Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 4. Artistas, mujeres de teatro y espectáculo

Tamara de Łempicka, la imagen glamurosa de la mujer de entreguerras

Miguel Ángel Coronado Corchón

Colegio Ana María Matute. Murcia

Resumen: Tamara de Łempicka (1895?-1980), icono y retratista de la mujer sofisticada y glamurosa, reinó sin discusión en el París de los años veinte y treinta, y más tarde en Beverly Hills y Nueva York. Durante los cincuenta y sesenta cayó, como el Art déco, en el olvido, del que salió tras la subasta de la colección de arte de Barbra Streisand (sala Christie’s, Nueva York, 1994) que desencadenó la locura ŁEMPICKA. Supo conjugar el Qattrocento y la escuela holandesa de la luz con el cubismo. Ninguneada por las vanguardias, zaherida y detestada por el feminismo de izquierda (aunque el desprecio era mutuo), ignorada en las sucesivas antologías de mujeres pintoras, contemplar hoy sus retratos y desnudos, los trajes vaporosos, los escotes, los pañuelos de bolsillo y los smokings bien cortados, nos permite entender el mundo decadente de entreguerras mejor que cualquier tratado de historia. En 2004, la Royal Academy of Arts de Londres la consideró la mejor retratista de los locos años veinte.

Palabras clave: Años veinte; Art déco; Artistas pintoras; Cubismo; Quattrocento; Vanguardias.

 

¿Cómo reflejar sucintamente un esbozo biográfico de Tamara de ŁEMPICKA, cuando el tema que tratar es otro, la visión de la mujer glamurosa que la pintora nos entrega?. Pues porque, en su caso, sin biografía no hay nada. Ella es sus cuadros, y sus cuadros, una proyección narcisista de ella misma. Intentémoslo en pocas líneas. Tamara de Łempicka nace en Varsovia o Moscú (siempre lo ocultó) de famIlia acomodada. En su biografía hay cuatro períodos: la estancia en Polonia y Rusia hasta el estallido de la Revolución bolchevique (1917), su instalación en el París de los años veinte y mitad de los treinta, en los que elabora su pintura más conocida y que será el momento que estudiaremos, la instalación en California y Nueva York huyendo del nazismo y su retiro de vejez a Cuernavaca, prácticamente olvidada. Y quizá un quinto momento: su apoteósico redescubrimiento en los noventa, con Exposiciones conmemorativas en todos los lugares del mundo (la última de que tengo constancia, en Verona, 2016).

Tamara de Łempicka fue una mujer sexualmente muy activa, desprejuiciada, bisexual, de grandes fiestas y, a la vez, meticulosa, obsesiva por la perfección, buscadora de un estilo propio sin adscripción a escuelas, luchadora por el reconocimiento a su obra en tanto que persona (yo, Tamara), no como obra propia de varón o mujer. Pintó el desnudo femenino con ojos de amante. Era fría, egoista, insensible a los demás cuando no le interesaban, pero sincera, auténtica, vulnerable. Ocultaba su vida en un cúmulo de anécdotas. En el color y la pincelada se mostró deudora de Bellini, da Messina, Caravaggio. Su ideal estético lo tomó de John Keats: «La belleza es verdad; la verdad, belleza. Esto es todo lo que sabes sobre la tierra, y todo lo que necesitas saber». Fue educada en el respeto a la realeza y nobleza, de donde emana el orden legal y el refinamiento cultural. Cosmopolitismo. Esnobismo. Don de lenguas.

En Moscú y San Petersburgo seguía las rutinas de la alta sociedad polaca. Se escondía para escuchar a su abuela al piano, mientras fantaseaba con trajes largos y ovaciones. Recibió lecciones, pero consideraba que reproducir la música de otro no es igual que componerla: «no es tan importante interpretar a Chopin como ser Chopin». De niña, se desplazó todo un año con su abuela Clementine a Italia: Tamara siempre afirmó que este viaje fue su entrada real en el arte, siempre declaró que su amor al Qattrocento se lo debía a su abuela Clementine. 50 años después, Tamara repitió este viaje con sus nietas.

Regreso a Moscú. Temporada social de invierno en San Petersburgo, con esporádicos viajes de madre e hija a la costa Azul en el expreso San Petersburgo-Cannes. Lujo y placer. Tensiones e insurrección de las masas, que los ricos ignoran con displicencia. En un baile de sociedad conoce a Tadeusz, alto y musculoso pero de lánguida masculinidad. Tadeusz era un hombre muy guapo. Lo cercó. Se hizo amiga de sus amigos. lo invitó al té en casa de tía Stefa... «Poseía una energía sexual desbordante y una devoción casi obsesiva al trabajo denonado y a la disciplina. Tamara estaba convencida de que el mérito solo encuentra recompensa cuando va acompañado del esfuerzo». (Claridge 1999: 47).

Muere su abuela. La tía Stefa se la lleva a París, donde entra en contacto con «la pequeña Polonia», un grupo reducido de aristócratas y artistas ricos polacos. A Tamara le asombra la gran cantidad de mujeres artistas. (Perry1995: 16)1. Prefiere el mundo artístico de Montparnasse, de mayor calidad, al turístico de Montmartre. Pasa los días en galerías y museos. De vuelta a San Petersburgo, la tía Stefa la introduce en los círculos de aristócratas, incluido el del zar. Era una vida de lujo, alejada del drama social. Conoce a Natasha Brasova, a Olga Glébova, a Mathilda Kchessinka, de las que aprendió la mezcla de feminidad agresiva y éxito profesional. Eran mujeres bellas, sensuales, artistas y ávidas de riqueza, todo lo que deseaba Tamara, aunque aún no lo tuviera tan claro. A la vez asistía a clases en la Academia de Bellas Artes. Era alumna de gustos conservadores pero muy atenta a las corrientes de vanguardia. Se empapó de la estética que preconizaba la revista de arte Mir Iskusstva (El mundo del Arte) que pretendía combinar el Art nouveau con el simbolismo, los estilos decorativos con líneas decididas y limpias, combinando lo clásico con el rococó ornamental. Del cubismo-futurismo de Malévich tomó el amor por el orden y la composición deliberada.

Huelga general. No había periódicos ni tranvías. La aristocracia ignoraba los frecuentes tiroteos y la incapacidad del zar, al que había que respetar por la dignidad inherente al cargo. Por su parte, el Zar creía que su misión no era proveer de pan al pueblo, sino la de crear belleza a través de la ostentación y el lujo (Liebman 1970: 13). (Preguntada, años después, Tamara dijo que no se dio cuenta de la huelga de tranvías porque ella iba al teatro siempre en coche).

