuchémosla:

Existe en Girri un “amer savoir” que lo lleva al repudio de todo sentimentalismo. La tensión del lenguaje de su poesía no es sino la manifestación de una incesante tensión del espíritu. Frente a sus poemas dotados del más extremado rigor estructural pueden surgir estas preguntas: ¿Detrás de tanto orden, de tanta unidad poética, no se oculta, acaso, una puja de contrarios violentamente mitigada pero que, en algún momento podría desviar el curso seguro e igual de los poemas? ¿Sobre qué doble fondo se sustentan sus frases? Creo que la respuesta es: no hay un detrás en estos poemas, ni tampoco un doble fondo. Y si a veces existe una puja de contrarios, existe como noción –como verdad-, que Girri hace evidente en la unidad de las imágenes en las que las palabras e ideas jamás se oponen. Aquí, lo que el poema quiere decir lo dice el poema. (Pizarnik 1964b: 87).

¡Qué gran lección para la crítica poética del momento! Una lección de precisión y claridad hemenéutica muy acorde con los planteamientos formalistas y deconstructivas que irían apareciendo en fechas similares, merced a los postulados de Foucault, Derrida o Paul de Man, dando al traste con la visión de la poesía como expresión formal de contenidos emocionales externos a la existencia misma del poema: el poema no es sino lo que en sí mismo expresa. Algo totalmente válido para la crítica de su obra lírica contemporánea.

3. Sobre Antonin Artaud

Dentro de este apartado de las títulos creativos de Alejandra aparecidos en la revista, es imprescindible rescatar su notable ensayo sobre Antonin Artaud, “El verbo encarnado”, que Sur publica en el número 294, en el otoño porteño de 1965. El texto (35-39) precede a una importante serie de poemas de Artaud que traduce la misma Alejandra para tal ocasión, y que la revista publica en versión bilingüe, y que hoy podemos leer en el volumen Prosa completa (Pizarnik 2002: 271-273). Este ensayo debe formar parte sin duda de la antología esencial de la prosa literaria de Pizarnik, porque contiene las bases de su cosmovisión creativa y traza los signos básicos de su linaje poético, sin dejar por ello de configurarse como un homenaje fraterno y un testimonio abierto hacia el alma atormentada de Artaud. A partir de una de las cartas fechadas durante el internamiento en el hospicio de Rodez del dramaturgo y poeta francés, Alejandra rescata el reproche del poeta por haber nacido en un mundo hostil y la soberana necesidad de defender la expresión poética como medio de permanencia.

Para apuntalar la tesis de Hölderlin según la cual “la poesía es un juego peligroso”, Pizarnik constela una familia de vates peculiar, donde se hallan Baudelaire, Nerval o Lautréamont, y que llegaría hasta el autor del Teatro de la crueldad. No es necesario insistir en el hecho de que aquí la autora nos ofrece los estadios de su propia biografía literaria. Así sucede con la sentencia: “La vida y la muerte de Artaud son inseparables de su obra en un grado único en la historia de la literatura” (Pizarnik 1965a: 38), oración que no sólo ilumina el compromiso radical del autor francés con una obra de insobornable pureza y hondura, sino que termina por resumir esa poética del “hermoso delirio” que caracteriza la obra de Alejandra Pizarnik (Cervera 2010). En un espléndido final, halla un término de comparación entre el pensamiento creador artaudiano y la pintura de Van Gogh, a partir de un poema de Artaud sobre el famoso cuadro Los cuervos del holandés, exaltando la dificultad para acceder a ese lugar desde el cual nos legaron sus obras así como la exigencia de aproximarse a ellas desde los mismos fundamentos en que ambos autores forjaron su legado: la pureza, la lucidez, el sufrimiento, la paciencia. (39)

Leer en traducción al último Artaud es igual que mirar reproducciones de cuadros de Van Gogh. Y ello, entre otras muchas causas, por lo corporal del lenguaje, por la impronta respiratoria del poeta, por su carencia absoluta de ambigüedad.

Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de separado de las palabras? Así como Van Gogh restituye a la naturaleza su olvidado prestigio y su máxima dignidad a las cosas hechas por el hombre, gracias a esos soles giratorios, esos zapatos viejos, esa silla, esos cuervos… así, con idéntica pureza e idéntica intensidad, el verbo de Artaud, es decir Artaud, rescata, encarándola, “la abominable miseria humana”. Artaud, como Van Gogh, como unos pocos más, dejan obras cuya primera dificultad estriba en el lugar –inaccesible para casi todos– desde donde las hicieron. Toda aproximación a ellas sólo es real si implica los temibles caminos de la pureza, de la lucidez, del sufrimiento, de la paciencia… (Pizarnik 1965a: 39).

En un texto que le permite dialogar con su hermano en el delirio, Antonin Artaud, se reafirma Alejandra con total convicción: “Puesto que su obra rechaza los juicios estéticos y los dialécticos, la única llave para abrir una referencia a ella son los efectos que produce. Pero esto es casi indecible, pues esos efectos” –advierte– “equivalen a un golpe físico”, una fuerza que procede del mayor grado de sufrimiento físico y moral (Pizarnik 1965a: 38). Los poemas que traduce Alejandra de Artaud a continuación son fieles testigos de este golpe seco del cuerpo hecho verbo desde el dolor:

Hace mucho frío/ como cuando/ es/ Artaud/ el muerto/ quien/ sopla” (41) traduce sobre un original del visionario francés Alejandra Pizarnik, titulado, sencillamente, “Poème”: “Il fait très froid./ comme quand/ c´est/ Artaud/ le mort/ qui soufflé (40).

Y no muy lejos se hallan sus versos, los de Alejandra. Como los de su poema “Silencios”, que Sur había presentado dos años antes: “La muerte siempre al lado. / Escucho su decir. / Siempre me oigo.”(Pizarnik 1963: 68). O su prosa poética “Se prohíbe mirar el césped”, también de clara entraña y entonación artaudiana:

Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente. (Pizarnik 1963: 70).

4. El camino crítico

El resto de las colaboraciones en prosa de la poetisa en los números de Sur entran en el catálogo de las reseñas, que, aun escasas en número, revelan tanto el tipo de lecturas que realizaba como sus gustos, preferencias y perspectivas críticas en relación al material literario. En este capítulo sobresalen cuatro entradas, más la ya apuntada sobre El ojo de Girri. En la primera, aparecida en el mismo número 294 de 1965 en que se inscriben sus textos sobre Artaud, descubrimos también una nota bibliográfica sobre El diablo de la armonía, poemario de Héctor A. Murena, que la editorial Sur había publicado en 1964, y que ahora reseña Alejandra bajo el título de “Silencios en movimiento” (1965b: 103-106).

La autora recurre nuevamente a Friedrich Hölderlin, uno de los autores centrales de Pizarnik en su denodada búsqueda por aliar romanticismo y surrealismo, en la línea de Albert Béguin, con L´âme romantique et le reve, estudio crítico que por aquellos años era uno de sus libros de cabecera. En esta ocasión, el poeta alemán es atraído para vincular los que, desde su mirada, serían gestos poéticos fundamentales del libro de Murena: “el acuerdo y la separación”. Así consigue desentrañar los siguientes versos de Murena: “la dicha terrible/ que es cualquier barco/ hacia todo naufragio” (104). La reflexión en torno al poemario queda centrada en la temática del silencio, ese silencio elocuente de la vida y del arte, cuyos mayores enemigos serían para Pizarnik “el murmullo caótico y el silencio estéril”, lo que a su juicio denominamos con el abusivo término de la “vida interior”. Pero esa vida interior no refleja nada ni vislumbra ninguna galería oscura del alma mientras siga dominada por los ruidos internos que apagan la percepción de la expresión auténtica de nuestra intimidad.

