Relato significativo del proceso didáctico (II)
Han pasado tres semanas desde la fecha de entrega del primer poema. Las clases han seguido su curso y nuestra relación de profesor-alumnos se asienta en unos valores que el día a día ha ido potenciando. El trabajo es innegociable y estos alumnos, con alguna necesidad de recordar lo que es la obligación que cada uno tiene, cumplen muy bien con sus “deberes”. Ya me van conociendo y saben que si hay que divertirse, nos divertimos como el que más; saben que venimos a trabajar y trabajamos. Si nos podemos divertir trabajando, ese principio horaciano tan clásico del docere delectando, nos cansaremos menos; aprenderemos más.
Yo ya les había pergeñado un plan de escritura que no iba a acabar con un poema, por eso, cuando les dije que ya teníamos que ir pensando en plantearnos hacer un segundo poema –aunque con alguna expresión de sorpresa (¡Otroooo!), la mayoría se preguntaba si iba a ser como el primero. Yo les dije que “igual, igual, no. Nos parecería aburrido y repetitivo”. “Entonces, ¿cómo?”– me preguntaron. Otra vez el propósito estaba tejiendo una red para que cayeran en ella sin darse cuenta. Entonces yo les mencioné un nombre y un libro para saber qué sabían: Federico García Lorca y Poeta en Nueva York. Como me esperaba, pues sería lo normal, no lo conocían. Pero era miércoles y no les dije más.
El jueves la clase de lengua con el grupo es a sexta hora, la última, y los alumnos están cansados... ¡A mí me ocurre lo mismo! Así que actúo con inocencia y me dejo caer en sus redes: persiguen que no “demos clase”. Entonces comienzan a preguntarme por el libro que estoy leyendo o la serie que estoy viendo. No es solo un subterfugio para no abrir los libros –que también–: les encanta que les cuente historias, aunque sea la síntesis de la globalidad del libro o la película. Como si no supiera lo que pretenden, insisto en que yo me dejo enredar, pero les advierto que lo sé:
- Oye, ya está bien, que sé que lo que queréis es que no abramos el libro. Pero esto tendrá que llevar consigo alguna contrapartida…
Y les pido, por ejemplo, que me han de poner por escrito ese resumen oral que yo les hago. La oralidad, ese “que no se nos muera la lengua viva en las aulas”, que demandaba Machado, se nos impone con una naturalidad que les gusta y los cautiva. ¿Alguien conoce a algún alumno al que no le guste que le cuenten historias?
Y casi al final de la clase, cuando el timbre se apresta para advertirnos que nos vayamos a comer, les pregunto por Federico. Seguramente, todos me responden que siguen sin saber quién es, porque nadie se habrá molestado en buscar nada de lo que dijimos ayer. Y hago como que me enfado… “¿Así que yo comparto con vosotros mis lecturas, mis pelis y vosotros no os interesáis por algo que os he mencionado para hacer el segundo poema? Pongo voz como de amenaza: “Pues mañana os voy a traer un verso de algún poema del libro de este poeta que os mencioné y ese verso habrá de servir de inspiración para el segundo poema que vais a realizar. ¡Espero que os sorprenda!” Y llega el viernes y comienzo la clase a la manera de Fray Luis. ¿Qué hicimos ayer? Y ellos me resumen y me recuerdan, aunque no he olvidado nada.
- ¡Y nos dijiste que nos ibas a leer un verso de Federico para que nosotros hiciéramos el segundo poema!
¡Qué gusto escuchar por boca de ellos lo que yo quiero mandar!
“Pues sí, es verdad. Aquí lo tengo”. Y saco de la cartera alguna edición que he traído de casa. Y busco en Internet y proyecto alguna imagen del autor, de la portada del libro…
- ¿Y el verso?
- ¿Cuándo tenemos que entregar el poema?
Les contesto a la segunda antes que a la primera. Me interesa su implicación antes que su sorpresa.
