Trilogía de lo interrupto.
Primera interrupción.
La habitación rosa
Zabu Medina
A finales del tercer curso de carrera, viendo en el horizonte la realización de los proyectos finales, decidí volcar prácticamente todo mi esfuerzo y trabajo académico en comenzar la composición de una trilogía que me permitiera expresar y plasmar aquello que en ese momento más me estaba quemando e inundando por dentro. Algo de lo que necesitaba hablar sin parar pero no era capaz de decir en voz alta y que, a día de hoy, sigue siendo un vasto océano en el que apenas consigo mantenerme a flote: el descubrimiento de los abusos sexuales pedófilos e incestuosos que mi abuelo perpetró contra sus propias hijas y contra mí misma, y todo lo que estos abusos y mi toma de conciencia de los mismos han supuesto.
Así, durante el último año de carrera - un año y medio para mí - escribí tanto la primera parte, Trilogía de lo Interrupto. Parte I. Cuando me tragué tus ojos, marchité (puesta en escena como montaje final de carrera) como el texto que sigue a estas palabras introductorias, la primera interrupción, Trilogía de lo Interrupto. Primera interrupción. La habitación rosa, desarrollado como parte artística de mi Trabajo Fin de Estudios, dedicado a la crueldad de Artaud y Liddell.
Esta interrupción, de mayor brevedad que la primera parte, se injerta en la trilogía como una especie de intermezzo, donde no cambia el género teatral sino el formato de las piezas. Pues las partes principales están concebidas para una escena más convencional y las interrupciones, para otro tipo de dispositivos escénicos. De esta forma, a la primera interrupción, aquí expuesta y concebida para desarrollarse, en principio, como una instalación performativa sonora e itinerante, le seguirán —si todo va bien y las fuerzas me lo permiten— dos partes más, con una segunda interrupción entre ambas.
Debido a esta estructura, aunque he intentado que pueda leerse como obra independiente, la primera interrupción depende, directamente, de la primera parte. En ella, Marcela, protagonista de ambos textos, encerrada en un manicomio, a través de sus pocos recuerdos de su infancia y su adolescencia, las pesadillas que vuelven a su vida y las conversaciones forzadas por su psiquiatra, descubre que no solo fue víctima de abusos sexuales por parte de su expareja (personaje de La novia) durante la adolescencia, sino también por parte de su abuelo durante su infancia. Todo este viaje de descubrimiento y su revelación final se vuelve una espiral de descenso a la desesperación más absoluta de Marcela, que se ve desbordada por el dolor y la incomprensión.
La primera interrupción es la continuación de ese dolor y esa incomprensión en un collage de pesadillas, recuerdos, momentos reales, momentos ficticios, pasado y presente; y de la resolución de Marcela respecto a cómo seguir viviendo una vida que se siente obligada y arrebatada al mismo tiempo. Resolución que llevará a cabo en la segunda parte.
“Corté la cuerda, pero ella [Marcela] estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme.”
Historia del ojo, George Bataille.
“Tapizada con cuchillos y adornada con filosas puntas de acero, su tamaño admite un cuerpo humano; se la risa mediante una polea. La ceremonia de la jaula se despliega así:
La sirvienta Dorkó arrastra por los cabellos a una joven desnuda; la encierra en la jaula; alza la jaula. Aparece la “dama de éstas ruinas”, la sonámbula vestida de blanco. lenta y silenciosa se sienta en un escabel situado debajo de la jaula.
Rojo atizador en mano, Dorkó azuza a la prisionera quien, al retroceder -y he aquí la gracia de la jaula-, se clava por sí misma los filosos aceros mientras su sangre mana sobre la mujer pálida que la recibe impasible con los ojos puestos en ningún lado. Cuando se repone de su trance se aleja lentamente. Ha habido dos metamorfosis: su vestido blanco , ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver.”
La condesa sangrienta, Alejandra Pizarnik.
Prólogo: quisiera abrazarte… pero un cadáver nunca debería mecer a un niño
A Adrián.
‘Hay una línea de árboles verdes en África que impide que el desierto siga avanzando’
eso me estás diciendo cuando el silencio me arrastra de vuelta a mí misma.
Busco tus ojos con fe,
pero no están.
Tus ojos azules procedentes del infinito mar
no están.
¿Dónde te has escondido?
¿Cuántas huidas te persiguen?
¿Cuántas camas has abandonado,
llenas de cuerpos vacíos?
¿Cuántas obleas no se han pegado a tu paladar?
¿Hay sangre seca en tus bolsillos?
¿De qué continente procede la tierra bajo tus uñas?
¿Hay alguna ciudad que no hayas visto desde una azotea,
cueva en la que no hayas escuchado techno?
¿Cuántas letras dejaste sin bordar?
¿Por qué nunca visitas dos veces?
Antes me citabas a Casona:
‘De tu casa a la mía hay cien metros para ir yo; para venir tú parece que hay cien leguas’
¿Cuántas leguas te separan de tu casa?
¿Se quedó en pie cuando saliste?
¿Queda sal en tu piel, del mar en el que naciste?
¿Hay algún color que no hayas llevado en tu cabeza?
Ahora los colores son infinitos, dicen.
Cada poco sale uno nuevo.
Entre la gente rica triunfa el rosa.
¿Has probado la rosa?
Ahora las niñas son grises
y los billetes de colores.
¿Dónde te has escondido?
¡Ah! Te veo.
Te veo y lo veo.
He vuelto a hablar sola.
A escuchar sola.
Sin mover un músculo de mis labios,
en un silencio litúrgico de locura.
He pasado demasiado tiempo hablando
y hablando con seres imaginarios
en este viaje a ninguna parte.
Te veo, estás detrás de los árboles,
ocultándote del desierto.
¿Tienes miedo del desierto?
Te encoges de hombros,
sabes que ningún refugio es para siempre.
Has encogido como un metro,
pareciera que estás de rodillas,
que me rezas,
a mí o a los árboles
pero veo tus zuecos al final de tus pantalones arrugados.
¿Qué árboles son estos?
Pareciera que sus sombras me rehúyen.
¿Por qué no puedo identificarlos?
Solo reconoce el hogar quien lo encuentra,
y para ello hay que buscarlo.
Pesas la mitad, o menos, incluso.
¿Deberían pesar los niños?
Los niños no deberían pesar,
igual que la felicidad.
No debería pesar.
Pero veo cómo sientes que te aplastas.
