Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 4. Artistas, mujeres de teatro y espectáculo

Adaptación, subversión y transgresión en tres artistas victorianas. Los casos de Elizabeth Siddal, Marie Spartali Stillman y Evelyn De Morgan

Mª Cristina Hernández González

Universidad de Sevilla/ IES Miguel Fernández de Melilla

Resumen: Las artistas de la segunda mitad del siglo XIX se encontraron con numerosas limitaciones (temáticas y técnicas, así como educativas y formativas, o de valoración de su trabajo) impuestas a su género desde el sistema victoriano patriarcal. Pero hubo artistas que establecieron miradas críticas mediante la adaptación, la subversión o la transgresión de las iconografías imperantes. Elizabeth Siddal, la autodidacta modelo, pintora y poeta prerrafaelita, a la sombra crítica e histórica de su compañero D. G. Rossetti; Marie Spartali Stillman, pintora y modelo ocasional, hija de ricos emigrantes griegos, vinculada al Prerrafaelismo y al Esteticismo, y Evelyn De Morgan, de orígenes aristocráticos, la mayor transgresora, espiritista, feminista y pacificista. Tres modelos de apropiación progresiva de las iconografías misóginas y masculinas que ellas critican, subvierten y transgreden, con el fin de dotarlas de un nuevo sentido desde una perspectiva estrictamente femenina y feminista.

Palabras clave: Elisabeth Siddal; Marie Spartali; Evelyn Pickering De Morgan.

1. Elizabeth Eleanor Siddal, precursora prerrafaelita

Elizabeth Siddall (1829-1862), sombrerera y modista londinense, fue la creadora de una obra singular en el seno de la Hermandad Prerrafaelita. Supuestamente “descubierta” por W. Deverell, comenzó como modelo posando para los pintores de la Hermandad, como Millais y William Holman Hunt; se enamoró de Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), el poeta-pintor fundador del grupo prerrafaelita y precursor del simbolismo esteticista británico, y comenzó a pintar. Su obra poética y pictórica merece nuestra atención por su fina ironía y la adaptación de temas masculinos desde una perspectiva crítica. Recibió el mecenazgo de John Ruskin, quien le entregó un elevado sueldo anual por su trabajo, aunque durante un tiempo excesivo su obra ha sido ignorada e infravalorada (Marsh 1991: 206-207). Su desafortunada muerte por una sobredosis de láudano, recetado por sus constantes enfermedades, truncó una prometedora carrera como pintora y poeta. Fue la primera mujer en participar en una exposición del grupo en la década de 1850, pero también tuvo una exclusivamente para ella en 1991. Expuso siete de sus trabajos en la exposición del Russell Palace en 1857 y una de sus acuarelas en la British Art Show (Dunstan 2009: 25-26). Pinturas y dibujos como The Lady of Shalott (1853) –con el que replicó a William Holman Hunt-, Lady Clare (1854-1857), la ácidamente sutil Pippa passes (1854), The haunted wood (1856), The Eve of St. Agnes (1856) o el imponente Clerk Saunders (1857), entre otras obras, así como los dieciséis poemas que dejó, de versos muy admirados por su cuñada, la poeta Christina Rossetti, y los decadentes Swinburne y Wilde (Hassett 1997: 443-470), están sirviendo para que hoy sea re-contextualizada como una figura distintiva dentro del movimiento prerrafaelita, pero también dentro del grupo de mujeres artistas que determinaron pertenecer a su propia tradición, buscando una genealogía (Marsh y Nunn 1997: 114-118).

