Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 4. Artistas, mujeres de teatro y espectáculo

Dª Emilia Pardo Bazán 1851-1921), espectadora, dramaturga y crítica teatral. Confluencias y paradojas

Concha Fernández Soto

Instituto Provincial de Formación Permanente (Almería)/ Universidad de Almería

1. Introducción

Emilia Pardo Bazán (1851-1921) fue una avanzada en su época. Cultivó todos los géneros literarios con brillantez, a excepción del teatral, en el que siempre se le resistió el éxito. Sin embargo, fue una asidua espectadora y una moderna crítica teatral que jugó un importante papel en la implantación y desarrollo del Realismo y Naturalismo en España. En el plano teórico con ensayos como La Cuestión Palpitante (1882) y desde los artículos teatrales recogidos en su Nuevo Teatro Crítico (1891-1893), revista fundada por ella misma y a través de la cual nuestra autora se ocupó de analizar y divulgar con pluma certera las obras teatrales de sus colegas masculinos (por ejemplo, Mariana de Echegaray, Realidad y La loca de la casa de Galdós, La Dolores de Feliú y Codina, Mar y cielo de Guimerá, Las Vengadoras de Sellés o Huelga de hijos de Gaspar). También fue importante en este sentido su contribución a la crítica teatral recogida en la serie de artículos de “La Vida Contemporánea” de La Ilustración Artística de Barcelona (1882-1916) y en numerosos periódicos de la época que buscaban su firma tras los estrenos, como, por ejemplo, los escritos para La Nación de Buenos Aires (1879-1921), los de La Ilustración Española y Americana, ABC o La Ilustración Ibérica. En estos artículos llama la atención su interés por comunicarse con el público y darle noticia de todo lo que configura la vida literaria de su época, y en ese afán divulgativo presta gran atención a la vida teatral madrileña, de la que ella formaba parte activa.

Paralelamente, tratará de aprovechar todos estos conocimientos sobre el mundo teatral para la escritura de sus propias obras (su primer estreno será en 1898, El vestido de boda, monólogo escrito para el Beneficio de Balbina Valverde, actriz popularísima del Teatro Lara), tratando de alcanzar un éxito que nunca llegó. Analizaremos, por tanto, estas confluencias y paradojas en sus diversos acercamientos al hecho teatral.

2. Doña Emilia, espectadora teatral

Dª Emilia Pardo Bazán, no demasiado entusiasta de los entretenimientos de la corte gallega, mostró una temprana vocación por el teatro; era una “aficionada incorregible al teatro” y así lo declara explícitamente, mostrándose muy interesada por todo lo relativo a ese mundo: “Ensayos, estrenos, éxitos y la mecánica interior que esto lleva en sí, despiertan mi curiosidad lo suficiente para entretenerme como un mero diletante, por la observación y análisis de pasiones, miserias, luchas e ilusiones que ello envuelve” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración artística, 26/II/1906).