Los niños nunca deberían pesar,
pero los cadáveres siempre lo hacen,
¿nacimos muertas?
Quizá, antes de que nuestras yemas
disfruten del roce del hilo al tejer el tiempo,
nuestras muñecas sean herradas
por unas esposas atadas a nuestro propio cadáver.
No distingo tus muñecas,
están cubiertas por las mangas de tu camisa militar de segunda mano.
No hay nada menos natural que lo militar,
y ahí están sus ropajes imitando a la naturaleza.
Nadie debería poder camuflarse con ellos,
pero lo habéis manchado todo de violencia.
La violencia anega todo y lo vuelve indistinguible.
Ya nada se libra de las manchas de vuestros actos
y por eso podéis camuflaros en cualquier parte,
aunque no haya catástrofe natural que se siente en la mesa
de vuestras atrocidades.
¿Es este otro niño que malvive entre vuestros pies buscando migajas?
¿O es de los que busca sentarse en vuestro regazo hasta que muráis
y dejéis la silla libre?
Poco importa.
Ningún niño nace ya sin un kaláshnikov bajo el brazo.
O sin un látigo en la lengua.
Y si no, ya os encargaréis de instalar el ansia de poder
bajo su pituitaria.
Mientras me obceco con tu camisa militar
me enseñas tus manos
y presiento cómo han vuelto sobre sí
los callos que un día te protegieron del suelo.
Señalas un río.
Dicen que muchos de los niños-soldado
que escaparon de la guerra, lo hicieron siguiendo el río,
llegando a la costa. ¿Es eso?
¿Quieres ir a la costa?
Niegas con la cabeza. Te entiendo.
El río es fuente de vida, pero su descenso siempre es a la muerte.
¿A la montaña, tal vez, al nacimiento?
‘No, no quiero estar solo.’
Es cierto, en la montaña solo hay soledad.
Ya ni los dioses las habitan.
Deberíamos entonces buscar un pueblo,
en alguno de los meandros del río.
Por eso el ser humano se estableció en ellos.
A mitad de camino del nacimiento y la muerte: la vida.
Entre lo divino y lo diabólico,
entre soledades eternas.
‘Abrázame’, suplicas.
Y tu palabra llega a mí como un tambor de guerra.
Los árboles se agitan y la tierra hace escocer mis ojos.
¿Cómo una palabra tan dulce me puede sonar a amenaza?
Esa pregunta me devuelve a la realidad.
Así que ahí estás.
Detrás de los árboles, escondido.
Tres hileras de árboles de cristal verde,
húmedo por dentro,
que se apoyan sobre una mesa de plástico
cuyas patas se funden en la lava
de un suelo que ya nadie quiere pisar,
pero sigues siendo un niño.
Hueles a cebada
y tu pelo se trenza, rubio, en espigas como el cereal.
¿Eres tú, Aranmanoth?
No, yo no soy Windumanoth.
Yo huelo a limón seco,
a mármol, a polvo.
Eso es.
‘Dame tus manos, abrázame’, repites.
No puedo, lo siento.
Entonces, tus palabras se cargan
de una clarividencia que aterra:
‘Quiero coger la mano que me tiendes,
dijiste que estabas para mí, para ayudarme.
Siempre me vi solo,
arrodillado en mitad del campo de batalla
esperando la suerte
de que una bala perdida me volara la cabeza,
mirando la sangre regar a los árboles venideros.
Me ha costado mucho vislumbrar
todas aquellas manos que quisieron sacarme de la guerra.
¿Cuántas manos dejé pasar en el regocijo de mi desgracia?
¿A cuántas culpé de mi necesidad de miseria?
Pero ya no la quiero más, ahora puedo verlas, y quiero tocarlas.
He conseguido dejar de mirar la sangre por un momento
y necesito aprovecharlo.
Así que, por favor, dame tu mano.’
No puedo, no puedo. Sería injusto.
‘¿Injusto? ¿Injusto coger aquello que me has ofrecido?’
No, injusto que sea mi mano
la que inicie tu huida de la guerra,
porque no te salvará.
Injusto que yo reciba en mi piel
el amor de alguien que aún puede ocultarse en el bosque.
De alguien que, incluso vestido de soldado, puede ocultarse en el bosque.
Yo ya solo soy desierto.
Asfixiante durante el día,
paralizante por la noche.
Por eso se me prohibió la entrada al bosque,
por eso ya no reconozco los árboles
ni se me permite bañarme en el río.
Poca queda ya para que la arena erosione mi carne
revelando el osario mortuorio de una nueva parca.
¿No lo entiendes, hijo del mar, dador de vida?
Tu agua podrá purgar cualquier mal,
incluso aquel que te han causado en tu venida.
Podrás beber del manantial más fresco,
bucear en el mar más profundo,
comer cualquier fruta sin prohibiciones
y reír con aquellas personas que te den su ayuda
y a las que tu ayudes.
Con cualquiera menos conmigo.
Yo, que nací de la densa sangre borboteante
de la cabeza cercenada del toro durante la hecatombe
mezclada con una arena destinada a acoger la muerte,
no soy digna de una benevolencia
que desequilibraría la balanza de la justicia.
La poética, la divina, la humana; qué más da.
Yo, que porto un rostro cuyas únicas sonrisas
las componen la forma de sus ojeras,
he venido a este mundo a recostarme
sobre la D del Desembarco,
a meditar en el centro de los hongos
de Hiroshima y Nagasaki,
a calcinar mi cuerpo con los barrotes ardientes de Auschwitz,
a hundirme en el Ganges,
a tumbarme en el suelo de la sala Bataclán
o de la Universidad de Texas,
a ser la más miserable de todo Saló.
Solo nací porque Afrodita necesitaba una némesis.
Por eso, por mucho que quisiera abrazarte,
no puedo.
No puedo traerte a este lado de la línea de los árboles.
Lo justo es que, si coges mi mano tendida,
devores hasta el último tendón y la última gota de tuétano
y la arranques de mi antebrazo,
para que así no pueda ofrecérsela a nadie más,
ni volver a escribir.
Así que, ahora, si no lo vas a hacer, por favor, vete.
Camúflate entre los árboles, ámalos, cuídalos
y busca otra mano, otra mano viva,
que se merezca que le abraces.
Déjame a mí la moneda de este viaje
y nunca mires atrás.