En el verano de 1918 toda la familia Dekler se refugia en París. El francés era su primera lengua. Es el final de la I Guerra Mundial, de la belle epoque, el comienzo de les années folles, el abandono de las normas sociales antiguas, el del consumismo frenético, la liberación social, laboral y económica de la mujer. Ya había en París más de 300 mil eslavos, la mayoría rusos blancos. No tenían sus propiedades pero sí sus joyas, que vendían para intentar seguir viviendo al ritmo de años anteriores (una imagen llamativa: Natasha Brasova bajando de su Rolls ante la puerta de un importante joyero de Bond Street para venderle una perla). Los Lempicki vivían en una habitación de hotel con un fregadero en el que adecentaban a Kichette, y baño comunal. También Tamara tuvo que vender sus últimas joyas para pagar el alojamiento, pero con el dinero restante se fue de vacaciones con Kichette a Niza, sin Tadeusz. Tensión en el matrimonio, por la negativa de Tadeusz a buscar trabajo. Había rumores sobre los desencuentros entre Tadeusz y Tamara, incluso que le pegaba; cuando Tamara se lo confirmó a Adriana, esta le aconsejó que pintara para lograr ingresos.

Sus dos primeros cuadros The Card Player y The Girl in Blue son de técnica compleja. Tamara siempre afirmó que no tuvo formación académica y que procedían de su talento natural y de sus viajes a Italia. Nunca quiso que sus tíos o hermana la financiaran. Vivía y aprendía en los cafés, donde la elite intelectual simpatizaba con los bolcheviques y la Revolución, lo que disgustaba a Tamara. Tadeusz cae en depresión, se pasa los días tumbado en un sofá. Todavía no se sentía preparado para trabajar. Plena de energía, Tamara se matricula en la Académie Ransom, donde recibe clases de Maurice Denis, creador del manifiesto en favor del modernismo, del que aprendió la utilización de los pigmentos detonantes tan habituales en su obra, el aplanamiento de las masas y la elevación del horizonte, a prescindir de la perspectiva tradicional, a la síntesis entre clasicismo y realismo. Pero cuando Denis fue olvidado ella atribuyó lo aprendido a la influencia de Ingres, pues con Denis «apenas si había estado un par de semanas. Nunca me gustó, yo quería tener mis propias ideas» En esto seguía la recomendación de Picasso a Irène Lagut: «Deja la Académie y cultiva tus defectos» (Richardson 1996: 400).

Frecuentaba el Louvre, especialmente la escuela holandesa por el uso de la luz y la italiana por el color; copiaba cabezas y manos. Estudiaba el cubismo, no solo Picasso o Braque sino los más recientes. De Gleizes tomó la silueta de Manhattan como fondo de sus propios cuadros. Pero siempre desde ella: «Lo que yo hacía no lo hacían los demás. Mi manera era siempre diferente, a mi antojo. En mí no hay nada académico ni nada de lo que hacen los demás.», solía declarar. El color de Cézanne lo encontraba «fangoso». No le gustaba el fauvismo. Prefería los colores diáfanos del Quattrocento italiano y de las escuelas holandesas y flamencas, así como los azules de Bellini (hoy rebautizado como «azul Tamara»).

Montparnasse bullía de cafés y bibliotecas (Cafè du Dôme, La Coupole, Cafè Rotonde; de las librerías, Shakespeare&Company, La Maison des Amis des Livres. Tamara prefería Les Deux Magots, en Saint-Germain, al que acudía un par de días a la semana a tomar café con Adrienne). Las mujeres dotadas de talento creativo, que tan bien retrató Andrea Weiss, se sentían atraidas por La rive Gauche. Eran mujeres con una profesión, independientes, no exentas de contradicciones cuando tenían compromisos familiares, como era el caso de Tamara. La revista Vanity Fair publicó un artículo de Conway, un retrato de la nueva mujer que hizo fortuna: «mujer soltera... de vuelta de todo, desilusionada... se ha cortado el cabello... empuña la bandera de la libertad: abajo los maridos! ¡abajo el matrimonio!»

Tamara quería mantener la estructura familiar, actuando como si ellos no existiesen pero sin desprenderse de ellos; no tenía ingresos, pero se negaba a vivir de sus tíos; no quería maestros ni mecenas, solo el Louvre y estudiar en los cafés las telas de los pintores que pagaban con ellas la deuda de sus consumiciones, pinturas de Modigliani, Kisling, Soutine. Tamara supo entender que no era en los salones de su tía donde podría aprender, sino en los cafés: no entraba en discusiones teóricas, solo escuchaba, molesta a veces por aquella simpatía hacia el bolchevismo de los asistentes, por el alarde de pobreza de los estudiantes y pintores, por su burla hacia los valores, mientras pensaba en el cuadro que estaba realizando. Para estos izquierdistas, la función de la mujer era inspirar o cautivar, no participar en la revolución surrealista. Y finalmente dejó de acudir a los cafés y se recluyó en su arte («Yo ya no estaba... porque estaba trabajando... Sentarse a discutir teorías requiere tiempo sobrante, y lo que yo quería era trabajar, trabajar, trabajar»). Comienza un ritmo de trabajo compulsivo. Trabaja toda la noche hasta el amanecer, luego se pasa ocho horas tomando apuntes del natural o en el Louvre. No cree que esté descuidando a su familia: fiel a su ideario, considera que los sacrificios de ella y de los suyos se verán recompensados con el bienestar económico que espera conseguir con su arte.

El jugador de cartas revela la influencia de Suzanne Valadon, una estética violenta de gama chillona, con influencias del fauvismo de Denis. Hay influencias del color intenso de Gauguin y del trazo de Van Gogh, sobre todo en La muchacha de azul, cuyo modelo debió ser su vecina Ira Perrot: las pinceladas realzan la suavidad de la piel de la muchacha, su voluptuosidad anuncia la perfección de la madurez tras la que vendrá el inevitable declive; el triángulo que forma el torso encuentra correlación con el cojín triangular a su espalda; los grandes ojos castaños parecen acusar al espectador. Estas primeras obras ya presentan las tendencias propias del estilo de Łempicka: llenar toda la tela con el tema del cuadro, aplanamiento de la perspectiva en la relación entre figura y fondo, reproducción de la figura humana sin delicadeza: a gente se figuraba que me había equivocado y que les había rebanado un trozo de cabeza. Pero lo que yo quería era dar la impresión de gente ajetreada, que entra y sale». Le molestaba la pintura psicológica y de introspección: «Hay que pintar desde lo externo y real», decía.

Tamara recibió clases de André Lhote, pintor y crítico muy reconocido, divulgador del cubismo entre el gran público y creador del «cubismo sintético», en el que la figura tenía cabida, lo que le valió grandes críticas de las vanguardias por haber reintroducido el tema y la emoción en la pintura. En pleno dadaísmo Lhote volvía sus ojos a Ingres, y Tamara se entusiasmó con sus superficies esmaltadas y sus líneas claras y limpias; pero mientras Lhote siguió en sus desnudos con su cubismo sintético, Tamara creó una nueva voluptuosidad mediante la exageración desmesurada de las partes redondeadas del cuerpo y el punto focal de la pintura en el pubis, aunque sin la mirada casi pornográfica de Courbet. La influencia de Lhote perjudicó su acogida entre los surrealistas, que la veían como reaccionaria y conservadora: Tamara siempre lo respetó, aunque le irritaba reconocer que su arte no era tan innato como ella pretendía.