Como poeta, Siddal se caracterizó por escribir poemas de versos breves e íntimos y reelaboraciones de baladas tradicionales y coetáneas, de las que también realizó representaciones visuales, ya que le permitían explorar en la voluntad femenina, en su ciclo vital y en las vicisitudes impuestas por la mentalidad victoriana, a través de dos médicos artísticos (Ehnenn 2014: 255-256). Por ejemplo, su acuarela The Ladies’ Lament from Sir Patrick Spens (1856) recrea el final de la balada de Walter Scott para denunciar la futilidad de la espera de las obedientes, fieles y pacientes mujeres. La espera es trabajosa, física y mentalmente, en esta comunidad femenina que aparece compacta y profundamente unida e integrada en el paisaje. A pesar de que este es un espacio abierto, la disposición del grupo incrustado en el marco rocoso sugiere encerramiento, opresión y enclaustramiento. Son prisioneras de un deber social y una obligación moral que, sin embargo, las tienen hastiadas, fatigadas e impedidas (Ehnenn 2014: 260-262). En la mayoría de sus obras hallamos la tensión del cuerpo femenino como metáfora de la presión social y las expectativas victorianas acerca del comportamiento de las mujeres. En la acuarela Lady Clare (1857), que ilustra la balada homónima de Tennyson, Siddal captura el momento de incertidumbre de la joven Clare ante el conflicto de tener que elegir entre mentir y actuar sin ética o decir la verdad desobedeciendo así a su madre (Woolley 2014: 70-71); un momento de confusión y duda que se expresa por la claustrofóbica unión, casi fusión y mezcla, de las dos figuras femeninas, difíciles de distinguir (Starzyk 2007: 15). Puede consternar el hecho de que Siddal no solo denunciara la sociedad patriarcal victoriana, sino que también dirigía su crítica hacia la conducta de cierto tipo de mujeres. Lady Clare implicaba también un rechazo hacia las acciones negligentes de otras mujeres que, desde su perspectiva, acababan perjudicando la imagen del género femenino.

Algo mucho más evidente en el dibujo Pippa Passes (1854), basado en la escena III del poema homónimo de Robert Browning, cuando la pura y virginal Pippa pasa por delante del grupo de sensuales y terrenales prostitutas; la antitética representación de los cuerpos, gestos y vestimentas de una y otras representa la acusada diferencia entre los dos tipos de mujer que se establece en el poema originario. La prostitución femenina, emblematizada a través del modelo de la fallen woman, se había convertido en otro tema favorito de los artistas victorianos. Se ha pensado que tras este dibujo Siddal estaba acusando directamente a ciertas amantes de Rossetti, como Annie Miller o Fanny Cornforth, modelos de otros cuadros del artista, con los que el prerrafaelita le era infiel con frecuencia, de manera que ellas representarían el amor sensual ilícito y la deslealtad entre mujeres, en contraposición al amor verdadero y puro. Ahora bien, Siddal no muestra tanto esta antítesis entre mujer espiritual/mujer carnal desde el autobiografismo como pudiera pensarse, ni tampoco está recreando el motivo de la fallen woman prerrafaelita, sino que opta por centrarse en las nefastas consecuencias de la falta de sororidad y la ausencia de compañerismo entre mujeres, puesto que las prostitutas son cómplices de quienes quieren dañar a Pippa.

Algunas de sus obras constituían una ácida reflexión acerca de las nefastas consecuencias que podía conllevar el amor a los hombres. Clerk Saunders (1857), basado en el Minstrelsy of the Scottish Border (1802-1803) de Scott, retrata un momento crucial de la balada. Sanders y May Margaret pasan una noche de amor y el joven paga esta deshonra con su vida a manos de los siete hermanos de Margaret. El fantasma de Sanders acude a visitarla desde el más allá y ella le pide una prueba de su amor, un beso. Pero el contacto físico supondría la muerte de la propia Margaret por lo que ella le concede un beso a través de una vara de cristal (Woolley 2014: 21-22). Sanders le ruega que lo libere del compromiso para regresar al más allá y ella le concede el favor a su pesar. Cuando el espectro marcha por la ventana, ella intenta perseguirlo a través de la campiña, hasta que finalmente lo pierde de vista. Margaret llora y comprende en ese instante que nunca podrán estar juntos, ni en la vida, ni en la muerte. Siddal nos ofrece una reflexión acerca del fracaso de la comunicación entre un hombre y una mujer. La muerte ha separado físicamente a los amantes, su comunicación solo puede ser mediada –la varita- y figurada. El cuerpo femenino vuelve a aparecer tenso y en conflicto entre el deseo y la realidad, entre el amor egoísta y el sacrificio por amor.