Fed up, pop it, gun me
Los gritos, quejidos, sollozos y lamentos de MARCELA INFANTE atraviesan, desde este momento, todas las escenas, como un leitmotiv atroz que resuena en todas las temporalidades y espacios que se superponen y solapan en esta pieza. Lo hacen en forma de glosolalias similares a las que pronuncia a continuación. El resto de voces pertenecen todas a SOLDADOS, pero nunca al mismo.
Marcela Infante —
Ab arák,
glowa wá
gru kék
kek crú
crú hah.
Orghl, stak a,
blag kek
groa.
Pin telt, sat
yami polt
stértira.
Yiraz xoter
pelcru kak we…
Soldado — Cariño, ven aquí, que me tienes tontorrón.
Soldado — (Respondiendo) Ay, para, no me apetece. Todavía me duele de lo bestia que fuiste ayer.
Soldado — (Respondiendo) Pero si es lo que te gusta, bien fuerte. Además si no duele, no es buen sexo.
Soldado — (Respondiendo) Quita, te he dicho. Un poco más suave y bonito no estaría mal. No me gusta estar sangrando y con dolor todos los días.
Soldado — Tíos, mirad, mirad. Corred. Mirad lo que tengo.
Soldado — (Respondiendo) Buf, está buenísima. ¿Quién es?
Soldado — (Respondiendo) Es la de tercero.
Soldado — (Respondiendo) ¿Y cómo has conseguido hacerle fotos desnuda? ¿Te la has tirado?
Soldado — (Respondiendo) Qué va, ojalá. Con una I.A. Le metes la foto de la pava que quieras y te la saca desnuda, o follando, o lo que le pidas.
Soldado — (Respondiendo) Buah, pásatela, que tengo una en mi clase que entre el escote y la falda del uniforme me tiene loco.
Soldado — Los coños son como la carne, tienen que estar al punto. Cuanto más rosaditos, menos usados están.
Soldado — (Respondiendo) Por eso hay que pillarlas terminando el instituto. Si van a la universidad o se ponen a trabajar, llega otro y las estropea. Mucha suerte tienes que tener para encontrar a una que llegue a los veinte sin usar.
Marcela Infante — (Tras glosolalias distintas a las anteriores.) Camas de lirios
Inundadas de sangre.
Incendio eterno.
Soldado — Oye, la hija de la vecina está ya bastante potente, eh.
Soldado — (Respondiendo) Es menor de edad.
Soldado — (Respondiendo) ¿Y? Esta generación no es como la nuestra, ya lo han visto todo y saben hacer de todo. Seguro que ha chupado más pollas que muchas de nuestra edad.
Soldado — Cuanto más le daba, más lloraba y cuanto más lloraba más me ponía. Tenías que haberme visto, pisándole la cara sin dejarla hablar mientras se corría sin parar.
Soldado — (Respondiendo) ¿Estás seguro de que le gustaba? Porque si no paraba de llorar…
Soldado — (Respondiendo) Pues claro, si estaba empapada y fue ella la que me dijo que le iban esos rollos… Si yo de normal soy muy tranquilo, ya lo sabes tú.
Soldado — Si el mundo se acabara dentro de diez minutos, ¿qué harías?
Soldado — (Respondiendo) Follar. No quiero morir virgen.
Soldado — (Respondiendo) ¿Y si no encuentras a nadie que quiera?
Soldado — (Respondiendo) Entonces violaría a alguien. A cualquiera a quien pudiera en fuerza.
Soldado — ¿Eso es porno?
Soldado — (Respondiendo) Sí, pero no se lo digas a nadie, porfa. No me siento bien viéndolo, pero es que no hay otra forma de… Ya sabes. Ni siquiera con alguien más. Si no me pongo un vídeo, no me excito. Creo que me he cargado mi sexualidad.
Soldado — (Respondiendo) Tranqui, no solo te pasa a ti ni eres la primera persona que me lo cuenta.
Soldado — (Se nota que está en un podcast) Lo que tienes que hacer para que tu mujer te vea atractivo y quiera acostarse contigo es demostrarle que eres un hombre, que tienes dominancia en tu entorno, ya sea en el trabajo, en la casa, en las amistades o donde sea. Tienes que demostrarle que eres capaz de conseguir y coger lo que quieras cuando quieras, porque eso le enseñará que puedes proveerla y protegerla. Y las mujeres están programadas para sentirse atraídas por esos perfiles, no por los mindundis de hoy en día. Demuéstrale a tu mujer que su hombre puede conseguir lo que quiera y ella misma te buscará y se dejará hacer, porque además se activarán sus mecanismos biológicos y te elegirá como protector de su descendencia, disparando sus hormonas.
Marcela Infante — (Tras glosolalias distintas a las anteriores) Dos perras muertas
En la tintorería.
Sábanas sucias.
Soldado — (Llorando) Sabéis… Sabéis que yo nunca subo casi nada de mis niñas a las redes, para protegerlas. Pero el otro día mi familia y yo hicimos el viaje de mis sueños y subí una foto con mis hijas. Y es que… Es que no me lo puedo creer.
Soldado — (Respondiendo) Seguro que no llevan ninguna ropa interior.
Soldado — (Respondiendo) A una ya se le marcan los pezones.
Soldado — (Respondiendo) Comienza la cuenta atrás.
Soldado — (Respondiendo) ¿Cómo pueden ir vestidas así? Se nota que la madre es una guarra y las está educando para que sean iguales.
Soldado — (Respondiendo) Yo si fuera el padre, con la mayor ya no podría contenerme, menuda delicia.
Soldado — (Llorando) He tenido que borrar ocho mil doscientos comentarios en las últimas doce horas. Algunos no los voy a olvidar nunca. Ahora tengo miedo hasta de llevarlas al instituto. Ya no sé qué hacer.
Se escucha a un Soldado desbloquear su móvil. Empiezan a sonar audios de reels de alguna red social. Pronto, las voces hablando de deportes, hobbies o cocina, cambian de tono:
Soldado — Men don’t want expensive gifts. Men wants unforgettable nights with girls.
Soldado — Mi hijastra cumple dieciocho y hoy por fin me va a demostrar lo guarra que es.
Soldado — Men always reject me when they realize: I’m nineteen, I love thirty year old or older boys, I use the four holes, I don’t use rubbers, I love wake up with facials and keep it in while we sleep, and my body count is zero.
Soldado — Bienvenidos a mi fiesta de trece cumpleaños. Acompañadme a ver la fiesta que he organizado.
Soldado — Am I a cum bucket?
Soldado — Cinco celebrities que se vuelven legales este año…
Soldado — I wonder if I’m wife material. I love cook and clean, I never say no, I receive you on knees everyday… Am I?