Con el primer Nu assis y con dos retratos más (uno de Tadeusz y otro de Ira Perrot) Tamara expuso en el Salon d’Automne de 1922. Por aquel entonces los Salones habían perdido parte de su prestigio y el público comenzaba a frecuentar marchantes, galerías privadas, grandes almacenes (como Le Printemps) e incluso los estudios de los pintores, pero seguían siendo el foco principal de reconocimiento. Como reacción al Salon Oficial, muy conservador (en 1880 se habían negado a exponer a Manet, Courbet y los impresionistas) en 1903 surgió Le Salon d’Automne, al que seguiría Le Salon des Indépendants, tras la batalla entre los cubistas analíticos y los cubistas sintéticos. El grave problema de estos Salones era la ingente cantidad de obra expuesta, lo que abrumaba al comprador y, en el caso de Le Salon des Indépendants, la ausencia de criterio estético para seleccionar las obras (todo lo que se enviaba se exponía). Tamara fue elogiada por su sentido del color. A partir de su reconocimiento Tamara se sumergió en un ritmo frenético y, a la vez, ferozmente metódico, tratando de compaginar la vida de estudiante, pintora, esposa, madre de família y transgresora nocturna. En esos années folles, tras una juerga loca, volvía a casa llena de energía -y de cocaína- para ponerse a pintar disciplinadamente hasta el amanecer. Luego dormía unas horas, hacía la compra, comía con Kizette, visitaba el Louvre o alguna galería, volvía a cenar y se marchaba después tranquilamente a una representación teatral, luego a un cabaret, después a algún ambiente sórdido donde apaciguar la libido de una forma voluntariamente sórdida, y a casa a pintar. Se mantenía con coca, valeriana y tres cajetillas de cigarrillos diarias. Era perfeccionista y de una pulcritud exasperante: si un plato, un objeto era vulgar, lo rompía: «Quiero precisión en todo, lo mismo que en mis pinturas. La mesa tiene que estar perfecta. Mis pinturas están acabadas desde este rinconcito a este rinconcito, e igual con todo» (Claridge 1999: 86). En términos psiquiátricos se hablaría de una personalidad maníaco depresiva (bipolar).

La nueva mujer ha aparecido en Francia. En su origen, la new woman fue un ideal feminista de finales del XIX y comienzos del siglo XX que reivindicaba la igualdad de hombre y mujer; tomando su inspiración en las luchas sufragistas y en novelas como Madame Bovary, La Regenta o la obra de teatro Casa de muñecas. En Francia tomó otro sentido, y se refería al nuevo aspecto de la mujer (su maquillaje, su forma de vestir, su conducta social). Quedaba resumida en esta frase: «dime lo que llevas y te diré quién eres». El cine, las revistas y la publicidad convirtieron esta imagen en mercancía, però a la vez la mujer fue ganando en emancipación. En un tono más mundano, la antorcha reivindicativa la tomó en París en los años veinte la «garçonne» y en Nueva York las flappers. La garçonne (femenino de garçon, muchacho) es vocablo despectivo cuya equivalencia sería «virago» (‘que actúa como un hombre’). En efecto, la nueva mujer adopta una figura andrógina, con el pelo corto al estilo bob cut, traje sastre o traje pantalón con corbata o esmoquin, aplanamiento del busto, abandono del corsé. De costumbres liberales, no se sujeta a los convencionalismos sociales y fuma, bebe, conduce, mantiene relaciones extramatrimoniales u homoeróticas conocidas. El término procede de la novela de Víctor Margueritte La Garçonne (1922) y en seguida fue adoptado como señal identificativas por las mujeres rompedoras de la época (Coco Chanel, Suzy Solidor, Kiki de Montparnasse). Hay una diferencia entre las garçonnes francesas y las flappers norteamericanas. Las europeas en cierta manera son trasvestidas que rechazan ser identificadas con el sexo débil (monóculos, bastones, boquillas, moda unisex) las flappers lucen peinados y faldas cortas, llevan collares, guantes, bolsos, pero actúan y se mueven como los hombres. La conmoción social fue evidente. La mujer ocupa su lugar en las calles, en las profesiones, en las revistas. Verla conduciendo un automóvil ya no es motivo de escándalo. Tamara se representó de esta guisa en su Autorretrato, pero, si bien coincidía en su filosofía de vida con las garçonnes, en cuestiones de vestir era diferente. En la portada de Die Dame Tamara se representa con un casco de piloto, integrada en la máquina como podría estarlo un hombre: «yo estaba vestida como el coche, y el coche como yo». Mujer y coche son dos en uno, la frialdad metálica de los colores y la rigidez de las formas geométricas anuncian un nuevo modo de ser mujer. Años después, en 1974, la revista Auto-Journal destaca la identificación del retrato con la mujer independiente: “Lleva guantes y un casco. Es inaccessible: una belleza fría e irritante tras la que se adivina a un ser formidable ¡esta mujer es libre!” (Néret 2001: 7-9)

Tamara se da cuenta de que para que una mujer artista triunfe necesita el apoyo de un hombre: en su círculo, Maria Laurencin cuenta con el apoyo de su amante Guillaume Apollinaire, Sonia Delaunay de su marido, el cubista Robert Delaunay, Münster de Vasili Kandinsky, Alice Halicka de Marcoussis, Frida Kahlo de Diego Rivera, Lee Krasner de Jacson Pollock, Lee Miller de Man Ray, Leonora Carrington de Marx Ernst, Françoise Gilot de Picasso... Es una ilusión pensar que la mujer puede hacer algo por sí misma, sin un protector. «Para que una mujer triunfe en el mercado ha de estar emparejada con el genio de un hombre», declaró con amargura Georgia O’Keeffe, quien por otra parte siempre contó con el apoyo incondicional de su marido, el conocido fotógrafo y galerista Alfred Stieglitz: «Dicen los científicos que las mujeres sólo pueden crear niños, pero yo digo que pueden también producir arte, y la prueba de ello es Georgia O ́Keeffe”. Hemos de recordar que el prestigioso Hans Hoffman dirigía este elogio a sus mejores alumnas: “Este cuadro es tan bueno, que no puede saberse que es obra de una mujer” (Chadwick 1992:82-87). No debe, pues, extrañarnos el desahogo de Leonora Carrington en una entrevista reciente (murió en 1911, a los 94 años): “Ser mujer sigue siendo muy difícil todavía. Y debo decir, con un mejicanismo, que sólo se supera con mucho trabajo cabrón”. Tamara lo tuvo claro desde un principio: «es difícil ser mujer en este mundo. Para sobrevivir hay que usar el cuerpo y la sexualidad y después la gente se queda en esto» (Domínguez 27.5.2011: El País).

