Ayer y hoy del teatro
de los jóvenes

Dr. César Oliva Olivares

Universidad de Murcia

1. Los jóvenes llegan al teatro

Una de las características más destacadas del teatro actual es el descenso de los índices de asistencia en salas y anfiteatros, y un consiguiente escaso seguimiento por parte de los medios de comunicación. Entiendo que tales circunstancias se producen por dos razones principales: a) porque los jóvenes cada vez están más alejados de los escenarios, y b) porque ha descendido de manera notable la práctica del teatro de aficionados. Seguro que, si escarbamos, encontraremos otras razones, pero estas son las que, en mi opinión, me parecen más cercanas, y más propias de comentar en ocasiones como la de hoy. Esta circunstancia choca, sin embargo, con que cada vez haya más jóvenes que estudian en escuelas de arte dramático, en las públicas y en las privadas, y, según tengo entendido, cada vez hay más aulas de teatro en las universidades españolas. Esto debe de significar que cada vez hay más jóvenes a los que gusta hacer teatro, aunque, paradójicamente, no sea frecuente verlos sentados ante el escenario. Sin querer llegar ahora a conclusión alguna, estoy seguro de que ese no ir al teatro de manera regular tiene que ver con la actitud de sus maestros, que no se distinguen precisamente por ser espectadores más o menos regulares. Pero no es de esto de lo que venimos a hablar, aunque tampoco hay que desaprovechar la ocasión para decir lo que se piensa, aunque sea políticamente incorrecto.

Venimos a hablar de teatro y de juventud. De juventud relacionada con el teatro. En mis habituales incursiones en la literatura sobre práctica escénica, no me encuentro con frecuencia, todo lo contrario, con más relación de jóvenes con el teatro que las que surgen de las escuelas que, desde la Edad Media, usan la tragedia clásica para la enseñanza del griego y latín. Esa fue la primera misión que tuvo la práctica escénica en las universidades, la didáctica. Luego, es difícil advertir otros datos sobre la llegada del joven a la práctica escénica que no sean los derivados del funcionamiento de las compañías del Siglo de Oro español. Siguiendo una vez más El viaje entretenido (1603), de Agustín de Rojas Villandrado, comprobamos que las mozas y mozos accedían al teatro desde sus propias familias, esas que constituían la mayoría de aquellas compañías itinerantes. Familias en las que los padres hacían los galanes y damas; los abuelos y tíos, los característicos; y los hijos, los galanes y damas jóvenes. De manera que cuando los chicos y chicas que habían nacido en el seno de una empresa escénica salían de la pubertad adquirían ya cometidos específicos en el elenco. No había ni estudios ni escuelas; la única escuela era mirar cómo lo hacían los mayores e imitarlos. Una actualización de aquella práctica la podemos encontrar en la película de Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte (1986), verdadera crónica de cómo eran los antiguos elencos familiares, que, a pesar de estar ambientada a mediados del pasado siglo XX, respiraba aún conductas propias de siglos anteriores. Recordemos el papel que hacía Gabino Diego, el cual, siendo aún zangolotino, el abuelo lo adiestra en pintarse un bigote con un corcho tiznado para ser galán joven de la compañía.