Soldado — Top tres países con la edad de consentimiento más baja…
Marcela Infante — (Tras glosolalias distintas a las anteriores) Dientes de leche
en la almohada del Padre,
¡sucia inocencia!
Mi abuelo responde a ¿qué haré yo con esta espada? riéndose de Sagawa
El abuelo — Aborrezco a los criminales imbuidos de fe.
No son más que mojigatos.
Desamparados por la creencia en el Bien, acuden al Mal para buscar sus dioses en él.
Y se creen únicos por ello.
Dominados por el supuesto Mal que les revelará el fin último, sacrifican lo más sagrado que tienen.
Creen haber alcanzado al Demiurgo y solo replican el sacrificio de Cristo.
Ted Bundy y sus niñas. Sagawa y su enamorada. Una vez muerta y devorada, ¿qué?
Él mismo lo dijo:
‘son la señal de que ya la he perdido, de que la he roto para siempre. Cómo un niño rompe su juguete favorito’.
Para que el éxtasis sea completo ha de abandonarse la fe.
La fe solo lleva al éxtasis por un camino. Una vía.
Una acción contra alguien.
La humillación de la pobreza en tu carne, la caridad al prójimo, una bala en tu cabeza, comerte el corazón de tu amada.
Un único acto ante un único ente.
Solo sirve la muerte de Isaac para la fe, solo la katana recorre el Bushido, solo la ciencia alcanza la verdad.
La verdad es un consuelo.
El cielo es una pausa en el momento álgido del éxtasis.
La reencarnación es un reseteo de la fe.
Cuando consigues desencadenarte de las sombras de la fe
en el fin último,
en la misión,
el éxtasis inunda el camino,
el acto,
como los cuatro ríos sagrados inundarían el Edén si se tapiaran sus salidas al mar.
Cuando se rompe el yugo del fin,
el Placer se desborda en el medio.
Liberado del propósito surge el verdadero hombre poderoso.
Por eso no hay nada más placentero que el poder.
Porque el éxtasis ya no requiere justificación
y todo aquello a lo que aplicas tu acto,
tu poder,
se convierte en sagrado.
Ya no hay una amada, un corazón, un prójimo, un enemigo, ni siquiera una muerte o un sacrificio.
No importa romper un juguete,
siempre habrá otro.
Para qué quiero el cuerpo de Cristo, la nalga de Hartevelt, el beso de Julieta, la pulcritud de Juliette.
Siempre habrá más carne, siempre habrá más carne que aplastar.
Liberado de la hostia sagrada abrazo las smash burgers.
Librado de la verdad creo en mí.
Vosotros, criminales que levantáis las atrocidades como la tierra prometida del Amor arrebatado,
solo sois siervos de la fe y os desintegráis por el instante de placer que os concede.
Por eso os romantizan y os escriben cartas,
porque os aman ávidos de fe.
Enclenques.
Tan obsesionados con lo sagrado, lo intangible,
y nunca visteis más allá de servir a un lado.
Tan guiados por lo espiritual
y nunca visteis el gozo verdadero de la Circunferencia:
estar fuera.
Cuando no eres esclavo de la fe
la Circunferencia no es más que tu ombligo.
‘Por ser la belleza lo que nos pone en contacto con lo negro del mundo,
y lo negro del mundo nos impulsa hacia lo bello,
siguiendo una fatalidad perfectamente circular,
sin escapatoria posible del círculo ni del retorno,
completando una y otra vez el arco que nos ampara.’
Sin fe desparramo mi semen en mi ombligo
que es ahora la Circunferencia.
Yo decido cuándo
manchar lo sagrado,
crear una mancha sagrada que, por tanto, es limpia, es pura,
y volver a mancharla.
Ahí encontré yo mi camino.
Mi mayor placer:
manchar lo que habéis llamado sagrado por la fe.
Así también os haré ver eso que llamáis verdad:
que sobre la Belleza, madre de la Fe, ha de triunfar el Placer.
Y no hay mayor placer que mancillar lo puro,
ni mayor poder que demostrar la potestad de alcanzar ese placer cuando se desee.
Y yo he dedicado mi vida a diseminar
mi esperma en vuestra Circunferencia.
‘César era de complexión débil, piel blanca y suave, padecía dolores de cabeza y ataques epilépticos, pero no hizo de ello una excusa para la debilidad, sino que tomó la vida militar como terapia de sus males.’
Hasta los fuertes de la historia son unos débiles.
Tienen que serlo para motivar a otros débiles y sus creencias.
No es que yo sea un aventajado,
Salvador
o Anticristo.
Es que la propia historia me da la razón.
Solo los nombres de los cinaedus aparecen en los libros.
Los uir no necesitaban la gloria del tiempo
por lo que sus nombres se perdieron en su eco.
A ellos debemos honrar y memorar.
Si tanto queréis cantar al más allá,
hacerlo a quienes usaron la Circunferencia
como aro de juego.
Dejad de huir
y cantad a vuestros uir.
Hemos olvidado que el sexo es un acto de poder.
En Roma nunca se les olvidó.
Usted, Sagawa, folló más cuando disparó en la cabeza a su amada que cuando violó el cadáver.
No es tan distinto el sexo de un asesinato.
Quien dispara, quien apuñala, quien penetra es quien manda. Quien domina.
Quien acoge la bala por unos instantes en su cuerpo, quien siente el frío punzante en su hígado, quien tiene un miembro ajeno en su interior, es dominado.
Así fue siempre y será aunque traten de cambiarlo.
Cuando llegaron los ciclos menstruales para sustituir el celo, el macho buscaba a la hembra con la vagina más rojiza y la sometía hasta fecundarla. Y su vagina se volvía más roja. Llamaba a más machos. Cuanto más sucia mejor.
Los uir entendían esto y no temían en mostrar el poder de su placer liberado ocupando con sus miembros los espacios de otros cuerpos inferiores.
Todos inferiores,
por estar dentro de la Circunferencia.
Mujeres, esclavos, niños, niñas, cadáveres, perros, caballos. Cinaeudus. O incluso uir más débiles, con más fe que ellos.
Así he vivido yo también.
Penetrando con mi poder, haciendo más roja la Circunferencia y luego limpiándola como el aro se mancha de barro y se limpia antes de sacarlo de nuevo a jugar.
Penetrando aquello que vuestra fe considera más sagrado.
Como Zeus con Ganímedes.
Como Sócrates con Platón.