«Cuando empecé había muchas mujeres que empezaban a pintar. En aquella época había más mujeres que hombres... Pero sus nombres hoy están olvidados; no el mío»2. Es cierto. Sólo perduraron pintoras de clase social alta, como Mary Cassat. Hasta entonces, la pintura era solo un perfeccionamiento de la educación social de la mujer, nunca un modo de vida. Se seguían las ideas plasmadas por Sparrow (Pintoras del mundo, 1905) y Stieglitz (Las mujeres en el arte, 1919), que consideraban el arte femenino era «sensiblero y mujeril», «propio del género decorativo» mientras que el masculino era «intelectual: «La mujer siente el mundo de manera diferente al hombre... la mujer recibe el mundo a través del útero, este es el asiento de sus emociones... La mente está en segundo lugar». A comienzos de siglo, la École Nationale pour les Jeunes Filles, la única escuela oficial abierta a las mujeres incitaba a sus alumnas a trabajar las artes aplicadas y decorativas, dejando el caballete a los hombres. Picasso, Braque y Matisse habían hecho sus pinitos en las artes decorativas sin merma de su prestigio, pero en cuanto una mujer se ocupaba de diseñar ya quedaba adscrita a lo decorativo. Mujeres artistas cubistas como Alice Halika, Suzanne Duchamp, Marie Blanchard no figuraron en las historias del movimiento, incluso la Halika fue obligada por su marido a destruir sus pinturas cubistas, ya comprometidas con un marchante, y volver a los diseños de telas, de lo que vivían los dos. En el mundo literario las mujeres se autopromocionaban mutuamente, pero en el pictórico se necesitaba de una presencia fuerte masculina.

Tamara ya era libre antes de seguir la moda. Evitó la imagen de mujer «descocada, fría, liberada y sin pecho» que pretendía Coco Chanel y proclamó un modelo de mujer audaz, voluptuosa, narcisista y dueña de sus recursos. Solo era tradicional en su amor a los maestros renacentistas. Hacía lo que le parecía bien, en el momento en que se lo parecía. Su ideario: el fuerte no es el que hace lo que quiere, sino el que hace lo que quiere hacer; el fuerte hace que todo gire en torno a su proyecto. «Vivo la vida al margen de la sociedad, y las reglas de la sociedad no se aplican a los que vivimos al margen».

Se hizo amiga de la norteamericana Nathalie Barney a través de la duquesa de La Salle, cuyo retrato pintó (precisamente el término «amazona» con el que algunos críticos tildaron a Tamara procede de Rémy de Gaurmont, editor de Le Mercure de France, que así llamaba a Nathalie y por extensión al grupo de lesbianas que la acompañaban). De este círculo recibió muchos encargos, pero lo encontró aburrido. Allí conoce a Gide, que la impresiona. Tamara se reencuentra con él en el estudio de Lhote. Ambos eran jurados en Le Salon d’Automne: Tamara les enseña el cuadro que iba a presentar, Perspective (Les deux amies) de gran intensidad homoerótica, y Gide se compromete a colocarlo en un espacio visual destacado. Los críticos destacaron el dominio que ya tiene Tamara del volumen a través de los pliegues de las telas, así como la frialdad emocional y la combinación de cubismo con elementos clásicos, pero, sobre todo, la «presencia» de la pintura, que obliga al espectador a mirarla en un «primer plano». Esta «presencia» hizo que muchos críticos pensaran en un hombre, incluso Tamara firmaba ambiguamente como «Lempitzki», en masculino, lo que se interpretó como un guiño de «amazona». Había en el público comprador una gran receptividad al desnudo, sobre todo los de pintores de la «Escuela de París». Tamara fue incluida o excluida sucesivamente en este grupo, sin que a ella le interesara.

La obra de Courbet «El nacimiento del mundo» fue recuperada por pintoras como Suzanne Valadon y Émilie Charmy, que disputaban a los varones la exclusividad de pintar el desnudo femenino. Tamara recibió gran influencia de los desnudos agresivos y carnales de Valadon, que se rebelaba contra la negación de la sexualidad femenina; también de Marie Blanchard, de Alice Halicka, de Marevna Vorobev, todas buscando un estilo propio en el desnudo, diferente al de los hombres. Pero su influencia mayor la recibe de Botticelli y de Correggio: Tamara mezcla el desnudo clásico, seductor però no obsceno. con la agresividad sexual de Courbet y de las pintoras que la preceden, y el fruto final será «La Bella Rafaela», considerado en 1973 por el Sunday Times como «el desnudo más importante del siglo XX».

A ojos de la sociedad, que unas mujeres se desnudaran para ser pintadas por otras las convertía en lesbianas. El hecho de que la moda de vestir fuera andrógina no quiere decir que la sociedad aceptase como normal la homosexualidad. En los hombres solo era permitida como depravación de una mente enferma (Proust), pero cuando Gide escribió Corydon, donde el personaje homosexual es presentado como positivo, su osadía le costó no entrar en la Academia Francesa. Con las mujeres se tenía más manga ancha siempre que no escandalizaran, pero las mujeres de Łempicka, aun cuando ella se declaraba deudora de los clásicos, especialmente de Ingres, apuntan claramente al placer sexual de las reflejadas.

La consideración de pintora de escenas homoeróticas aumentaba su caché. El cuadro Dos mujeres, expuesto en Le Salon d’Automne (1925) entusiasmó a la crítica, pero etiquetó definitivamente a Tamara como pintora de escenas lésbicas. De esta época (1926) son sus mejores cuadros, The Model y The Four Nudes. La Modelo repliega distraidamente su negligé, dejando a la vista un muslo excesivamente grande en relación al pecho y el torso medio descubierto. Es una pintura de factura convencional cuyo antecedente más claro es Vermeer, La mujer que toca la espineta, sobre todo en el tratamiento de blancos y negros y en la luz que inunda el lado izquierdo de la figura. Pero el «efecto Tamara» es la curva en forma de S que sirve de fondo a la figura y del que la pierna, rotunda, parece salir en busca del espectador, mientras el otro brazo de la modelo busca cubrir su cara, en un gesto no de pudor ni de gazmoñería, sino de interceptación de la mirada ajena, creando lo que los críticos llamaron «el antiilusionismo» de Łempicka. Si nos fijamos, todo es equilibrio y equivocidad: el gris del interior del fondo negro es, mirado atentamente, una cerradura por la que el espectador-voyeur pretende observar en el momento de desvestirse a una criatura inocente... o no tanto, por esa provocadora posición del muslo, que parece salir de la tela en busca del mirón. También en este año dio los últimos retoques a Le rythme, discretamente acogida por el público pero que entusiasmó a la crítica: “los cubistas se han apropiado de Ingres pero ¿acaso Ingres es cubista?. Lempicka nos hace creer que es posible3.

En Four Nudes la actividad sexual es compartida. Los cuerpos son rotundos, las espaldas musculosas, los rostros en su momento de placer. Es El baño turco de Ingres (1862) pero con una distorsión de la perspectiva, con los cuerpos tapando el fondo del cuadro, a punto de salir del lienzo. La figura ocupa todo el espacio, al punto de que los pies y la coronilla parezcan quedar cortados por los límites de la pintura como en Seated Nude. De la Muchacha con guantes solo vemos torso y rostro, no deja espacio para el fondo: parte del ala superior de la pamela y un poco del codo derecho se escapan de los límites. Andromeda, de rodilla, nos deja ver algo del paisaje urbano del fondo.