Es, no obstante, su versión de la tennysoniana Lady of Shalott (1853) la mejor muestra del conflicto entre ser mujer y ser artista en la Inglaterra victoriana (Shefer 1988: 24). Una maldición mantiene encerrada a la Dama, dedicada día tras día a tejer en su telar y a la que se le prohíbe mirar por la ventana al exterior o, de lo contrario, morirá. La Dama de Shalott formaba parte de la cosmología iconográfica de prisioneras indefensas en el arte prerrafaelita. William Holman Hunt, años atrás, había realizado su propia interpretación de la Dama de Shalott, ilustrando el momento de su caída en la tentación -ella mira a Lancelot, un acto claro de desobediencia-, desde una perspectiva claramente erotizada y misógina. En cambio, Siddal nos muestra a una Dama que continúa trabajando en su telar; parece más bien molesta por haber sido interrumpida, ya que solo gira su cabeza, mientras el resto del cuerpo sigue frente a su quehacer. En el espejo, un tímido reflejo del caballero que se encuentra fuera. Siddal enfrenta aquí el mundo interior y el exterior, el femenino y el masculino, las ambiciones profesionales y las obligaciones sociales. Shefer considera que el dibujo era un autorretrato, de manera que Siddal se identifica con la Dama, el telar con el caballete y el reflejo del varón en el espejo representaría entonces la vigilancia y el control de Rossetti y de Ruskin (Shefer 1988: 26-27). En consecuencia, Siddal estaba cuestionando muy seriamente las condiciones en las que se encontraban las artistas utilizando, irónicamente, uno de los arquetipos preferidos de los prerrafaelitas.

2. Marie Spartali Stillman, adaptación y subversión estéticas

Marie Spartali Stillman (1843-1927), británica de orígenes griegos, nació en el seno de una rica familia que emigró a Londres durante la diáspora griega por la presión otomana. Su padre, cónsul en Gran Bretaña, pertenecía al círculo de Constantine Ionides, importante mecenas y coleccionista de obras de la Pre-Raphaelite Brotherhood. A las fiestas que organizaba su padre en el jardín, acudían jóvenes escritores y artistas a quienes atrajo la excepcional belleza de Spartali (Rowland 1978: 166). Considerada, pues, una stunner para los prerrafaelitas y una de Las Tres Gracias, junto a María Zambaco y Aglia Coronio (Jiminez; Banham 2001: 513), posó como modelo principalmente para Rossetti, a quien admiraba y tal vez amaba (Marsh 1999: 230), pero también para otros importantes artistas del momento como Ford Madox Brown, Edward Burne-Jones, James McNeill Whistler y la fotógrafa Julia Margaret Cameron. Insatisfecha con ser un mero objeto de consumo artístico, decidió recibir formación en dibujo y se hizo pupila de Ford Madox Brown de 1864 a 1870 (Marsh; Nunn 1997: 131). Spartali terminaría formando parte de la segunda fase del movimiento prerrafaelita, exponiendo sus obras en los museos y las galerías más importantes, sobre todo, la Grosvenor Gallery (Marsh 2003: 160). En 1871, y sin aprobación paterna, se casó con el periodista americano William James Stillman. A pesar del escaso o nulo apoyo de su marido a su carrera artística y de las obligaciones maternales y domésticas, Spartali retomó la pintura tras un periodo de baja producción con el fin de contribuir a los ingresos de la familia (Oberhausen 2006: 88). La larga estancia de los Stillman en Italia condujo a Spartali a realizar pinturas de clara influencia veneciana y florentina y a interpretar temas de Dante y Boccaccio.

Sus primeras obras ya muestran un trabajo crítico y comprometido con el género femenino y con su origen griego. Elegía deliberadamente a destacadas heroínas griegas de la historia y la mitología, como la poeta lírica Corina o la desafiante Antígona, mujeres activas, creativas y defensoras de sus ideales. No en vano, posó para la Hypatia (1868) de Julia Margaret Cameron, quien probablemente influyó en sus revisiones feministas de temas y personajes prerrafaelitas (Cherry 2000: 167-173). Su Antigone Giving Burial to Polynices, expuesta en la Dudley Gallery en 1871, muestra un momento representativo de la obra de Sófocles: Antígona está desafiando la prohibición del rey para darle a su hermano los ritos funerarios. Spartali muestra a Antígona espantando a los cuervos que revolotean alrededor del cadáver, mientras su hermana Ismene mira con temor y prudencia al fondo, donde se hallan unos guardias que están dándose un festín. Ellas representan la civilización y los guardias la brutalidad (Sarafianos 2006: 158-159).