Para superar ese estado de confusión en tal proceso comunicativo con nuestro ser, se alza como necesaria “la revelación de que todo es otra cosa”, es decir, el proceso consistente en remover los silencios tortuosos y confusos con el objetivo de poner los “silencios en movimiento” finalmente (105). Sólo dicha revelación es eficaz para destruir estos enemigos del alma, estos distractores perversos de nuestra escucha trascendental. La paradoja, el estado de conciencia donde la realidad se torna distinta y otra, vuelve a invadir el estado de inspiración en la obra de Alejandra, aunque ahora no por la vía de la escritura poética, sino por el camino crítico. Así, imágenes centrales en Murena como el de “la gramática lírica” son diáfanas en la lectura de Pizarnik. Términos como “entretanto”, “afuera” o “extraño” cristalizan en su lectura como expresiones locativas y adverbiales de un muro simbólico que nos separa del tiempo puro, verdadero. Del mismo modo, la referencia a la “ceniza” plasmaría en Murena, desde la mirada analítica de Alejandra Pizarnik, todo aquello que impide la celebración del canto verdadero. Deudora de algún modo de una fenomenología crítica heredada de autores centrales como Albert Béguin, Gaston Bachelard o el mismo Octavio Paz, las aproximaciones críticas de Alejandra son estaciones para nuestro más atento acercamiento a las sinrazones de su poética. El comentario al verso de Murena: “La ocasión pasó/ siempre/ ha pasado”, le mueve a la siguiente agudeza: “Como un Mesías que anunciara Kafka, la ocasión no sólo ya pasó sino que además nunca tuvo lugar” (1965b: 106). Sin duda alguna el imaginario de la “ceniza” con toda esta serie de connotaciones simbólicas permite extrapolar los certeros juicios de Pizarnik para verterlos en el odre de su creación poética, allí donde las cenizas del reino reemplazaron toda posibilidad de permanencia del espacio mítico, como quedará perfectamente plasmado en el poemario que la autora publicaría tres años más tarde, Extracción de la piedra de la locura (1968).

También en el último número del año 1965, año central para compendiar las colaboraciones de Pizarnik en Sur (concretamente en el número 297 de 1965), firma Alejandra otra nota verdaderamente curiosa, donde subraya los valores intelectuales de una revista venezolana, Zona franca, de la que elogia su excelente crítica poética y la práctica de un periodismo a escala espiritual, donde sus redactores intentan extraer el lado más provechoso de la natural contradicción inherente al hombre y al arte. Para ello toma como referencia a los jefes de redacción de dicha revista, Juan Liscano, Guillermo Sucre y Luis García Morales (1965c: 108-109). Llama la atención que justamente publicaciones periódicas como Zona franca estarían llamadas a tomar el relevo de cuanto una publicación como Sur había venido desarrollando desde su fundación en 1931, y en la que colaboradores habituales tendrían también su presencia activa. Así, Ivonne Bordelois y Alejandra Pizarnik entrevistarían a Borges para Zona franca, en el número 2º de la revista, en 1964, a propósito de la literatura fantástica. Y precisamente a este espacio, tomado en su más neto y amplio espectro (precisamente el que Borges implementa), dedicará Alejandra sus siguientes reseñas en Sur.

5. Alejandra y la literatura fantástica

La primera de ellas data de 1967 y versa sobre la colección de relatos de Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire, en el número 306. La segunda se produce en 1968, sobre la compilación de relatos de Silvina Ocampo que José Bianco había seleccionado y editado en 1966 bajo el título de El pecado mortal. Sobre la colección de Anderson Imbert, Alejandra ponderará el humor negro del cuentista argentino, así como la noción inestable del “yo” ante la conciencia que asoma en sus relatos, que ella entronca con la filiación al “idealismo subjetivo” de progenie filosófico-empirista, más concretamente por la devoción de Anderson Imbert al pensamiento de George Berkeley. No menos interesante resulta la bifurcación que Pizarnik marca entre lo maravilloso y lo siniestro para referirse a la colección de cuentos reseñada: una dialéctica que sin duda también hallará materia abonada en su propia creación poética (1967: 54-55). Su atención por lo fantástico, o -en este caso, lo “neofántástico”- entronca con su amistad con el autor de Rayuela, del cual reseñará Pizarnik el relato “El otro cielo”, de la colección cortazariana Bestiario. Su lectura del cuento pertenece también al ámbito que los hermanaba de la literatura francesa y, más concretamente, de su común admiración por el mítico poeta uruguayo-francés Isidoro Ducasse, el conde de Lautréamont, a quien estaba dedicado el cuento de Julio Cortázar. El ensayo de Alejandra formó parte del volumen La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, que fue editado en 1968 y oportuna e inmediatamente reseñado por Florinda Friedman en el número 318 de 1969. No nos resulta tendenciosa la afirmación de la autora de la reseña cuando se atreve a declarar que los ensayos más valiosos del mismo eran los firmados por Noé Jitrik y Alejandra Pizarnik.