Aquiles con Patroclo.
Aristóteles con Alejandro Magno.
Cristo con María Magdalena.
Adriano con Antínoo.
Moratín y el Sí de las niñas.
Don Juan con Doña Inés.
Polanski con Samantha Gailey.
Jeffrey Epstein.
Como Tiestes con Pelopia.
Woody Allen con Soon-Yi Previn.
Como Josef Fritzl con Elisabeth Fritzl.
No hay nada más sagrado que la infancia.
Y cuanto más sacro es algo, mayor es el Placer de profanarlo.
Como los griegos con sus alumnos debemos profanar la infancia.
Solo mancillados y rotos los infantes aprenderán a limpiarse saliendo del bucle,
manchando a otros.
Y cuanto antes lo sepan, mejor. Por eso hay que empezar cuanto antes, por eso hay que ocupar sus cuerpos cuanto antes.
La muerte de la doncella asada dentro del asno en la novela de Apuleyo revela el aprendizaje final de la jóven: su debilidad.
Es tan débil que solo puede penetrar, llenar, ocupar a un animal como el asno.
Tan débil que deben coserla dentro para que no salga, pues no está hecha para ello.
Tan débil que necesita ayuda.
Tan débil que muere en el acto.
Así de débil debemos hacer sentir al niño.
Como, además, tontos e imbéciles hacían sentir los maestros griegos a sus aprendices.
Para que nunca más quiera ser así de flojo, de enclenque, de cinaedus.
Y debemos hacerlo hasta que se nos rebele y no nos deje entrar más en sus cavidades.
Irrumare, penetración oral.
Pedicare, penetración anal.
Futuere, penetración vaginal.
Llenarle los orificios hasta que rebosen,
para que nunca más quieran que los utilicen.
Para que se convierta en uir.
Para que crezca.
Para que madure y salga de la Circunferencia.
Cuando lo haga, ya no será puro, no entrará en las definiciones de la Fe ni la Belleza.
Ahí es cuando se vuelve a empezar.
Así he vivido yo.
Enseñando a sobreponer el Placer
y el Poder que otorga
a la Belleza.
Tratando de exterminar
a base de la forja candente en los intestinos de los que llamáis puros,
a los inútiles como Sagawa,
como Bundy,
como Dahmer
y a todos los que no se acercan siquiera a esos mojigatos peleles de la Fe.
‘¿Qué haremos cuando la Belleza ya no pueda sostener nuestra existencia, Señor?
¿Qué haremos cuando la Belleza ya no pueda sostener nuestro dolor?’
No la necesitáis, señora mía.
No la necesitáis.
La Belleza solo es otro de los juguetes sexuales del Placer.
Como el Bien,
como el Mal.
Como la Circunferencia.
De matrona a tribade
La novia — Dios, no, aquel que está por encima de Dios
en estos tiempos, o así lo cree, se apareció ante mí,
vejada y humillada, con todos mis agujeros
dando nacimiento a un río de sangre color ceniza
hermano desgraciado del Ganges,
pues las cenizas del Ganges un día estuvieron vivas
y las mías no, montaña manantial de un río de muerte
como si hubiera sido el relleno frágil y moldeable de una virgen de hierro;
y me dijo: “yo soy el Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto.”
Arranqué entonces los cinco puñales
que atravesaban mi cuerpo en todas direcciones
y por vez única vi los brazos
de la imagen de virgen,
de la imagen de madre,
que me rodeaban, abrirse.
El que está por encima de Dios
se esfumó entre la humareda
de mi sangre aún caliente.
Caí arrodillada sobre ella
y esa fue mi última humillación.
“Seré perfecto”, respondí.
Desde entonces, camino
con una armadura blanca
que abrasa los ojos
de quienes tratan de mirarme por encima.
Pobres ratas con pretensión de toros
que quieren arder como el Sol
sin saber que su fuego no es fuego,
y por tanto no hay estrella
que pueda contra una llama interna como la mía,
prendida por el Poder.
A quienes se someten al verme,
abandono a su funesta suerte,
colmada de frío tras mi partida.
A quienes tratan de resistirse
doblego hasta que lamen las botas hemáticas
que mis propias heridas me otorgaron,
capaces de hundir cualquier suelo,
como Urano se ha impuesto siempre sobre Gea.
Algunos tratan de enfrentarse y sobreponerse,
entonces les hago desear escalar mi cuerpo,
retorcer mis extremidades
aplastarme como un mosquito,
y todos ceden. Imbéciles
que se conforman con falsas victorias,
como el burro con la zanahoria encima,
como los peces viendo el mar en la pared de la pecera.
Hasta que terminan desangrándose,
alimentando mis pasos,
como la cabeza de San Juan
en la bandeja de plata de Salomé.
El final es siempre el mismo
con mis dedos en sus bocas
y mis puños en sus orificios
sus voces temblorosas, quejosas
temerosas ante la llegada de la divinidad,
me llaman tribade.
La tribade que dejó de ser matrona,
la que se comporta como un hombre
en el ámbito sexual
porque es la que domina.
Porque tuve la suficiente fuerza para dominar.
A mí no tendrían que coserme al asno.
Porque en un mundo regido por el Poder,
decantar la balanza hacia ti
hace que los débiles tengan que despeñarse
si quieren alcanzarte,
logrando que nadie pueda hacerte daño.
Descendí tanto que soy intocable.
‘Y así, irónicamente, ascendí de piedra a nube.
Ahora parezco una suerte de Dios,
flotando en el aire, con mi ropaje de alma
pura como una lámina de hielo. Y eso es un don.’
Una suerte de Dios que, con suerte,
es una copia de quien aspira a ser Sadday,
pero cuya imagen basta para que sus ropajes
no se manchen en contra de su voluntad nunca más.
Solo más Poder vence al Poder,
y si para ello he de imitar a quien lo posee,
a quien lo construye y lo otorga, que así sea.
Al menos así obtengo el don no solo de la vida,
sino de la vida sin límites que poseen los uir,
aunque siempre vaya a ser una tribade.
Pero, ¿qué más da cómo te nombren,
mientras su pronunciación demuestre inferioridad?
Pesadillas con el santo niño muerto
Durante toda la escena se escuchan, además de las glosolalias de MARCELA INFANTE, jadeos, gemidos, golpes de carne contra carne, líquidos goteando y mecanismos oxidados funcionando, como los engranajes de una abominación mecánica.
El abuelo — Muy bien, eleva tu culo al cielo y acepta la dominación.