Fue también una interesante innovadora de la técnica pictórica. Como a todas las damas victorianas de clase media-alta, a las que se les permitía únicamente la educación en determinadas destrezas -música, canto, bordado, idiomas- consideradas adecuadas para su género (Orr 1995: 150), Spartali fue instruida en la pintura de acuarelas, suaves y delicadas, consideradas más femeninas que el óleo, técnica que, al exigir un gran dominio, era exclusivo de los varones (Orlando 2009: 634-635). Pero ella mezclaba acuarela, gouache y carboncillo, a lo que añadía pigmentos y aditivos que daban a sus imágenes un aspecto de óleo, rompiendo así con los tradicionales límites de género.

Una de las maneras en que Spartali adaptó, subvirtió y transgredió a través de su arte fue la anulación de la mirada masculina del creador/espectador reconduciendo los paradigmas eróticos inscritos en la figura femenina. Prerrafaelitas y esteticistas solían mostrar mujeres ensimismadas, con la mirada ausente, con una expresión que esquivaba el contacto visual con el espectador o directamente con los ojos cerrados. Constituía una práctica expresiva de sumisión y de negación de voluntad en estas figuras, ya que quedaban como meros objetos para el deleite del observador, quien ostenta el poder y el control sobre lo observador. Sin embargo, las mujeres de Spartali miran directamente, sin agresividad, pero con firmeza, o redirigen la mirada con el lenguaje gestual. Spartali deserotizaba sus figuras para convertirlas en modelos de intelectualidad, erudición y elegancia, y lo hacía tomando motivos y personajes ya tratados por sus colegas varones. Esto lo podemos comprobar en sus pinturas italianas, basadas en Boccaccio y Dante. Habiendo posado para la etérea y a la vez sensual Fiammetta de Rossetti, ella hizo dos versiones, The Last Sight of Fiammetta (1878), hoy en paradero desconocido, y Fiammetta Singing (1879), en las que la donna boccacciana aparece como una figura activa artísticamente, tocando una mandolina o cantando para sus compañeras, respectivamente (Marsh 2003: 161).

Quizá esto pueda parecer un gesto ínfimo de subversión o reacción contra las limitaciones de los roles de género, pero que una artista eligiera un autor como Boccaccio, considerado libidinoso e indecoroso por la sociedad victoriana, sí que provocó cierta consternación dentro del mundo del arte y de la crítica (Marsh 2003: 162), hasta el punto de sugerir que la señora Stillman había sucumbido a la estética de la obscenidad (Spencer 1999: 83). No cabe duda de que su Madonna Pietra degli Scrovigni (1884) era un homenaje a Leonardo da Vinci, pero también una respuesta contundente a la Madonna Pietra (1874) de Rossetti. Ambas obras remiten a la sextina de Dante “Al poco giorno e al gran cerchio d’ombra”, la única de las rime petrose que tradujo Rossetti para sus Early Italian Poets (1861) (Rossetti 1861: 325-326). La imagen es un pastel en el que Pietra aparecía completamente desnuda, con el cabello elegantemente recogido y sujetando una esfera de cristal, en una pose forzada y sensual. Si observamos, en cambio, la Madonna Pietra de Spartali, no solo nos encontramos con una noble dama vestida. Es una figura femenina antepuesta a un paisaje de montañas rocosas que funcionan como alusión de su pétreo nombre, un retruécano muy utilizado por Leonardo. Los tonos verdosos y blancos predominan en la imagen donde el simbolismo vegetal es abundante: la ramita de endrino, la guirnalda de elébore, las perennes hojas del roble, los suaves toques rojizos de los alhelíes remiten al cambio de estación, al tránsito del invierno a la primavera, al final de un ciclo que cede espacio al nuevo que comienza (Marsh 2003: 168-169).