En fechas muy cercanas, y tomando también en esta ocasión como referentes a nombres de una misma constelación estética y simbólica como lo fueron Cortázar y Lautréamont, Alejandra recreará a Silvina Ocampo en una nota de Sur inspiradamente titulada “Dominios ilícitos” (1968a: 91-95). Tildados los relatos de Ocampo de estructura “pequeña y perfecta”, destaca Pizarnik en su ejecución la transferencia de planos que entre realidad e irrealidad cabe percibir en su producción, sin haberse jamás apartado la narradora de ninguno de ellos en su aparente juego sustitutorio. Interesa destacar, para conocer más de cerca el corazón lector de Alejandra, el hecho de que se centre en el modo impecable como Silvina Ocampo visibiliza las pasiones infantiles. Se trata de niños que necesitan descubrir cuál pudo haber sido su “pecado mortal”, la razón por la que “esa gente” (el mundo de la otredad adulta) los entregó a las furias de la soledad pánica. La elección de los relatos para realizar esta crítica a modo de “nota filológica” (así se denominaba la sección precisa de las reseñas en Sur) ilumina también la incidencia en el universo de la infancia y en la simbólica de la muñeca en la poesía de Pizarnik.

Cabría asimismo citar que ese mismo año de gracia para Pizarnik, 1968, en su número 314, la revista Sur “publica un relato poético de Alejandra, titulado “A tiempo”, texto fragmentario con fuertes concomitancias tanto con personajes inspirados en la Alicia de Lewis Carroll como en la imaginería expresionista de una obra contemporánea a la publicación, Extracción de la piedra de la locura”, poemario que asimismo será reseñado por Enrique González Lanuza un año más tarde (Cervera, e.p.). Dado que ya nos ocupamos de este texto pizarnikiano en calidad de prosa poética en el artículo arriba mencionado, bástenos con reproducir algunas particularidades de esta curiosa publicación:

En “A tiempo” (título que luego rectificaría Pizarnik como “A tiempo y no”, y que dedicará a Enrique Pezzoni) varios personajes femeninos, como la niña, la muñeca, la muerte, y la reina loca mantienen una conversación azarosa y absurda, como figuras emblemáticas de un teatro de personajes en busca de una identidad perdida. Al final, la alusión a la célebre criatura de Maldoror establece sus notorios vínculos con la progenie surreal de la escena, interrumpida en su cierre y planteada “in medias res” desde su inicio. En suma, se trata de un ensoñación entre naif y perversa, plenamente reconocible en el imaginario de la autora. “A tiempo y no” y “Devoción” serán poemas no incluidos en poemarios publicados en vida, que mantienen un diálogo intertextual con Alice in Wonderland y en donde el icono de la muñeca será central en la simbología del texto (MacKintosh 2003: 44).

(Cervera, e.p.)

Por último, en 1969 (número 320 de Sur), la poetisa reseñará una novela predilecta de quien fuera su gran amigo en la temporada francesa vivida años atrás. Se trata de la novela La motocicleta, de André Pieyre de Mandiargues, texto que la editorial Seix Barral había traducido en Barcelona en 1968, y que impele a nuestra autora a planear críticamente como un ceremonial de sexo y muerte (1969: 101-104). Un deseo sexual cumplido, como en el inquietante relato de Juan Carlos Onetti, “Un sueño realizado”, pero desde la exaltación, no desde la melancolía, aunque como antesala de la muerte: gris y desalmada en el uruguayo, exultante y orgiástica en el francés. La admirable reseña de Alejandra parte de un estudio de la novela desde la instancia del deseo, que aun inseparable “de la tragedia y de la muerte”, muestra la aspiración de la protagonista y por extensión del autor, a vivir plenamente en la poesía, donde resuenan nuevamente los agudos cantos del surrealismo más decantado y menos doctrinal, aquel donde, como ya vimos, militara Pizarnik: el que Octavio Paz, a quien Alejandra cita como mentor hispánico de Mandiargues, acuñara como “espacio mágico” donde la libertad rezuma bajo la palabra. Un humor, “tan delicado como feroz” sirve de tregua a una novela donde la muerte sorprende a su protagonista, hasta el punto de llegar a confundir su tránsito con un estado de plena inundación amorosa. Alejandra parece de nuevo asomada a su leit-motiv teórico, de raigambre artaudiana: el hallazgo de una “poesía espacial capaz de crear imágenes materiales” (1969: 103).