La novia — ¿Esa es toda fuerza que tiene el hombre más poderoso que he conocido?
Se escucha un intercambio de golpes.
La novia — Eso es, convéncete de que eres quien domina aunque sean mis manos las que bloquean tu respiración y mis piernas las que impiden que te levantes mientras tus labios se tornan azulados y tu piel morada.
De la misma forma en la que un sueño cambia de espacio y tiempo sin sentido aparente, sin un efecto causa consecuencia, EL SANTO NIÑO MUERTO aparece junto a EL ABUELO y LA NOVIA.
El abuelo — (Jadeando por los orgasmos y la falta de respiración por la asfixia.) Ya estás preparada para el último paso de demostración de poder.
La novia — ¿Quién es? ¿Por qué parece tan débil, pequeño y asustado?
El abuelo — Es un preadolescente. El dominio del Poder no se demuestra solo ejerciéndolo sobre otros poderosos, también demostrando que no se teme a aplicarlo sin piedad a los más delicados y flojos. No hay sacralidad a la que temer.
La novia — ¿Qué tengo que hacer?
El abuelo — Lo mismo que me has estado haciendo a mí. Lo mismo que te he estado haciendo a ti. Pero hasta el final. Con la misma obscenidad e impunidad.
EL ABUELO golpea a EL SANTO NIÑO MUERTO, que cae semi inconsciente al suelo.
El abuelo — Primero orina sobre él. Vamos.
Suenan dos chorros cayendo sobre carne flácida, sobre vida aún sin desarrollar.
La novia — Parece tener edad suficiente para tener una erección.
Ecos guturales amansan a las bestias mientras se encarnizan con el joven. A veces, parecen recordar a algunas de las glosolalias de MARCELA.
El abuelo — Hazle cuanto gustes hasta que estés satisfecha.
La novia — Parece insaciable.
El abuelo — Los débiles son insaciables hasta que nosotros se lo ordenamos o hasta que están muertos.
La novia — Entonces el Placer es infinito.
El abuelo — El Placer que el poderoso obtiene de los débiles es infinito, así es.
LA NOVIA golpea con un objeto metálico y cóncavo a EL SANTO NIÑO MUERTO en repetidas ocasiones mientras los jadeos y gemidos continúan. Después, un nuevo chorro, distinto a los anteriores, resuena sobre el objeto metálico.
La novia — Bébetelo. Vamos, enclenque quemado, no te hagas el inconsciente. ¡Bebe!
EL SANTO NIÑO MUERTO bebe su propia orina entre arcadas y gritos de dolor.
El abuelo — Ahora, móntalo y empieza a asfixiarlo como estabas haciendo conmigo. (LA NOVIA obedece y se coloca encima de EL SANTO NIÑO MUERTO, introduciéndose el miembro de este.) ¿Notas como conforme escapa su vida mayor es su erección?
La novia — (Extasiada.) Sí, sí, lo noto.
El abuelo — Eso es el priapismo, solo sucede al morir y es el mayor placer que las personas como él te pueden ofrecer. Vamos, ¡mátalo! Verás que cuando deje este mundo sus fluidos saldrán de su cuerpo con más fuerza que nunca.
EL SANTO NIÑO MUERTO, agotado de luchar por seguir vivo, con el alma descuartizada por lo que le han hecho, fallece.
La novia — Se le ve tan bonito ahora que su vida ha cobrado sentido por fin. (Silencio.) Me gustan sus ojos, su azul me hacen sentir eterna. (Silencio.) Los quiero. Arráncaselos.
EL ABUELO obedece, saca los ojos de las cuencas del preadolescente y se los da a LA NOVIA.
El abuelo — ¿Qué vas a hacer con ellos?
La novia — ¿Quién ha dicho que no pueda proporcionar placer estando muerto?
LA NOVIA, eufórica, se tumba al lado del cadáver aún caliente y empieza a restregar los ojos por su cuerpo, jugando con sus orificios. EL ABUELO, desbordado, se coloca sobre ella y la penetra. Se les escucha mantener relaciones de nuevo.
Ave pro pater
La madre — Cariño… Cariño… Despierta. Venga, despierta.
Marcela Infante — Estaba despierta, mamá.
La madre — No, no lo estabas. Tenías que estar soñando algo horrible, me has dado miedo.
Marcela Infante — No, yo no…
La madre — ¿Has rezado esta noche antes de acostarte?
Marcela Infante — No…
La madre — Ya me lo imaginaba… Venga, vamos a hacerlo. Ponte de rodillas a mi lado y cierra los ojos. Coge esto.
La madre — Te perdono, Padre. Te perdono.
Te perdono por todo el sufrimiento que has traído a mi casa.
Por todo el dolor que has depositado en nuestros cuerpos y en nuestros espíritus.
Sé que nada de valor posee para ti este perdón,
pues humilde humana como soy no alcanzo a comprender
que aquello que identifico como mal
no existe en tus actos.
Pues sé que tú solo concibes amor y enseñanza
en cada acto que nos brindas.
Pero aún así necesito perdonarte,
para poder seguir creyendo en ti sin que me duela.
Porque sé que creo, y lo haré siempre.
Padre, te perdono.
Y ahora te pido que me perdones tú a mí,
por las ofensas que te hemos podido causar.
Yo, debido a mi rabia, a mi desconfianza y a mi desconsuelo
en ti y en que velas por mi bien.
Marcela Infante — ¿Por qué le tienes que pedir perdón a Dios, mamá?
La madre — Porque le he ofendido. Y tú también.
Marcela Infante — ¿Yo? ¿Cómo?
La madre — ¿Alguna vez has dudado de que Dios desee nuestro bien y haga por él?
Marcela Infante — Sí…
La madre — Esa es la ofensa. La fe tiene que ser inquebrantable y eterna. Ahora, discúlpate.
Marcela Infante — Yo… No sé cómo hacerlo.
La madre — Ya lo hago yo por ti.
Padre, te pido que perdones también a mi hijo,
que aún duda de ti, pues escapas demasiado a su compresión.
Estoy segura de que esas inseguridades
son las que están provocando que el mal llegue a su habitación
y le genere esas pesadillas horribles, con los ojos abiertos,
moviéndose por todo el cuarto mientras tiembla,
como poseído.
O quizá sean tu prueba para que vaya hacia ti.
Hazte notar en él, en su cuerpo y en su espíritu, te lo pido.
Sé que en cuanto lo hagas,
caminará a tu lado el resto de tu vida y
podrá dormir tranquilo.