Otro modo de representar la sensualidad es mediante el fetichismo de guantes, pañuelos (Autorretrato; La Bella Rafaela), estolas de visón (Retrato de Mrs. Bolt; Mujer con cuello de piel), braguitas medio insinuadas (Kizette niña), encajes (Nana de Herrera), blusa y falda entreabiertas (Arlette Boucard), arrugas del vestido que al ceñirse resaltan el ombligo y el triángulo del sexo (Ira P.). Gilles Néret apunta la influencia de Ingres en esta mezcla sutil de carne y tela, muy destacado en Young Lady with Gloves (Joven con guantes) y recoge esta cita de Gaëton Picon: “no hay nada tan excitante, sutil e ingresco como cuando se establece una armonía perfecta entre un terciopelo y un trozo de carne desnuda, entre un chal y un mechón de pelo; como la línea del encuentro entre un comienzo del pecho y un escote, entre un brazo y un guante alto” (Néret 2001: 44).

Vemos que los desnudos de Tamara son mujeres de piernas y brazos descompensados, de mirada fría e inexpresiva (Seated Nude, 1928; Andromeda, 1929), autistas, cuyas redondeces tapan un fondo de rascacielos. Tamara ya tiene su tema, una mujer solo para su placer. Una mañana Tamara tomaba apuntes en el Bois de Boulogne cuando vio que todos se giraban a contemplar a una mujer impresionante. Era una prostituta de lujo, La bella Rafaela (1927). Tamara le pidió que posara para ella. Era de curvas botticellianas. La pintó reclinada sobre una superficie gris, con un mínimo de tela escarlata en su pecho derecho y la pantorrilla, el brazo izquierdo en alto, el derecho sobre el pecho, acariciando el pezón, los ojos cerrados, labios rojos y gruesos ligeramente entreabiertos, el rostro apacible, el cuerpo retorcido de placer, el pliegue de la axila hacia su rostro, como si la modelo se complaciera oliendo su cuerpo, las piernas en primer plano, distorsionadas, asimétricas con el resto del cuerpo. Esta mujer está complacida en sí misma. Narcisismo absoluto. Es de un erotismo inmediato, propiciado por la perspectiva frontal en que está expuesta: despierta en el espectador deseo y desazón. Algún crítico la comparó con la Olympia de Manet, pero esta segunda no es tan directa, se preserva desde la media altura del tálamo donde yace y de la postura de medio costado desde la que nos observa, en lugar de invitarnos a ella. El crítico Bruce Bernard, del Sunday Times la consideró (1976) «quizá el desnudo más bello del siglo XX4». El crítico Arsène Alexandre subrayó la gran dependencia de este y otros retratos de Tamara con El baño turco de Ingres, llamándola «Ingres perversa» por su ausencia de sentido de pecado y culpa en su obra.

Y nos queda Adam and Eve (1931), el cuadro por el que en 1984 se pagó dos millones de dólares y recuperó del olvido a su autora, ya fallecida5. Tamara estudió las representaciones, entre otros, de Cranach el Viejo y Francis Picabia, pero al final se acercó más a la sexualidad atlética y desinhibida de Suzanne Valadon, con la que compartía una agresividad sexual que los críticos tildaban de masculina. El desnudo masculino es más erótico que el femenino, algo raro en la pintura occidental; el horizonte es el habitual en Tamara, negro, blanco y gris, sobre el que resalta el rojo de los labios y uñas de «una Eva moderna con el cabello rizado como corresponde al estilo de nuestra época emancipada, desnuda pero casta en su desnudez y, por ello, aún más deseable»6. Ambos transmiten la ausencia de culpa en su placer, al que acecha solamente el fondo ominoso de los rascacielos.

Tamara elegía sus propios modelos. Solían ser prostitutas de clase alta, con las que no mantenía relación sexual hasta que el cuadro estaba acabado porque necesitaba esa tensión erótica para afinar su sensibilidad. Solo Ira Perrot, cuyo cuerpo flexible, sus senos perfectos y su cabellera rojiza gustó de alabar toda su vida, era a la vez modelo de muchos de sus cuadros y amante ocasional. Para Le rythme le faltaba una figura. Una noche, en el Théatre de Paris vio exactamente a la persona que necesitaba para completar el cuadro. Se dirigió a ella y le pidió que posara desnuda, a lo que accedió. «Tenía un cuerpo perfecto, un color de piel maravilloso, clara y dorada». Estuvo posando tres semanas y al acabar Tamara le preguntó qué prefería, si flores, un perfume, dinero... «Nada. Conozco sus pinturas y las admiro. Adiós». Nunca supo quién era. Para el Adán le pidió al policía de barrio que posara desnudo. Y posó.

Las mujeres pintoras comienzan a ser vistas como artistas por el público, cansado del enfrentamiento entre cubistas y surrealistas. Suzanne Valadon, Émilie Charmy y la propia Łempicka son las mejores retratistas de desnudos, y sus ingresos aumentan. Según comentario de Víctor Contreras, Tamara no consideraba el retratismo un arte decorativo o menor, sino el espacio donde se combinan la imaginación y la técnica: «pinto a la persona como es, pero también la pinto por dentro, no solo por fuera... es más interesante que pintar cosas que no significan nada»7. Pero mientras la Valadon ya era de antes una artista consagrada, y la Charmy, con sus retratos de escritores y políticos, se gana el respeto del arte, Tamara continúa con su galería de aristócratas y millonarios, lo que la condena a ser considerada una reaccionaria nostálgica de un mundo periclitado. Ella frecuentaba a los aristócratas y a «inmortales» como Cocteau, de quien copió el truco de exhibir sus bellísimas manos en las fotografías. Pero, como le pasó a él, la vida social le dio fama y clientes adinerados, pero no prestigio entre los artistas. Equivocada y tozuda, Tamara aumentó su faceta anticonvencional a través de fiestas escandalosas (pintar con comida sobre criadas desnudas). No supo ver que en este período de entreguerras los ricos volvían al decoro y al orden burgués, condenaban la frivolidad y la ostentación, y volvían a escandalizarse con la sexualidad explícita. En las fotos de sociedad se refleja pintando en su estudio lujosamente vestida, lo que promovía la cólera o la hilaridad de los «verdaderos» artistas, sin advertir que esta era un costumbre renacentista, la de autorretratarse el pintor y su família con sus mejores galas. Así consiguió que la alta sociedad la considerase una mujer depravada, y para los artistas una dilettante. El problema no fue que estuviera en el bando del dinero, sino de la estúpida ostentación que hacía de su uso.