- Ya sabéis que dijimos que haríamos tres o cuatro poemas. Y que los mandaría el viernes - ¡por eso no os pongo ninguna actividad más para el finde! (como si lo que les pido no es algo más complicado que cualquier ejercicio de los de gramática, por ejemplo)- para que os pongáis con ello durante el fin de semana y me lo podáis mandar para que yo os lo devuelva corregido.
- Pero, ¿nos dices el verso?
Y casi se me ríen los huesos cuando me hago de rogar y comienzo con preámbulos. “Yo sé que he elegido un verso difícil, en el que hay una palabra que quizá os condicione en exceso el contenido del poema que vais a pensar. Y no me gustaría que os sintierais mal con ella. Ya sabéis que hemos dicho que “en esto del surrealismo las palabras nos pueden traer, más que nunca, cualquier palabra, cualquier idea, y no solo las que podrían ser más evidentes o “lógicas”. (¡Vaya, salió la palabra casi sin quererlo!) Así que, como os he dicho desde el principio, dejaros llevar y…
-¿Cuál es el verso, maestro?
Dejadme antes que os hable un poco de Federico, que os lea algún poema suyo de otros libros y que os diga cuándo escribió el que contiene el poema y el verso que os voy a poner en la pizarra. Y después de hacer lo que digo, cojo la tiza y escribo:
Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes,
Hay una coma al final, pero si alguien quiere poner un punto y que ese primer verso, esa primera idea, se quede acabada, puede hacerlo. Pero todos tendréis que empezar por este verso. ¿De acuerdo? Y nadie se extraña del contenido o, al menos, nadie dice nada ni expresa ningún tipo de asombro ante la empresa que debe hacer ni sorpresa por el significado que contienen las palabras. Sin duda puede haber aceptación por la imposición; pero, sin duda, creo que lo que más hay es aceptación porque el irracionalismo del surrealismo pueda contener cualquier cosa. En este juego al que jugamos se admite todo; el “disparate” no existe –ya lo hemos comprobado en el poema anterior–, porque no hay disparate en jugar con las palabras y hacer con ellas “como la naturaleza hace un árbol”.
Alguien me lo preguntó, pero yo me hice el sordo y no quise contestar.
- ¿Cuál es el título del poema?
Y no quise contestar por dos motivos. El primero era por hacer más viva su curiosidad y que fueran ellos quienes, si de verdad querían saberlo, quienes debían acudir al “señor Google” y preguntarle a él. El segundo, porque temía que ese campo semántico que podía abrir la palabra “ataúdes” que aparecía en el verso se llenara exclusivamente de “oscuridad” al saber que el título era “Niña ahogada en el pozo”.
Puede parecer paradójico que, con alumnos de segundo de la ESO o con cualquiera de los alumnos de esta etapa, en mi propósito de que escriban, de que hagan poemas, esté implícito el interés o empeño en que derriben –sin saberlo ellos mismos– aspectos establecidos por la literatura canonizada que ellos deben leer o estudiar. No sé si es paradójico. Yo lo siento como una necesidad de hacerles fácil lo que no lo es: ponerse a “inventar, a escribir poemas, en este caso”. ¡Cuántas más facilidades se les den, cuántas más trabas se les quiten, mejor entrarán en el espacio en blanco del misterio del folio que ha de contener su creación!
¡Crear!
¡Está todo dicho!
Y a lo largo del fin de semana me embarqué en un proceso de recepción y de emisión de unas palomitas mensajeras que traían y llevaban de vuelta, corregidas, las invenciones de mis alumnos, que tuvieron que preguntarse - ¡imagino! - qué había al otro lado del sufrimiento de las estatuas o de la oscuridad de los ataúdes. Y, sobre todo, con qué ojos mirar todo este desconcierto al que se han comprometido para que surjan los necesarios “campos magnéticos”, “la escritura automática” que vaya completando los versos.