Asimismo, reelaboró las imágenes de confinamiento femenino, muy apreciadas por los prerrafaelitas, estableciendo críticas sutiles, aunque irónicas, o invirtiendo el poder de la mirada del masculino espectador. Las representaciones de mujeres encerradas, prisioneras o enclaustradas, propias de las fantasías androcéntricas, intercambiaban y fusionaban diversos motivos pictóricos, como el pájaro, dentro o fuera de su jaula, el encuadre en el balcón o en la ventana y el libro abierto, con frecuencia un misal o devocionario. Las imágenes de mujeres lectoras, hojeando melancólicamente las páginas de un libro o simplemente teniéndolo entre sus manos, como señala Susan Casteras, reflejan los conflictos ante las transformaciones que las mujeres de clase media tuvieron que soportar -con mayor o menor resignación- en el seno de la victoriana sociedad patriarcal (Casteras 2007). El libro, como objeto, se convirtió en una nueva caja de Pandora, por lo que a Pandora, paradójicamente, se la tuvo que encerrar en otra caja -la jaula dorada. Ante el temor de una mayor adquisición de conocimiento por parte del género femenino, las manifestaciones visuales de la época adoptaron libros no peligrosos, como Biblias, misales, devocionarios o inofensivos poemarios para la ociosa mente femenina victoriana. La iconografía de la lectora contribuyó a la ideología patriarcal, ya que, aunque paradójicamente constituía una actividad placentera que distraía a la mujer de sus obligaciones como esposa, también resultaba una consunción de los ideales victorianos sobre el conveniente confinamiento del género femenino en el espacio doméstico (Flint 1992: 11-12). De hecho, en las artes visuales, la mayoría de estos libros vinculaban a la mujer con escenarios domésticos, de confinamiento y encierro, espacios simbólicamente estrechos o habitaciones ampulosamente victorianas, con ventanas semiabiertas y jardines enclaustrados. Así lo vemos en varias obras de Spartali, en las que la figura femenina siempre aparece enmarcada en un espacio muy limitado, la mayoría de las veces una ventana o balcón con cornisa que funciona como barrera visual para el espectador. Su versión de Beatrice (1895) refleja el ideal de inaccesibilidad atribuido a la amada de Dante, pero no encontramos los atisbos trágicos de la Beata Beatrix de Rossetti, con la mirada perdida, la boca sensualmente entreabierta, en pleno trance o éxtasis, combinando la espiritualidad y la sexualidad de una mujer inmóvil y sin poder. La Beatriz de Spartali, en cambio, es una joven asomada a su balcón que mira plácidamente hacia lo lejos mientras señala con su dedo algún pasaje del libro abierto apoyado en la cornisa. De este modo, dirige la mirada del espectador al manuscrito, señalando su intelecto, a la vez que su cuerpo es ocultado tras la cornisa. Toda la escena está dominada por las tonalidades verdes, color asociado a Beatriz. Una doble barrera queda sugerida por la cornisa horizontal y la columna vertical, reforzada por la ausencia de contacto visual con el espectador, como si Spartali pretendiera indicar que la excesiva reclusión de la imagen de la mujer en el arte -y en la vida- podía provocar una excesiva inaccesibilidad a dicha mujer.

En The Lady Prays-Desire (1867), basada en Fairie Queen (1590-1596) de Edmund Spenser, el ambiguo título por la oposición entre la oración y el deseo le sirve a la artista para sugerir que la acción del rezo, simbolizado por el librito casi cerrado, es más un deseo, una voluntad consciente por parte de la mujer que un simple ejercicio de gratificación moral, lo que explica la postura de la otra mano sobre la barbilla, sugiriendo actividad intelectual. Más parece una filósofa que una devota cristiana. El motivo de la lechuza al fondo, de hecho, la vincula con la diosa Atenea y la sabiduría. En Love Sonnets (1894), la lectora aparece en un interior con decoración esteticista: en una mano tiene un ramillete de caléndulas, que simbolizan dolor y tristeza, mientras con la otra alza el libro que está leyendo; la proximidad entre el rostro de la joven y las páginas sugieren una intensa intimidad entre el objeto y la usuaria, de manera que, junto al significado de las caléndulas, la lectura puede interpretarse como una forma de sanación o cura contra el dolor. No en vano, Spartali ya había tratado años antes la problemática del cautiverio femenino a través de los motivos de la mujer del interior y de la mujer niña, la eterna infante incapaz de evolucionar o madurar y que, en consecuencia, debía ser protegida por el varón y recluida en el hogar. En Convent Lily (1891) nos encontramos con esta nueva madonna, delicada y frágil como una bella flor, tan enclaustrada en la casa y en sí misma, encarnación de la ideología patriarcal sobre el ideal de mujer monástica, la mujer-monja cuyo convento no es otro sino el hogar burgués. La moderna madonna o la esposa-Virgen a quien se encomienda la custodia de un particular templo, el del honor y el alma del trabajador marido. Aquí una muchacha de mirada taciturna en lo que parece un patio ajardinado o claustro está sujetando lirios con una de sus manos, mientras la otra se posa sobre un librito de horas o misal abierto. El lirio es un símbolo mariano que indica pureza, inocencia, castidad. Además, en la simbología popular, el lirio blanco significa “pálida muerte”, de manera que tras esta flor se insinúan los dos modelos femeninos señalados. El rosario que rodea su muñeca sugiere unas sutiles y doradas cadenas.