En su conocido ensayo «Wir Frauen» («Nosotras, mujeres», 1923) la filósofa alemana Eleonore Kühn desarrolló el concepto de «amistad profunda» entre mujeres que destacaban en algún medio, «pues han de conseguirlo todo desde cero y la única que les puede ayudar es una amiga más experimentada para abrirse camino en la jungla... Ella será la receptora de emociones que otrora iban al hombre: amor, ternura, comprensión, afinidad espiritual...». Tamara tuvo esta amistad a los 23 años en la «vecina pelirroja de padres ingleses» a la que no nombra, cuyos cabellos rojizos reprodujo en varios cuadros y también, seguramente, la modelo de La muchacha de azul, su vecina la modelo Ira Perrot. Fue ella la que la invitó a un viaje por Italia en el que Tamara descubrió a Botticelli y a Antonello da Messina, del que volvió trastornada. Pero fue al pintar el retrato de Gide (1924) cuando Tamara entendió que la bisexualidad era el mejor camino para épater le bourgeois: escandalizar a la sociedad a través de sus cuadros y de su vida «licenciosa» era también un modo de aumentar su caché. Al final de su vida, Tamara insistía en que el artista «ha de probarlo todo», aunque siempre buscando la belleza (para Tamara, las aventuras de burdel no contaban). Se sabe de un episodio en el club Rose en el verano de 1923: Tamara fue desnudando a su amiga, vestidas ambas de etiqueta masculina, hasta palparle los senos («suficientemente redondos») y la vagina («demasiado húmeda para que el pintor se concentre»). Esta performance fue muy comentada, y la aparición meses después de su cuadro Perspective la catapultó definitivamente como pintora de temas homoeróticos. Pese a este travestismo, Tamara siempre consideró que la asunción de la masculinidad en una relación con otra mujer era signo de inseguridad. Nunca pintó mujeres andrógina (salvo La duquesa de La Salle), sino mujeres voluptuosas atrapadas en el deseo, o que lo transmiten al espectador. Esto es parte de su narcisismo, pues en tales retratos ella se declara la receptora principal de sus propios cuadros.

En 1925 se celebra en París la Exposition Internationale des Arts Décoratifs Industrials Modernes. El catálogo de objetos expuestos era apabullante, con el mensaje implícito de ser «solo para unos pocos», pero el efecto fue el contrario, que la belleza debía estar al alcance de todo el mundo. Así se instauraba el Art Déco, cuyo efecto fue extender el concepto de belleza a los objetos cotidianos (tostadoras, planchas, encuadernaciones de libros, vestidos), gracias a la afortunada combinación de la Bauhaus alemana y el diseño francés. El Art Déco fue clasificado por la crítica como una derivación popular del cubismo e incluido en el modernismo. Bevis Hillier fue el autor de la expresión «art déco» en ocasión de la retrospectiva de 1968. Sus características formales son: línias y curvas en primer plano, exageración de las formas mediante ángulos agudos y curvas exageradas, manierismo ampuloso y esquemático, perspectiva única, valoración temática de la tecnología (coches, aviones), referencias al clasicismo, accesibilidad intelectual y económica para el público, etc. Los pintores vanguardistas, opuestos al mercado del arte8, vieron y denigraron la pintura art déco como un arte figurativo para decorar interiores, un arte femenino sin experimentación, aunque tanto Diego Rivera como los estilizados rascacielos de Georgia O’Keeffe o Picasso (En la playa; Mujer de blanco) o Edward Hopper tienen obras reconocibles como art déco. A Tamara le atraía más la esbeltez del Bauhaus que el recargado art déco francés, pero en su vejez se dio cuenta de que la única manera de entrar en la historia del arte era como pintora art déco, y decidió que ella había sido la inventora de este movimiento, con su obra Irene y su hermana (1925).

Viaja una vez más, a Italia. Necesitaba a Botticelli, da Messina, Caravaggio. Pero también la libertad amatoria de Italia. Por mediación de algún amigo influyente (quizá Marinetti) visitó en Milán a Castelbarco, que le prepara una exposición. En Italia se la disputan. Pinta a la aristocracia, tiene frecuentes aventuras bisexuales. De vuelta en París los fotógrafos de Harper’s Bazaar se las encuentran «casualmente» por el Bois de Boulogne y las incluyen en la revista de noviembre. Aparece en Die Dame, en Vogue, en Vanity Fair, las revistas que marcan la moda de la mujer moderna. Recibe vestidos de los diseñadores más prestigiosos para que los luzca en sus fiestas. Todo esto la va alejando del reconocimiento artístico, como se quejará en su vejez a Kizette.

Vuelve a Italia. Se aloja con los Picenardi, compartiendo con la esposa amistad y marido. Allí conoce a D’Annunzio, que la invita a Il Vittoriale. De esta estancia hace un feroz relato Aelis Mazoyer, el ama de llaves y proveedora de mujeres del poeta. (Tamara nunca le perdonó a Ricci que en la obra sobre ella incluyera el diario del ama de llaves de Gabriele d’Annunzio, reduciendo un tratado de arte a algo sórdido, penoso y falso).Y puesto que su interés era pintar su retrato, cuando vio que no era posible se marchó. Pero se llevó en dedo el topacio que el poeta le había regalado, en su intento de seducirla.

Tadeusz la acusaba de abandonar a su hija, y ella: «la amo con todo mi corazón, pero el alma de una artista tiene muchas necesidades». Kizette observa sobre su madre que «como era artista, se figuraba que tenía carta blanca para hacer lo que se le antojara». Hasta su muerte, Tadeusz se lamentó ante su hija del «absurdo sentimiento de superioridad y del egoísmo» de su madre. «¿Con quién te crees que estás hablando? Yo soy una artista y tú eres un don nadie». Pero un día Tadeusz anunció que se divorciaba y que pensaba casarse con una rica heredera polaca. Ahora fue Tamara la que enloqueció, hasta el punto de presentarse con Kizette en Varsovia para que la niña le pidiera que volviera a casa. En verdad, Tamara perseguía un impossible, conciliar arte y familia. Su orden ideal se resquebrajaba. Comenzó entonces el Retrato de un hombre inacabado (1927), título ambiguo que podía referirse tanto a la cualidad moral del personaje representado como al hecho de tener una de las manos sin acabar. El personaje, con el abrigo cerrado y la bufanda puesta, parece preparado para acabada la sesión e irse de allí; la cabeza tropieza con la parte superior del cuadro, como una decapitación simbólica. El retratado, naturalmente, es Tadeusz.