Aunque cuentan que por tierras castellanas y andaluzas aún sobrevive ese teatro de carpa y tenderete, lo cierto y verdad es que la enseñanza del teatro ha avanzado que es una barbaridad, gracias sobre todo a maestros como Stanislavski que, por encima de reglas, movieron a que los jóvenes aprendieran el oficio con especial entusiasmo. Sus enseñanzas se extendieron por todo el mundo, animando a otros maestros a confirmar que el teatro, la práctica teatral, se podía enseñar de otra manera. Esto conecta con los ilustrados, que alcanzaron un nuevo sentido de la didáctica teatral, que llega a los primeros románticos, a partir de la pedagogía de la ópera. De ahí se extendió al resto de disciplinas escénicas. Lo curioso del caso es que los maestros, los que parecían ser poseedores de la facultad de enseñar, eran los primeros actores, los grandes actores del momento. De Talma a Carlos Latorre, pasando por Julián Romea, Antonio de Guzmán, Ventura de la Vega, Félix Enciso Castrillón y muchos otros, la actuación había empezado a enseñarse en cátedras de declamación en los conservatorios. Los jóvenes intérpretes empezaron a conocer herramientas que les facultara para ejercer el oficio. El oficio, palabra mágica, cargada de connotaciones negativas, era exactamente lo que se ejercía desde el escenario. De alguna manera, así sigue sucediendo. Ya sé que eso parece disminuir la condición artística del intérprete, pero, si nos fijamos bien, los virtuosos de la actuación parten de una base de saber hacer, a la que añaden una aportación artística y personal difícil de explicar. Voy a poner un ejemplo al respecto: el gran actor Guillermo Marín, del que nadie se acuerda ya como no sea por alguna película significativa, me contaba que él se dedicó al teatro, como muchos lo hacemos, gracias a su enorme vocación. A los quince años se despidió de casa y pudo enrolarse, como meritorio, en la compañía de uno de los grandes de la escena española de principios del siglo XX, la de Ricardo Calvo. Marín me dijo, entre ensayo y ensayo que tuve la suerte de compartir, que la manera de aprender el oficio era mirar, entre cajas, a los maestros. Luego, repetía los gestos, los tonos, la manera como solucionaba el recitado. Un día, como el zangolotino de Fernán Gómez, Ricardo Calvo le dijo: esta tarde haces tal papel. Como antes la compañía entera se aprendía, o casi se aprendía, los papeles del repertorio, superó la prueba sin problema alguno. Años después, me decía en otra conversación, que la compañía en la que estaba hizo un alto en el camino hacia América Latina en Nueva York. Paseando por Broadway vio que el gran John Barrymore interpretaba Hamlet en uno de aquellos teatros. Ni corto ni perezoso entró en la sala, y recibió una de las más grandes lecciones de su vida. Y sin saben inglés. Le dio lo mismo. Comprobó cómo Barrymore hacía las pausas, cómo elevaba la voz, cómo la bajaba, qué gesto utilizaba para cada ocasión. Estamos hablando de una manera de acceder del joven a la profesión, que ha durado hasta hace nada, y que terminó cuando se impuso la enseñanza del teatro en las escuelas, al tiempo casi que los jóvenes universitarios se formaban, de manera más autodidacta, en los TEUs. Desde los años cincuenta del pasado siglo, y aún antes, la mayoría de los actores y de las actrices llegaron al teatro desde la Universidad. Todo ello a pesar de que no estaban diseñadas de manera adecuada las ESAD, que en ese tiempo no pasaban de ser cátedras de declamación, todavía adscritas a los conservatorios.

He querido separar la práctica del teatro de los jóvenes (que creo que es lo que interesa en esta charla) de la práctica de escritura teatral de o para los jóvenes. Si la primera, como estamos viendo, es realmente compleja, la segunda resulta casi inexistente. Salvo excepciones recientes, no ha habido, al menos en España, hábito alguno para que los jóvenes escribieran o hicieran ellos mismos teatro. Los intentos de Benavente, con su 'Teatro de los niños'; Casona, con 'Retablo Jovial'; Alberti, con 'La pájara pinta', antes de la guerra civil; y, después de ella, los 'Títeres. Teatro Nacional de las Juventudes', en los años sesenta del pasado siglo, o el 'Teatro Municipal Infantil de Madrid', de 1967, dirigido por Antonio Guirau, no son más que propuestas de mayores haciendo obras para los pequeños. Es cierto que, en Cataluña, y en algunas ciudades españolas, había compañías de jóvenes haciendo teatro para niños. Pero eso no motivaba que quienes querían dedicarse al teatro, tanto en escritura como en actuación, pudieran desarrollar sus ocultas habilidades. De manera que apenas sirvió para poder hablar con propiedad de un auténtico teatro de los jóvenes.