3. Evelyn Pickering De Morgan, alegorías transgresoras femeninas

Debemos a Evelyn Pickering De Morgan (1855-1919), artista vinculada con el último prerrafaelismo, con el movimiento esteticista y con el simbolismo británico, una particular cosmología de imágenes transgresoras, subversivas e innovadoras en las que lo femenino se hace emblema de significaciones espirituales y sagradas. Y esto fue posible a merced de sus creencias espiritistas (Oberhausen 1994: 1-19), basadas en la filosofía swedenborgiana y las corrientes neoplatónicas (Owen 2004:19-25), junto con su insistencia en reconstruir la iconografía femenina, otorgándole a la mujer roles más dinámicos y trascendentales, muy lejanos de los arquetipos creados por los artistas varones. Procedente de una rica familia de orígenes aristocráticos, De Morgan se negó desde muy joven a aceptar pasivamente el rol que la sociedad victoriana le había adjudicado a su género. Contra su familia, decidió dedicarse al arte, empeñada en forjarse como artista profesional, viajó sola a Italia y se casó finalmente con William De Morgan, artista como ella que comprendía, alentaba y admiraba su compromiso con el arte y el feminismo. Espiritista, feminista y pacifista, De Morgan entendía que su arte debía convertirse en un medio para construir iconografías exclusivamente femeninas, para realizar las críticas oportunas al sistema androcéntrico y patriarcal en el que le tocó vivir y para denunciar las consecuencias que todo conflicto bélico acarreaba sobre la humanidad y, en especial, sobre las mujeres. Puede decirse que se hizo toda una especialista en alegorías de cautiverio femenino y de sororidad o hermanamiento entre mujeres (Smith 1997: 293-317). Durante la segunda mitad del siglo XIX, el arte victoriano se plagó de damiselas en apuros, mujeres encadenadas e indefensas y doncellas condenadas al encierro a la espera del rescate del héroe o caballero. Las prisioneras de De Morgan constituían una dura reacción contra la misoginia y la violencia simbólica que subyacían tras estas iconografías masculinas personificadas por Perseo, San Jorge y los caballeros medievales. De Morgan se sirvió del simbolismo del dragón precisamente para representar los demonios del patriarcado (Smith 1997: 310 y 313), como podemos ver en The Captives (1905-1910), 1914 or The Vision (1914), SOS (1914-1916) o The Search-Light (c, 1914-1916), entre otras obras. En The Gilded Cage (1905-1910) fue más explícita al exponer, a través del motivo del pájaro encerrado en la jaula dorada la problemática de la doctrina de los roles separados y el cautiverio material y espiritual al que la aclamada esposa victoriana, como ángel del hogar, obediente, abnegada y sumisa, era sometida (Smith 1997: 300).

La escena conyugal en The Gilded Cage queda dividida visualmente por la ubicación espacial del maduro esposo y de la joven esposa, al igual que por sus posturas: ella de espaldas, mirando a través de la ventana; él, sentado y de frente. Este caballero, de evidente mayor edad que su esposa, es poseedor de riquezas mundanales, como nos revelan sus ropas, las lujosas cortinas y alfombras de la estancia y, sobre todo, las joyas tiradas en el suelo. Es también un hombre erudito y cultivado, por los libros que vemos en la estantería y que versan sobre poesía, música y medicina. Sin embargo, su esposa ha arrojado en la alfombra sus joyas y uno de los libros, lo que simbolizaría el despertar de su conciencia, pues está rechazando lo material y ya solo desea unirse a la libertad de la juvenil fiesta que se celebra al otro lado del cristal de la ventana. El grupo de gitanos, figuras errantes y libres, en el exterior, simboliza la libertad del espíritu, la autonomía de movimientos, una vida antimaterialista y la armonía de la comunidad de iguales. De Morgan establece un claro paralelismo entre el pájaro que vuela libremente en el exterior, probablemente una golondrina, ave viajera, y el canario doméstico enjaulado en el interior. Simbolizan respectivamente el deseo de libertad y el estado de cautiverio de la joven. Un cautiverio al que ha sido sometido por aceptar las comodidades materiales del pacto matrimonial. Evidentemente, De Morgan estaba denunciando con esta división visual y con estas oposiciones simbólicas la doctrina victoriana de las esferas separadas, por la que al varón le correspondía la esfera pública y a la mujer, el casi claustrofóbico ámbito doméstico. La artista nos otorga su rechazo a la victoriana presuposición de que el amor al hogar, a los niños, al esposo y las obligaciones domésticas eran las únicas “pasiones” que podían sentir las mujeres (Smith 2002: 117-119). El color de su vestido, además, se corresponde con el cromatismo del canario encarcelado, como si ella fuese otro posesión del caballero –al igual que las ricas telas, las joyas y los libros-, pero al mismo tiempo alude al amarillo alquímico, esto es, al color de la transformación. Estamos, pues, ante una doble alegoría, muy del estilo de De Morgan, ya que representa el cautiverio femenino a través del matrimonio victoriano a la vez que el cautiverio del alma en lo material y lo corporal.