A partir de este momento Tamara aumentó el ritmo frenético de su vida. Le llovían críticas elogiosas, se la ponía a la misma altura que Matisse, su cuadro La fille en rose fue aclamado en Italia. Vanity Fair alababa la exquisita decoración de su apartamento, diseñado por ella. Irene y su hermana y La duquesa de La Salle tuvieron una gran acogida, aunque para entonces la crítica no sabía bien en qué estilo encuadrarla. La revista Die Dame le pidió la portada del número estival de 1928; hizo varias portadas más y a partir de entonces su obra entró en el gran público9. En Die Dame apareció su famoso Autorretrato (Mujer del Bugatti verde), considerada la pintura que mejor representa el art déco. Es una tela pequeña pintada al óleo, que representa un coche de color verde hierba, conducido por una mujer con guantes y casco, vestida de un gris monocromo. Transmite la idea de velocidad y libertad. La mujer mira con insolencia al espectador, como si lo invitara a subir.. En el tema hay una evidente influencia de Marinetti, al que conocía desde San Petersburgo y que la había puesto en contacto con Castelbarco10. En general, las portadas de revistas es una parte olvidable de su obra: la «nueva mujer» (andrógina, estilizada, de pelo corto) nada tenía que ver con los cuerpos voluptuosos de sus pinturas. Se ha llegado a afirmar que En plein été y Saint Moritz son una parodia consciente: los rostros son suaves e inexpresivos, de una redondez apenas marcada; los gestos huecos, el sombrero, las flores y los esquíes estereotipados; las pinturas no dicen nada, salvo que comienza el verano o la temporada de esquí.

El barón Kuffner, coleccionista de su obra, le pide que pinte a su amante, la bailarina española Nana de Herrera, para la portada de la revista11. Tamara se sorprende de su vulgaridad y le pinta un retrato espantoso. Firma un contrato con Boucard, que le paga espléndidamente: con estos ingresos y la ayuda del barón diseña lujosamente su piso de la rue Méchain, que expone prolijamente en las revistas de moda. En las fotos de sociedad se refleja pintando en su estudio lujosamente vestida, lo que promovía la cólera o la hilaridad de los «verdaderos» artistas, sin advertir que esta era un costumbre renacentista, la de autorretratarse el pintor y su familia con sus mejores galas.

Vuela a Norteamérica. La crítica, sin saber dónde encajarla, la califica como pintora de la alta sociedad. Tamara queda fascinada con Norteamérica. Fabulosos rascacielos, los mejores clubs del mundo, individualismo emprendedor, riqueza. Lo que más le agrada es el empeño de ser el mejor. A pesar del crash del 29 recibe muchos encargos. Sin los ricachones y gastosos norteamericanos no habrían existido los años veinte, pero en los treinta apretó la crisis: los puristas vieron en ella la oportunidad de regenerar la pintura de su lacra económica, pero fue al revés: desaparecen los Salones y se imponen los marchantes y los galeristas privados. Tamara toma de galerista a la prestigiosa Colette Weil, vendedora de Braque y Matisse pero también abierta a los nuevos pintores con talento. De vuelta a París Tamara aumenta su ritmo de trabajo, temerosa del crack; Kizette la recuerda trabajando a las cuatro de la mañana con música de Mme. Butterfly, pero también largos períodos de inactividad en cama a causa de la depresión.

Realiza la primera exposición en solitario de una mujer en la galería de Colette Weil (1930), y las revistas más prestigiosas de arte (Commedia, Beaux-Arts, La Pologne,) la alaban. En 1931 pinta Idylle (Le départ): es la despedida de un amante (¿Picenardi?), un marino cuyo barco se llama ‘Tamara’.;solo se expuso una vez. Entre 1931 y 1933 vuelve a pintar sobre madera, como la escuela holandesa del XVII.

Aunque Tamara se negaba a catalogar el arte por género, el auge que estaban tomando las exposiciones solo de mujeres la llevó a participar en la que realizó la FAM (Femmes Artistes Modernes) en la Maison de France (1933). Ahora aceptaba que se la considerase mujer pintora. Su carrera iba en aumento, a pesar de la ruina económica del mercado del arte.

Mantiene una relación con Suzy Solidar, cantante de la Boîte de Nuit, retratada por Picasso y Braque. Su retrato es un desnudo de medio cuerpo con el brazo por encima de la cabeza, resaltando sus pechos erguidos, los labios rojos y sensuales, la mirada directa hacia el espectador. Consigue reflejar la lascivia que su cuerpo despertaba. Además de amante, Suzy Solidar era una experta relaciones pública que iba a posar con fotógrafos, lo que benefició también a Tamara. En 1934 se casó con el barón Kuffner, un hombre que admiraba y coleccionaba su arte desde años atrás.

Vuelve a recaer en sus depresiones. Sus cartas a Gino Puglisi revelan su estado de ánimo; «padezco la depresión de los artistas. Cuando uno crea y saca tantas cosas de dentro, acaba por secarse y deprimirse», le escribió (Harrison 1978: 38-49 ha estudiado muy bien este momento en la vida de Tamara). El barón trata de interesarla en la vida social de Budapest y Viena, muy intensas, pero su melancolía no decae. Se interna en la clínica Bürcher de Zurich. Su estado empeora. Entonces tuvo su famosa alucinación, en la que decidió pintar Madre superiora. Sus cuadros entre 1935 a 1939 (Madre superiora, El campesino, Los refugiados, San Antonio, Viejo con guitarra) revelan su estado de ánimo. A partir de este momento su pintura gira hacia el hiperrealismo, fijando su mirada en los marginados de la sociedad. La crítica destaca el contraste entre las pieles suaves y cuidadas de sus desnudos eróticos y las verrugas, las comisuras caídas, las pieles terrosas de los nuevos. Al principio se la consideró erróneamente como naturalista, aunque en realidad era una síntesis audaz entre el expresionismo alemán y el Quattrocento italiano.

Participa en tres exposiciones colectivas de mujeres (1936, Femmes Artistes d’Europe; 1937, Jeune de Paume y Femmes Artistes Modernes, Galerie Charpentier) pese a su convencimiento de que el arte no tiene sexo. En realidad, con este respaldo masculino a las artistas pintoras los críticos buscaban zaherir al surrealismo, pero el beneficio para las pintoras fue innegable. Tamara aplaude que la alta costura, el diseño y la fotografía entren en la categoría de arte.

Los Kuffner ya habían entendido que había que abandonar Europa. Sigilosamente el barón fue vendiendo sus posesiones y enviando el dinero a Norteamérica, aun dejando en Paris gran parte de sus tesoros; después, con el pretexto de una exposición de Tamara se embarcaron hacia Estados Unidos. Su último cuadro en París presenta a una mujer despeinada, de edad similar a la que tenía entonces Tamara, huyendo con un niño en brazos bajo un cielo pleno de nubarrones. El título, La fuite (La huída).

Desde el primer momento la prensa catalogó a Tamara como «la baronesa del pincel». Además, todavía existía la división entre pintura masculina y femenina, lo que hacía inclasificable la obra. Sus cuadros eran decorativos, pero el estilo musculoso y agresivo de sus mujeres confundía a los compradores y a los críticos, que no sabían en qué estilo encuadrarla. Ya nacionalizada estadounidense, Tamara se planteó exponer en París: la mujer como grupo tenía más mercado en Francia, aunque, señala Gill Perry, «su obra debía estar centrada en la decoración, la sensibilidad y la delicadeza [campo] en el que las mujeres se muestran superiores al hombre». Se les pedía por tanto, obras «a medio camino entre la naturaleza y la decoración. (Perry 1995:144-ss) El estilo de Tamara chocaba brutalmente con estas exigencias: Tamara presentó su colección de bodegones, que los críticos no supieron adscribir a ninguna corriente. Mientras tanto, Manhattan se decantaba por un arte abstracto propio: las mujeres lujuriosas de Tamara estaban fuera de lugar en ambos continentes. La puntilla definitiva la dio el ensayo de Clement Greenberg, que calificaba a los autores de la Escuela de París de «hedonismo decadente». Aunque Tamara nunca perteneció a esta Escuela, fue integrada entre los pintores proscritos, algo lamentable porque de esta época es su pintura más limpia y botticelliana.