Ahora repite conmigo, cariño.
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío.
Por ser Tú quien eres, Bondad infinita, y porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte ofendido. También me pesa que puedes castigarme con las penas del infierno. Ayudado de tu divina gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén.
Señor, ábreme los labios.
Y mi boca proclamará tu alabanza.
Dios mío, ven en mi auxilio.
Señor, date prisa en socorrerme.
Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén.
Creador incomprensible, yo te adoro. Soy ante ti como un poco de polvo, un ser de ayer, de la hora pasada. Me basta retroceder sólo unos pocos años, y no existía todavía…
Las cosas seguían su curso sin mi. Pero tú existes desde la eternidad.
¡Oh Dios! Desde la eternidad te has bastado a ti mismo, el Padre al Hijo y el Hijo al Padre. ¿No deberías también poder bastarme a mí, tu pobre criatura? En ti encuentro todo cuanto puedo anhelar. Me basta si te tengo...
¡Dáteme a mí como yo me doy a ti, Dios mío! ¡Dáteme tú mismo! Fortaléceme, Dios todopoderoso, con tu fuerza interior; consuélame con tu paz, que siempre permanece; sáciame con la belleza de tu rostro; ilumíname con tu esplendor increado; purifícame con el aroma de tu santidad inexpresable; déjame sumergirme en ti y dame de beber del torrente de tu gracia cuanto puede apetecer un hombre mortal, de los torrentes que fluyen del Padre y del Hijo: de la gracia de tu amor eterno y consustancial.
¡Es Sadday!, no podemos alcanzarle.
Grande en fuerza y equidad,
maestro de justicia sin oprimir a nadie.
Por eso le teme los hombres:
¡a él la veneración de todos los sabios de corazón!
Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría.
Dichoso el hombre que es perdonado de su culpa,
y le queda cubierto su pecado.
Dichoso el hombre a quien Yahveh
no le cuenta el delito.
y en cuyo espíritu no hay fraude.
Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial: pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.
Someteos, pues, a Dios: resistid al Diablo y él huirá de vosotros. Acercad a Dios y él se acercará a vosotros. Purificaos, pecadores, las manos; limpiad los corazones, hombres irresolutos. Lamentad vuestra miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tristeza. Humillaos ante el señor y él os ensalzará.
Jesús, que tu sangre pura y sana circule en mi cuerpo enfermo, y que tu cuerpo puro y sano transforme mi cuerpo débil y que una vida sana y vigorosa palpite dentro de mí.
¿No te he mandado que seas valiente y firme? No tengas miedo ni te acobardes, porque Yahveh tu Dios estará contigo dondequiera que vayas.
Ante ti, Sadday, tan generoso que perdonaste a Calígula y convertiste frente a las puertas de Jerusalén tras la lluvia de flechas a su sobrino, Nerón, azote del género humano; que perdonaste también a este por el martirio y la ejecución de San Pedro y San Pablo. Ante ti me humillo para suplicarte tu perdón y guía hacia el buen camino. Amén.
Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre. Por los siglos de los siglos. Amén.
María, Madre de Gracia, Madre de Misericordia.
Defiéndenos de nuestros enemigos y ampáranos ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Oh, Jesús mío, perdónanos. Líbranos del fuego del infierno, lleva a todas las almas al cielo, especialmente a las más necesitadas.
Toma, ahora que ya lo he rezado, póntelo debajo de la almohada y no lo saques nunca de ahí. Tócalo mientras duermes si quieres, pero no lo saques. Ya verás como te protege.
Me voy a dormir, tú termina tus rezos con el rosario, para que se los guarde también y duérmete.
Marcela Infante — ¿Y qué rezo? Ya hemos hecho todas las oraciones que me sé.
La madre — ¿Te acuerdas de la canción que te han enseñado en la iglesia de la tita?
Marcela Infante — Sí.
La madre — Pues cántala bajito. También es una oración. Hazla una vez y vete a dormir, que ya es tarde y mañana tienes colegio. Te llevará el abuelo en su coche.
Marcela Infante — ¡Mamá!
La madre — ¿Qué?
Marcela Infante — ¿Qué es un íncubo?
La madre — No es nada.
Marcela Infante — He leído en mi libro de religión que existen y que son malos. Que hacen daño.
La madre — No tienes que preocuparte por eso. Los íncubos solo pueden hacer daño a los adultos. Buenas noches.
Marcela Infante — Buenas noches.
Una voz recia disipa con sus ecos la oscuridad,
lejos el ensueño, Jesús brilla ya;
levántese el alma entorpecida
y deje de arrastrarse por el suelo:
¡amanece una nueva estrella!
Ved que se nos envía un Cordero
para satisfacer gratuitamente nuestras deudas;
vayamos a Él con lágrimas,
pidámosle todos perdón.
Para que cuando aparezca glorioso
en su segunda venida,
y llene el mundo de espanto,
él nos proteja piadoso.
Por eso, yo le canto esta balada
al Padre, al HIjo y al Espíritu,
¡que ellos vivan, amén!
La habitación rosa
Marcela Infante — “Siempre he preguntado por todo. ¿Qué es eso? ¿Eso por qué pasa? ¿De dónde viene aquello otro? Muchas veces no contestaba nadie a mis preguntas y sigo sin saber las respuestas a ellas. Pero había algo sobre lo que nunca pregunté: el amor. Conocía el amor. Entre tanto malestar, alguien me lo presentaba a diario y yo me lo imaginaba hasta dormir e intentaba soñar con él. O eso pensaba. Igual que pensaba que nacíamos inclinadas hacia el amor. Sobre todo desde que quien creía que me amaba me rescató de aquel torreón oscuro y las maléficas garras del monstruo que lo rondaba, como en los cuentos de hadas. De algún modo me hicieron sentir segura y pensar que sería feliz para siempre. Pobre ingenua de mí que pensé que eso era amor. Está claro que no. Pero por primera vez en mi vida no quiero preguntar. No tengo fuerzas para preguntar por una definición del amor ni confianza en que la respuesta sea verdad. Ni a nadie a quien preguntar, Bobo se ha ido, no sé si se ha marchado o lo he matado. Espero que no, nunca le haría daño, pero le vi rajado y desinflado. Ojalá esté bien. Aunque si estuviera aquí, tampoco le preguntaría. Por primera vez no quiero saber la respuesta a algo. No quiero saber por qué, ni cuándo, ni ninguna respuesta que tenga que ver con ello. Ya ha sido suficiente. Ha sido suficiente con aprender a través del desgarro que no hay que preocuparse por los monstruos que salen del armario ni de los que se esconden bajo la cama, sino de los que se visten bien y duermen a tu lado. De los que te hacen creer que las hadas existen y se hacen pasar por ellas. He reconocido el armario donde todo empezó. He reconocido al soldado. Yo creía que erais mis amantes, hadas mías, pero erais soldado. Ahora que lo sé, que sé que todo el amor que he recibido era una mentira creada por vosotros para hacerme aún más daño, la vida se me hace del todo insoportable. Adiós”
Marcela adulta — “Hoy siento que he abandonado mi piel, no como una serpiente para seguir con su vida, sino como quien se arranca la costra de las heridas para drenar la infección que hay debajo. Solo que mi infección abarca todo mi cuerpo y por eso me desuello. A partir de ahora seré como un tomate dado vuelta debido a la putrefacción de su interior, con la carne al aire, llena de gusanos y moho, únicas cosas que la gente verá de mí, pues la belleza de la salud me fue arrebatada. Pero mi carne hará callo y sobrevivirá, igual que el glande se acostumbra al roce de la ropa.