En sus alegorías mitológicas, De Morgan expuso al mismo tiempo su rechazo contra el androcentrismo de la sociedad victoriana y su crítica hacia el tratamiento de la imagen de las mujeres por parte de sus colegas varones (Smith 1998: 53-73). Y su defensa de un planteamiento feminista, pacificista y espiritista a través del arte atraviesa este corpus, desde su temprana Ariadne in Naxos (c. 1877) hasta Demeter Mourning for Persephone (1906). Por ejemplo, su Clytie (1886-1887) es un perfecto exponente de personaje mitológico femenino abordado desde la perspectiva de una mujer pero utilizando las mismas estrategias de un varón (Gordon 1996: 18). Los artistas victorianos solían recurrir a determinados mitos por motivos personales e ideológicos y el de la ninfa Clitia, enamorada de Helios y transformada en heliotropo o girasol (Innes 2014: 1027-1028), les permitía establecer una interpretación de la superioridad masculina mediante la asociación de lo solar y lo apolíneo con lo masculino. Rechazada por Helios, cuenta Ovidio en el libro IV de sus Metamorfosis, Clitia decide aislarse, no comer y permanecer quieta para mirar al sol día tras día hasta que sus miembros se adhirieron a la tierra y se metamorfosearon en girasol, flor que siempre se gira buscando los rayos solares (Bulfinch 2002: 151-152). El girasol, precisamente, se convirtió en emblema del movimiento esteticista y como motivo decorativo aparecía en telas, baldosas, cerámicas, jarrones, cubiertas de libros y todo tipo de productos, mientras que Clitia se convirtió en personificación del amor devoto y fidelísimo. G. F. Watts hizo un cuadro (1865-1869) y un busto en bronce (1868) en los que Clitia se encuentra en el instante de su transformación, con el pecho desnudo y la cabeza y tronco contorsionados de manera dramática y forzada. Es evidente que Watts había interpretado el mito en términos de posesión sexual. Aunque las dos versiones del mito que realizó Frederic Leighton son posteriores a la pintura de De Morgan, muestran su creencia en la superioridad masculina. Su primera Clytie (1890-1892) es un impresionante paisaje con la diminuta ninfa en una esquina, arrodillada ante una estatua de Apolo. La inmensidad del cielo con las nubes traspasando los últimos rayos de sol simboliza el dominio y la grandeza masculina frente a la sumisa y subyugada figura de Clitia, que representa la inferioridad femenina. En su segunda versión (1895-1896), Clitia parece ser el sujeto principal de la composición, aunque sigue arrodillada y con los brazos extendidos en adoración absoluta al sol, junto a un altar con ofrendas y un pilar sobre el que se vislumbra el pie de una gran estatua de Apolo (Jones 1996: 240). La dicotomía masculino/femenino continúa estableciéndose a través de la superioridad/inferioridad, de sujeto poseedor/objeto poseído, de dominación/subyugación (Kestner 1989: 74-75, 161). En cambio, la Clitia de De Morgan es completamente opuesta a la de Leighton y Watts. Desnuda y de pie, no arrodillada, con los brazos protectores recogidos y no abiertos; está precisamente evitando los dañinos rayos del sol, girándose hacia el lado opuesto (Smith 2002: 86-89). La Clitia de De Morgan es, al contrario, como ninfa perteneciente al mundo acuático, la personificación del género femenino que rechaza el masculino mundo apolíneo y solar. Esta subversión la encontramos igualmente en The Dryad (1884-1885), donde lo femenino representa la transformación espiritual (Smith 2002: 85-86), a diferencia de la posesiva y terrible dríade de la versión misógina de Burne-Jones en The Tree of Forgiveness (1882); o en Venus and Cupid (1878), donde la diosa de la sexualidad, vestida y acompañada de su hijo, es presentada como una tierna madre en plena compenetración con el dios del amor, y no como una seductora anadyomene de escultórico cuerpo desnudo y belleza inexpresiva, al estilo de Leighton.