6. Alejandra, traductora en Sur

Si bien no podré detenerme en el capítulo de las traducciones, no cabe pasar por alto esta loable labor en los trabajos y los días de Alejandra, una de las claves de la importancia que tanto la revista como la editorial Sur tuviera a escala hispánica e internacional [Willson (2004) y Cervera-Adsuar (2012)]. Nuestra autora hallaría en su personalidad creativa y en su denso conocimiento de la historia de la poesía contemporánea un vehículo sumamente adecuado para que algunos poetas franceses encontrasen acomodo en su más hermanada conversión a la lengua española. Es el caso de Yves Bonnefoy, cuyos poemas fueron vertidos por Alejandra en compañía de su amiga y también escritora Ivonne Bordelois en l962 y publicados ese mismo año en el número 278 de Sur. A la traducción de tres poemas de Bonnefoy le precederá un texto a modo liminar, también firmado por ellas bajo el título de “El poeta desinteresado” (1962a: 7-11).

Esta singular presentación del entonces joven Bonnefoy nos lo acerca desde la elogiosa recomendación de Albert Béguin, el autor, según ellas, del ensayo más hermoso del siglo XX, el ya citado El alma romántica y el sueño. En su presentación del autor (a quien también queremos así homenajear, dado su reciente deceso):

En una entrevista publicada en el Mercure de France decía Bonnefoy: “Desde hace un siglo, como lo recordaba recientemente Claude Vigée, la poesía de Occidente, la de Eliot, Valéry, Kafka y aun Queneau se cristalizó en temas de exilio, de posesión, de rechazo. Pero la poesía no debe describir simplemente la ausencia –sólo sería entonces un relato. Debe ejecutar un acto –el único acto valedero: desprender la presencia de la ausencia, hacer de lo irremediable y del límite nuestra verdadera reencarnación. Creo que la poesía es capaz o casi capaz de revelarnos el ser. Pero esto es lo contrario de una poesía de la plenitud, que es sólo una mentira, a causa del abismo en lo que existe”. (Pizarnik-Bordelois 1962a: 7)

Uno de los poemas escogidos para su traslado al español nos muestra una de esas paradojas poéticas tan del gusto de Alejandra Pizarnik, un poema que ella misma podría haber firmado, y donde la estela de Mallarmé (“La destrucción fue mi Beatriz”) permite encarar de un modo doloroso pero también consciente y pleno la creación poética. “La imperfección es la cima”, tal es el enigmático título del francés, revela una clave en cuya inversión se halla un método para el arte y tal vez para la vida. Así lo tradujeron Pizarnik y Bordelois:

Sucede que había que destruir y destruir y destruir:

Sucede que sólo así puede ganarse la salvación.

Arrasar el rostro desnudo que sube desde el mármol,

Triturar toda forma, toda belleza.

Amar la perfección porque ella es el umbral,

Pero negarla apenas conocida; muerta, olvidarla,

la imperfección es la cima.” (1962b: 11).

En 1964, inserto en el monográfico que Sur dedica a William Shakespeare en el cuarto centenario de su nacimiento, retoma Pizarnik la colaboración con Ivonne Bordelois traduciendo un texto sobre el oficio de la traducción, nuevamente firmado por Yves Bonnefoy: “Trasponer o traducir Hamlet”, un texto teórico que acompañaba la versión francesa que del clásico isabelino realizó el poeta ese mismo año para la editorial Mercure en Francia.