Sabemos que en sus años de recién casada y en sus venidas a Madrid no se perdía ningún estreno, y así sus salidas preferidas eran “todas las noches a teatros y saraos” (Pardo Bazán 1999:18). Perteneciente a una familia que contaba con el teatro como una de sus más importantes alternativas de ocio (asiduos a la Ópera, abonados al Teatro Principal de la Coruña) no es de extrañar que desde muy joven Emilia se sintiese atraída por este género, como confiesa: “Las muñecas las sustituí con grabados recortados, por medio de los cuales armé un teatrillo en el que los pobres títeres de papel representaban... ¿qué? No me acuerdo; improvisaciones, algo que sería de circunstancias, o que sucedería acaso en regiones completamente desconocidas... Lo cierto es que también aquello era fantasmagoría de mis deseos de asistir al teatro, goce que no siempre se concede a los niños, y menos entonces, en que no era todavía institución el teatro por la tarde... Además, adonde se enviaba a los niños era al Circo, a “los caballitos”, y mi afán de ver otra cosa que saltos mortales y perros sabios, debía de ser aspiración confusa, antes que consciente (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 08/01/1906). Tanto en los “Apuntes autobiográficos” que relatan sus temporadas en Madrid en el intervalo en el que se instaló con su marido y sus padres en la capital tras la elección de su padre como diputado a Cortes en 1869, como en el diario titulado “Apuntes de un viaje”, que recoge las impresiones de la escritora en el viaje que realizó con su familia por varias ciudades de Europa en 1873, queda patente su interés hacia el arte escénico. Así, relata cómo en Madrid asistió a los “primeros dramas de Echegaray y últimos de Tamayo (…), vi a Matilde Díaz, en sus últimos arreboles, hacer con travesía seductora Mari-Hernández, la gallega; me solacé con el sano gracejo de Mariano Fernández; Catalina aún no estaba desmoronado, y prometían mucho bueno la fogosa juventud de Rafael Calvo, y los años, poco floridos también de Elisa Boldún. Yo no perdía estreno ni renuevo de drama o comedia, y mis aficiones literarias remanecían (Pardo Bazán 1999: 20). Si la cercanía e interés que mostraba su familia hacia el teatro condicionó su gusto hacia el género, la pertenencia de su familia a una clase adinerada que compartía su tiempo de ocio con la burguesía determinó también su gusto por lo que dio en llamar “teatro serio” y su rechazo hacia otro tipo de espectáculos populares que exigían otros grupos sociales económicamente inferiores, como queda patente en sus primeras referencias al arte escénico. En los “Apuntes Autobiográficos”, acusa además a la revolución de septiembre de 1868 –de marcado sesgo popular y contraria a sus creencias políticas- por la proliferación de estos espectáculos en la escena madrileña: “Era axiomático que la revolución había traído consigo la más espantosa decadencia del gusto, y no faltaban hechos que aducir en apoyo de esta opinión. Arreciaba la epidemia de ca-can y bufos, nos se oía tocar sino el Ojo huero o los rigodones de Barba-Azul; Offenbach reinaba, y en las tertulias íntimas del gran mundo, como protesta, leía Gabino Martorell sus quintillas, y una explosión de risas discretamente moderadas por el abanico acogía aquel pasaje: ¿Cuándo enseñaron los frailes Lo que hoy enseña un can-can? (Pardo Bazán 1999: 19-20).

Como hemos dicho, la escritora, además de las esporádicas temporadas que pasó en Madrid y de sus viajes al extranjero, vivió en La Coruña hasta 1887, por lo que tuvo que conformarse con el panorama teatral de su ciudad, menos rico que el teatro de la capital, que contaba con varios teatros y una numerosa cartelera. Pero el espectador de provincias estaba al tanto de los estrenos madrileños por la prensa local, aunque los espectadores provincianos debían esperar a que la temporada madrileña acabase y a que las compañías pasasen por su ciudad, tal y como describía con exactitud Pardo Bazán: “La belleza literaria y la emoción dramática que paladeó en invierno la capital, en primavera la gustan las provincias, y su juicio enmienda o confirma el de Madrid. El provinciano (¡cuántas veces me ha sucedido lo que describo ahora!), durante las largas noches del invierno, entretiene la tediosa velada leyendo los periódicos donde se reseñan los estrenos. Con la imaginación adivina el recinto iluminado, los palcos atestados, las butacas sin mella, el paraíso hormigueando, la atmósfera vibrante, las discusiones de los entreactos y el silencio religioso del momento en el que se abre el telón. ¡Cómo le gustaría estar allí! ¡Qué de incertidumbres al comparar artículos con artículos, críticas con críticas, al ver que uno ensalza lo que el otro … Volviendo a los viajes de la hermosa Talía diré que en provincias se la suele recibir con los brazos abiertos. […] la Talía emigrante toma varios rumbos […]. En Barcelona funda grandes esperanzas, porque donde hay dinero y gusto no puede faltar al artista aprobación y recompensa. (“La Vida Contemporánea”, “Talía trashumante”, La Ilustración Artística, 13/04/1896).