Evelyn De Morgan se apropió también de la iconografía de las magas y hechiceras desligándolas completamente del tratamiento misógino que los prerrafaelitas habían reproducido hasta la saciedad como expresión de sus deseos y de sus miedos. En opinión de Susan Casteras, la representación en las artes plásticas de mujeres dotadas por una gran capacidad intelectual o por una extraordinaria creatividad se tradujo en la iconografía de brujas y hechiceras: las mujeres sabias e instruidas eran consideradas unas intrusas, además de resultar una auténtica rareza para la obtusa mentalidad victoriana (Casteras 1991: 142). A pesar de la diversidad y proliferación de brujas y hechiceras mitológicas y medievales, de mano de Burne-Jones con Sidonia von Bork (1860) y sus reiterativas Nimuës (1861;1870;1874); de F. Sandys con Vivien (1863), Morgan Le Fay (1864) y Medea (1868); de J. W. Waterhouse con The Magic Circle (1886), Jason and Medea (1907), sus Circes (1891;1892) y The Sourceress (1911-1914), se mantiene una lectura única para todas ellas. Son mujeres que, por su sabiduría no canónica, por estar empoderadas, resultan terribles y funestas para el género masculino, pero también sexualmente tentadoras. Ellas suponían un peligro simbólico y sobre ella volcaron los artistas los temores de ver amenazada su masculinidad (Taylor 1997: 121-131). Ellas forman parte del arquetipo de la femme fatale. En cambio, De Morgan -influida por la corriente espiritista, que consideraba positivamente a las médiums como mujeres sabias y poderosas, otorgadas con un don casi divino- nos ofrece a mujeres estudiosas, eruditas, instruidas y concentradas en su mágico poder en una Medea (1889) nada vengativa ni asesina, sino una esposa y madre azotada por las decisiones del varón (Smith 2002: 100-102), y en The Love Potion (1903), una alquimista -y no una bruja- que prepara un filtro mágico en su biblioteca para lograr la metamorfosis del alma y el más alto grado de desarrollo espiritual (Smith 2002: 107-108).

Asimismo, De Morgan subvierte y transgrede otro modelo de femme fatale, la sirena, la mítica figura híbrida seductora que conduce a los hombres a su destrucción. Frente a las terribles sirenas, ondinas y otras criaturas acuáticas femeninas que podemos encontrar en The Fisherman and the Siren (c. 1856-1858) de Leighton, Ligeia Siren (1873) y A Sea Spell (1877) de Rossetti, A Sea Nymph (1881) y The Depths of the Sea (1887) de Burne-Jones, las clásicas sirenas aladas en Ulysses and the Sirens (1891) y A Mermaid (1901) de Waterhouse, The Kiss of the Enchantress or The Knight and the Mermaid (1890) -una insólita fusión entre Lamia y la sirena de la artista Isobel L. Gloag- o en las múltiples versiones de Herbert James Draper (1894; 1901; 1908; 1909), De Morgan se sirve de la iconografía de la sirena acuática para crear una alegoría de la evolución espiritual en una tríada pictórica que debe interpretarse como secuencia narrativa. The Little Sea Maid (1880-1888), The Sea Maidens (1885-1886) y Daughters of the Mist (c. 1905-1910) construyen una alegoría sobre la introspección femenina, la sororidad y la transformación espiritual sugiriendo el movimiento ascendente desde las profundidades marinas hacia la entidad etérea y elevada de la neblina, así como el paso del tiempo desde la noche, pasando por el mediodía, hasta llegar a la aurora, al amanecer o comienzo de una nueva vida (Smith, 2002: 163-164). Como el nuevo comienzo en la historia y la crítica del arte para una serie de artistas que adaptaron, subvirtieron y transgredieron los masculinos cánones estéticos del tiempo que les tocó vivir.

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