Y por fin, tras las versiones de los poemas de Antonin Artaud que anteriormente fueron referidas, en noviembre-diciembre de 1968, Alejandra vierte al español junto a Silvia Delpy un texto de Michel Leiris metafóricamente llamado “De la literatura considerada como una tauromaquia”, donde el autor versa sobre el grado de verdad que un escritor precisa para transcribir verbalmente su mundo, así como del extremo de la liberación, no sólo personal sino social y colectiva que se produce en tal caso a través de la creación.

7. Conclusión

Los diferentes textos publicados por Alejandra Pizarnik en Sur son sin duda un valiosísimo testimonio para conocer a la autora en unos años clave en su formación y su conversión en una poeta central en la vida cultural argentina y en la creación poética de los años sesenta.

Al margen de su obra poética y de las reseñas críticas que de la misma fueron vertiéndose por amigos y figuras señeras de la crítica literaria porteña, como Enrique Pezzoni, Eduardo González Lanuza o Ivonne Bordelois, el corpus de textos pizarnikianos que componen su colaboración completa en Sur nos permite acceder a los parámetros interpretativos de su obra que conformarían el siguiente decálogo de conclusiones:

– la gran capacidad crítica de Alejandra Pizarnik, su conocimiento de la creación poética que se gestaba en aquel momento, en los fértiles años sesenta del pasado siglo, y su extraordinaria conexión entre la creatividad y las instancias teórico-críticas que estaban entonces instaurándose en Europa y América.

– el eje cultural Francia-Argentina o, más concretamente, París-Buenos Aires, en que se cabe reconsiderar la obra de otros autores afines en sensibilidad y cosmovisión, como serían Julio Cortázar, Aurora Bernárdez o Antonio Porchia.

– su fina sensibilidad como lectora poética, que deja de manifiesto en los juicios que vierte sobre textos de Alberto Girri o Héctor A. Murena.

– la insistente comprensión del fenómeno poético central del siglo XX, el surrealismo, desde su base romántica, como queda de manifiesto a través de su admiración hacia obras como L´âme romantique et le reve, de Albert Béguin, texto de cabecera de Pizarnik en los años sesenta.

– su ductilidad y maestría como traductora del francés, como ilustran sus versiones de los poemas y prosas poética de sus maestros franceses como Antonin Artaud o Yves Bonnefoy.

– la comprensión del bagaje concreto de lecturas, aficiones literarias, intereses culturales y motivaciones filosóficas que pautaron la vida psíquica y espiritual de Pizarnik en los años sesenta.

– el interés de la autora por la literatura fantástica, puesta de relieve en sus comentarios a autores como Cortázar, Silvina Ocampo o Anderson-Imbert, ligada a la escritura personal de textos de raigambre poético-fantástica, también publicados en Sur.

– la conformación de la poética medular de la autora: una poética basada en la contradicción entre presencia-ausencia y en la pulsión autodestructiva que revela su pasión artaudina y su comprensión de que en la perfección es el umbral de una cima mayor, donde fulge lo imperfecto.

– la sensibilidad de Pizarnik hacia la imagen como expresión hermana y complementaria a la poética, que se revela no sólo en su obra creativa sino en sus comentarios y textos críticos.

– la inderogable postulación de una filosofía del lenguaje como método para conocer a fondo la esencia poética de Alejandra Pizarnik, allí donde las palabras ceden su poder taumatúrgico de raigambre huidobriana para pulverizarse en vanas cenizas, donde el reino de la poesía reconoce su esencial e inexorable esterilidad.

Bibliografía

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— (2004): La constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI.

PIZARNIK, Alejandra; BORDELOIS, Ivonne (1962b): “El poeta desinteresado” y Traducción de poemas de Yves Bonnefoy. Sur, 278, septiembre-octubre, 7-11.

— (1964a): Traducción de “Trasponer o traducir Hamlet”, de Yves Bonnefoy. Sur, 289-290, julio-agosto-septiembre-octubre, 61-67.

PIZARNIK, Alejandra; DELPY, Silvia (1968c): Traducción de “De la literatura considerada como una tauromaquia”, de Yves Bonnefoy. Sur, 315, noviembre-diciembre, 12-21.

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