Tamara dejó de pintar. Se acabó. Lo peor que le puede suceder a un artista es que se le defina como Gloria Vanderbilt la catalogó: «es tan graciosa, y sus cuadros tan entretenidos...». Se cumple la profecía que un día le hiciera Cocteau, tanto para sí mismo como para ella: que el arte, el verdadero arte, huye de las lentejuelas y de la farándula, y que el reconocimiento social va en proporción inversa a la valoración de su calidad artística. Para superar la muerte del barón y su empantanamiento artístico Tamara intentó desesperadamente ponerse al día a través de la abstracción geométrica, cuando esta corriente ya estaba siendo desplazada por el pop art. Escribe Gilles Néret: «Los temas más arraigados de la baronesa han dejado de ser convincentes, comparados con los trabajos mundanos y galantes [de su etapa Parisina]. ¿Que peso tiene, en efecto, una Madre superiora al lado de una Suzy Solidor o de La Bella Rafaela?. ¿No palidece necesariamente la honradez de la gente sencilla, expresada en Hombre viejo, La bretona, Joven holandesa, en comparación con la voluptuosidad ingresca de cuadros como Ritmos, Grupo de cuatro desnudos femeninos, o Andrómeda?» (Néret 2001: 71). Expuso por última vez en Nueva York (1962) recibiendo críticas indiferentes y de pasada, lo que la convenció de que debía abandonar la pintura.

Hubo una retrospectiva de su obra en 1972, sin éxito. Tamara se había retirado a Cuernavaca, resignada a no pintar, viviendo de sus anécdotas. Naciones Unidas declaró 1975 Año Internacional de la Mujer, y Le Petit Palais de Suiza realizó una gran exposición bajo el tema «Mujer y creación artística», que relanzó a Valandon, Laurencin, Blanchard, Lempicka. Cinco años después murió, en 1980. En 1986 Franco Maria Ricci dedicó todo un número de su revista FMR a Tamara. El New York Times Review publicó trozos de Pasión por el diseño, aunque su crítico de arte «se lució» con un exabrupto: «Hoy, sus elegantes, pulcros y andróginos retratos han sobrevivido como obras de una época, pero ninguno llega a la suela del zapato de la gran pintura del período ni de las obras más importantes del art déco que tuvieron un papel primordial en el campo del diseño». El arte de las mujeres pintoras subió espectacularmente, siendo habitual la venta de sus cuadros por más de 500 mil dólares$. Tamara superó el millón con Portrait of Mrs. Alan Bott, y el Portrait of Madame M. lo rozó. En cambio, las obras abstractas que había pintado en su etapa final para intentar desesperadamente ponerse al día no superaron los 8000$.

Lo demás, ya es sabido: Tamara volvió a la actualidad en 1.94, con ocasión de la subasta en Christie’s de la colección pictórica de Barbra Streissand. Su obra Adam and Eve, de 1931, fue vendida en 1,8 millones de dólares. Peter Plagens Newsweeck, abril de 1994, tituló, despectivamente, «El precio subirá, Tamara» y lo consideró una operación comercial con una pintora «olvidada... sin apenas obra... sin imaginación... de pornografía blanda». Desde entonces las retrospectivas se han ido sucediendo año a año en todos los continentes, y entre los coleccionistas sus cuadros son un trofeo muy disputado. Pero queda el dilema que la acompaña desde sus inicios: ¿en qué estilo cabe encuadrar sus obras?. Como escribe su mejor biógrafa, Laura Claridge: «¿qué se puede hacer con una artista que se aferra a los ideales del Quattrocento en la era de Picasso, y después a Jacson Pollok?» (Claridge 1991: 391).

Bibliografía

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1 Señala que «Las mujeres acudían en tropel a París, ya que la ciudad les ofrecía un ambiente artístico estimulante y mejores oportunidades de exponer y formarse».

2 Quartet, la escritora Jean Rhys destaca esta característica de aquel París.

3 Le Cinema, marzo de 1926. Similares elogios en Le Figaro y Un Livre. Solo Paris World señala que los desnudos de Lempitzki (sic) son decorativos y predecibles.

4 Sunday Times Magazine, 22 de agosto de 1976. El 1 de enero de 1978 el New York Times le dedicó un suplemento.

5 No todo fue elogios. Denunciando lo que se «olía» como una operación comercial, Peter Plagens, Newsweeck, abril de 1994 título, despectivamente, «El precio subirá, Tamara».

6 Mary Lawrence editó en 1980 Lovers, A&W Publishers, NY, una colección de cuadros con dicho tema. Kizette escribió como introducción al de su madre estas palabras.

7 Laura Claridge, Conversaciones con Víctor Contreras.

8 Aunque la mayoría eran hijos de burgueses: el padre de Degas y el de Cezanne eran banqueros, el de Van Gogh, pastor protestante, el de Mary Cassat, agente de bolsa, el de Sisley, comerciante en seda...

9 Varias de las pintoras más famosas querían transformar el diseño de moda en arte sin dejar por ello de moverse entre las vanguardias, pero a Tamara no le interesaba (Sonia Delaunay tapizó con sus telas el Citroën 5CV. Marie Laurencin diseñó el vestuario del ballet de Díaguilev). Una vez le preguntaron a Tamara si seguía la moda de estas revistas. Fiel a sí misma, contestó que la moda la hacía ella, y que los diseñadores se limitaban a copiar sus ideas. Marinetti: “Un automóvil de carreras con su capó adornado de gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo..., un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.” Marinetti, “Fundación y manifiesto del futurismo”, en Le Figaro, 20 de febrero de 1909. “El calor de un pedazo de hierro o de madera es para nosotros mucho más apasionante que la sonrisa o las lágrimas de una mujer.” “Manifiesto técnico de la literatura futurista”, 11 de mayo de 1912. Como cuadro no fue expuesto hasta 1972.

10 Marinetti, “Fundación y manifiesto del futurismo”, en Le Figaro, 20 de febrero de 1909. “El calor de un pedazo de hierro o de madera es para nosotros mucho más apasionante que la sonrisa o las lágrimas de una mujer.” “Manifiesto técnico de la literatura futurista”, 11 de mayo de 1912. Como cuadro no fue expuesto hasta 1972.

11 [Nana de Herrera] «se presentó en mi estudio muy mal vestida, no era elegante ni tenía personalidad. Me dije: oh, no, yo a esta no la pinto». Wayne, John: Gabriele d’Annunzio, conferencia. Publicaciones del instituto Italiano de Cultura, Washington, 1997, p. 15.

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