En otros países europeos sí podemos documentar que ha habido teatro tanto para niños como para jóvenes. Traigo a colación un caso que me parece ampliamente significativo. Siempre me ha dado envidia la dedicación que en Rusia le dan al teatro de y para los jóvenes. En 1918, una chica de 15 años, que había sido actriz en un Estudio de Drama, fue a la sección de teatro y música del Ayuntamiento de Moscú en busca de trabajo. Cuál sería su empeño que la dejaron que montara una obra en la sección infantil. Durante varios meses, la chica, llamada Natalia Sats, organizó conciertos para niños. En ellos incorporó escenas teatrales para las que curiosamente no encontró intérpretes sino artistas de circo. Fue tal el éxito que consiguió que el Ayuntamiento decidió crear el primer teatro de la juventud. Los funcionarios no veían bien esta propuesta, pero después de varias discusiones le dieron un antiguo Teatro. en el que se creó, en 1921, el Teatro Juvenil Ruso de la Orden de Lenin, una institución de carácter estatal. Ideas que apoyan el teatro de los jóvenes las encontramos también en Estados Unidos. Desde 1976 se celebra durante un mes en primavera, en Louisville (Kentucky), el Humana Festival of New Plays, un certamen en el que solo se ven textos de autores jóvenes, al que acuden productores, directores de casting y de escena de Nueva York, en busca de nuevos autores e intérpretes, que hacen sus obras en diversos espacios de la ciudad. En Toronto (Canadá), el Teatro Lorraine Kimsa es para jóvenes, creando experiencias teatrales con niños y adolescentes desde 1966. He encontrado allí, información de espectáculos creados por padres e hijos con temas que parten de sus propias experiencias familiares. Instituciones similares podemos encontrar en Finlandia, en la República Checa, en Alemania (en donde hay un Festival de Teatro Juvenil), y estoy seguro de que en más países, trabajo que dejo para los interesados en el tema. Sin embargo, no quiero dejar pasar la ocasión sin hablar de un proyecto de teatro de jóvenes que tiene lugar en España. En España, pero en Cataluña, como parece obligado cuando se habla de teatro de aquí. El proyecto se llama Actuem!. Desde 2005 jóvenes de 12 a 20 años participan a lo largo del curso escolar en un taller de teatro. Chicos y chicas aprenden, con la práctica diferentes disciplinas escénicas hasta llegar a crear conjuntamente una pieza corta sobre temas que ellos mismos han elegido. A final de curso, cada grupo representa su obra en la escuela o instituto en el que estudian, además de centros cívicos, centros juveniles, etc. Este proyecto proporciona a los jóvenes recursos expresivos a través del teatro, con la idea de transformar su pequeño mundo, la sociedad, sin intención de dedicarse en un futuro a la profesión. Como vemos, todo es cosa de proponérselo, y de contar con docentes interesados en el tema, cuestión no siempre factible.

2. Los jóvenes y el teatro

Uno de los accesos al teatro de los jóvenes procedía del teatro aficionado. Quienes en él destacaban estaban capacitados para coger la maleta e irse a Madrid. Irse a Madrid, pues siempre ha sido el principal centro de producción. Hasta hace bien poco, si los jóvenes no se iban a Madrid estaban condenados a relegarse en sus pueblos y ambiciones. Y aún hoy, cuando hay ejemplos en las comunidades autónomas de compañías que trabajan regularmente, lo normal sigue siendo marcharse a Madrid. Los jóvenes aficionados y por supuesto los jóvenes diplomados. Respecto a los aficionados diré que, por información oral, sabemos que, al menos en la primera mitad del siglo XX, y antes, no había pueblo o barrio que no tuviera un cuadro artístico, a veces, vinculado a las parroquias, que contaban con pequeños teatros. Aquí, en Santa Eulalia, sin ir más lejos, yo mismo vi zarzuelas en una especie de patio interior, con escenario de ladrillo. ¿Quién no ha tenido un abuelo o una tía que hacía teatro en su pueblo?