Hoy siento que he amputado una parte de mí que no me correspondía abandonar todavía, como el soldado que se corta la pierna con la que ha pisado la mina antipersona para que su peso evite la detonación y así salvar la vida. Y es que podría levantar la pierna y matarlos a todos, quizá se lo merezcan, pero eso tampoco salvaría mi pierna y moriría siendo una asesina.
Hoy siento que me han hecho apretar tanto los dientes que los definitivos han tenido que sustituir a los de leche para poder aguantar la presión y defenderme a base de mordiscos. Ahora mis dientes y mi boca pertenecen a una Marcela más mayor de lo que soy. Siempre seré más mayor de lo que en realidad soy, siempre estaré más cansada de lo que debería y estoy segura de que moriré antes de lo que se supone que debería hacerlo.
¿Por qué me siento así?”
Marcela adulta — “Día uno. Aquí comienza mi periplo hacia la desaparición, mi disolución en partículas tan pequeñas que no sean capaces de albergar la unidad mínima del dolor, sea cual sea. Deseo con mi pútrido y lento corazón que todo ese dolor se libere y no permanezca en la carne para que no afecte ni siquiera a los gusanos y las moscas que devoren los últimos tejidos de mi cuerpo, si es que es posible acaso que el dolor se traspase entre seres. En el caso de que así sea, os pido perdón a vosotras, vosotros y vosotres, hijas, hijos e hijes míos si mi egoísta decisión de escoger este camino hacia la muerte os provoca un hervidero de sufrimiento en vuestra sangre cuya procedencia no podáis comprender. Habrá sido culpa de vuestra nefasta madre biológica.
Y es que hoy me embarco en mi particular venganza en contra de quienes causaron este dolor inagotable, abandonándolo en nuestro mundo para poder marcharme de él. Para ello, dedicaré, desde ese instante, cada momento de mi vida a planear y llevar a cabo estrategias para tener el mayor número de descendientes posible, hasta que haya entregado tanta carne que a mi cuerpo le sea imposible seguir albergando vida. Cometeré el peor de los crímenes: dar vida, porque dar vida implica hacer existir a seres protozoicos que se dedicarán solo a eso, existir, matando lo que es realmente la vida; o a seres que anhelan conectar con una vida que cada vez ha desaparecido más del contexto humano y que serán, por ello, eternamente desgraciados. Les haré enfrentar a la muerte irremediable y desearla, sufrir el dolor del cuerpo, azuzado por esta genética maldita y defectuosa que poseo. Cometeré el peor de los crímenes infinitas veces: dar cientos de vidas, porque solo así podré acabar con la mía. Es por ello que si ese dolor os llega, será mi culpa, yo os lo habré heredado.
Sin embargo, ese dolor será, junto al abandono, el único contacto que mis vástagos tendréis conmigo, pues no reconoceré ni me haré cargo de ninguno. Si de niña quería ser como mi abuelo, nada me aterra más ahora que acabar cumpliéndolo. El miedo a convertirme en una violadora, pederasta y abusadora de su propia descendencia como mi abuelo o como tantos otros con los que comparto calles, mesas y filas; que inundan sus casas con lamentos impronunciables y desgarradores mientras se espasman y liberan su esperma sobre pequeños cuerpos, otrora confiantes en la protección familiar, estallados desde dentro, donde han sido marcados con hierros candentes… Ese miedo, aunque quizá sea irracional, me desborda. Me desborda como me desborda el miedo a hacer que alguien se sienta como me hicieron sentir a mí. Me paraliza y tortura como si de cada poro de mi piel saliera una aguja que atraviesa todos mis nervios y órganos y aún así siguiera con vida. No puedo arriesgarme, por muy imposible que me parezca, a hacerle eso a nadie. Ni a hacérmelo a mí misma. No podría soportar las imágenes a las que mi cabeza me sometería cada vez que tuviera que bañar, cambiar, duchar o ver desnuda por cualquier razón a cualquiera de mi prole. ¿Cómo podría siquiera mecerles, acariciarles, besarles o dormir a su lado con la visión constante en pantalla plana en el interior de mi hueso frontal de mí misma, en primera persona, realizando los mismos actos aberrantes que me han traído hasta aquí? No puedo. Sería una madre nefasta y jamás alcanzaría mi venganza y mi desaparición. ¿Y si existe algo dentro de mí que puede activarse en cualquier momento? Tendría que vivir cada segundo con la preocupación de que, en el siguiente, algo que escapa a mí control haga que cambie de parecer respecto a mis actos. No puedo arriesgarme por muy infinitesimal que sea la posibilidad. Por eso, he decidido que lo mejor será que jamás os conozca y que nunca me encontréis, aunque no debería ser difícil, pues espero haber sido absorbida por la tierra mucho antes de que tengáis edad de comenzar a buscarme. Pues ahora que gozo del daño del sexo, del daño que siempre me hizo, ahora elegido por mí; por fin puedo disfrutar de follar, porque sé que follar me matará.
Como Agamenon y Edipo de Atreo,
de mí naceréis vosotras, mis malditas hijas.
Conjuro aquí vuestra ignorancia,
como enemiga de esta maldición que os otorgo,
en pos de concederos algo algo de felicidad.”
FIN DE LA PRIMERA INTERRUPCIÓN. LA HABITACIÓN ROSA.