Después de la guerra civil siguió la tradición de los teatros de aficionados. Qué otra cosa eran los TEUs que, desde el mismo 1939, programaban una obra por curso. Sólo el tiempo produjo en estos grupos cierto proceso de sofisticación. En la década de los sesenta, en Murcia se ensayaban obras teatrales en clubes, sindicatos, juventudes de Falange, Educación y Descanso, y en aquella primigenia Escuela de Arte Dramático, además, por supuesto, del TEU. Y esto se repetía en la mayoría de las capitales españolas, con actividad dependiente de su tamaño. De una cosa sí puedo estar seguro, porque yo participé en algunas de esas representaciones: la mayoría de los miembros de aquellos grupos nos convertíamos en habituales espectadores de las obras que se programaban en el Romea. Queríamos ver a los actores y actrices que pasaban por ese Teatro, ver cómo enfocaban determinados personajes, cómo se montaban los decorados, cómo se iluminaban.

Esta situación se mantuvo durante bastantes años. Hasta que llegaron ciertos cambios en los usos y costumbres de nuestra sociedad; tanto en la juventud, como en la madurez, ya que los grupos de aficionados mezclaban gentes de todas las edades. Las cosas comenzaron a evolucionar en los años de la llamada transición política. Durante el tardofranquismo, algunos de aquellos grupos de aficionados y universitarios pasaron a ser independientes, con su correspondiente proceso de profesionalización. Era un momento de cierta confusión. Las nuevas autonomías (no todas, ni siempre con ritmo similar) protegieron a los grupos de trayectoria más destacada. De manera que, en poco tiempo, se produjo la escisión entre aficionados y profesionales, aunque esos profesionales no eran del todo profesionales, al menos, como lo eran los de generaciones anteriores. Lo cierto y verdad es que empezaron a dejar de hacerse obras de aficionados, mitad por cierto menosprecio de esa condición, mitad porque apenas si quedaban locales para programar obras de estos grupos. Claro que, en este punto, habría que unir otras causas sociológicas no menos importantes. Por ejemplo, el auge de la televisión como entretenimiento de la colectividad. En años anteriores se hacía teatro, entre otras razones, para ocupar un tiempo de ocio, es decir, para pasar el rato. Enseguida vinieron programas dramáticos en la tele que reclamaban espectadores consumidores. Los aficionados, que solían ensayar después de trabajar, preferían ir a casa a ver las novelas de la pequeña pantalla, los informativos, los partidos, los concursos, el Estudio 1.

Hoy día, a pesar de que han proliferado las escuelas de arte dramático, los jóvenes que se quieren dedicar a esto lo tienen difícil. No descubro nada nuevo. También la producción teatral profesional ha evolucionado de manera extraordinaria. Las artes escénicas se manifiestan en las superproducciones, en los musicales o en los grandes espectáculos. Los festivales atrapan a miles de espectadores accidentales. Por otro lado, las compañías más o menos normales reducen sus actuaciones a fines de semana, cuando pueden. Los teatros que, hasta hace poco, programaban cuatro o cinco representaciones por título y semana, acortan su permanencia en cartel a una única sesión. Todo ha cambiado.

Y en este cambio, el joven que se quiere dedicar al teatro repito que lo tiene difícil. No porque sus capacidades se discutan, o porque su formación sea más o menos completa, o porque su afición disminuya al primer revés. Lo tienen difícil porque las oportunidades son pocas y embarazosas. ¿Cuántos de ellos se harán la pregunta del millón? Si he pasado años de mi juventud formándome; si lo que he hecho en la Escuela, o en ese grupo que creamos con otros compañeros, lo he hecho bien, a juicio de deudos y amigos; si cuando hay un casting acudo con humildad e interés, y dejo un book que me ha costado un ojo de la cara. ¿Por qué no me llaman? Hoy día, ese 'por qué no me llaman', tiene su correspondiente en hacer ellos, solos o en grupo, teatro; llevarlo a donde se pueda llevar: a la calle, al pasillo de mi Escuela, al centro de mayores. No hay que cejar en el empeño. Y dejar puertas abiertas para permanecer en el gran teatro de la vida. No queda otra.