3. Doña Emilia, dramaturga: la experiencia de una frustración

Lectora de teatro, espectadora precoz y constante, curiosa impenitente, seguidora de la vida teatral madrileña desde sus inicios provincianos, no es de extrañar sus deseos de pasar a la escritura teatral como corolario de un proceso creador en el que sus avances en la novela pudieran dictarle temas y formas.

En esta mantenida afición por el teatro va adquiriendo amplios conocimientos sobre el entramado teatral (público, actores, autores, y empresarios) y los tratará de aprovechar en la escritura y puesta en escena de sus propias obras.

Nuestra autora cuenta sus primeras tentativas dramáticas en los “Apuntes Autobiográficos”. Según las indicaciones de doña Emilia, estas primeras obras surgirían alrededor de los años que siguieron a la revolución de 1868: “Mi congénito amor a las letras padeció largo eclipse, obscurecido entre las distracciones que ofrecía Madrid a la recién casada de dieciséis años [...]. Yo no perdía estreno ni renuevo de drama o comedia, y mis afecciones literarias remanecían […] “Excuso añadir que a ratos perdidos cometí dos o tres dramas, prudentemente cerrados bajo llave apenas concluidos. Según puedo colegir hoy, no teniendo ánimo para exhumarlos del nicho en que yacen, eran imitaciones del teatro antiguo. Alguno estuvo a punto de alcanzar los honores de la representación sin yo pretenderlo. Un copista infiel lo dio bajo su nombre a un teatro de segundo orden, donde se lo admitieron y empezaron a estudiarlo. Por fortuna sorprendí a tiempo el enredo, y puse el manuscrito a buen recaudo” (Pardo Bazán 1999: 698-708.)

Tanto la asistencia de su familia y allegados al teatro como sus propias incursiones a los teatros de su ciudad natal, a los compostelanos – en la época en la que acompañó a su marido para estudiar leyes- a los madrileños y a los europeos, hicieron que prontamente la joven Emilia se aventurase a probar el género dramático. Durante los años que fijó su residencia en La Coruña, la escritora no publicó ninguna pieza teatral ni llevó ninguna obra las tablas, aunque sí se aventuró a introducirse en la escritura dramática. De hecho, se cuentan con seis piezas manuscritas: El Mariscal Pedro Pardo; Tempestad de invierno; la fragmentaria traducción de Scribe y Legouvé, Adriana Lecouvreur; Ángela, el bosquejo Plan de un drama y Perder y salir ganando, fechadas probablemente entre 1870 y 1880.

Ninguna obra de la escritora perteneciente a este periodo fue estrenada y ella las tuvo en poca consideración. Dª Emilia alberga dudas sobre los méritos de sus primeras incursiones dramáticas, pero estos testimonios ilustran el proceso de aprendizaje de la autora que ensaya formas de escritura teatral a partir de moldes vigentes en sus años de formación, moldes formados en el romanticismo, el drama histórico y la alta comedia.

Cuando se inició en su obra dramática, en 1898, ya era una autora consolidada en la novela y curtida en la defensa de su atemperado Naturalismo, por lo que acomete esa empresa desde la madurez y un acusado miedo al fracaso y al ridículo que se revela en todas sus manifestaciones personales. Ya famosa, con muchos amigos, pero también con enemigos, entra con prudencia en ese mundo, como “de puntillas”, porque sabe que se mete en un terreno “resbaladizo” y que sus estrenos serán “mirados con lupa”, pero confía en las posibilidades de los grandes actores y actrices para los que escribe sus obras y en su amistad con ellos (Balbina Valverde, María Tubau de Palencia, María Guerrero, Fernando Díaz de Mendoza, etc.). Casi simultáneamente escribe para todos ellos, creemos que con la intención de “dispersar” la atención de la crítica. Y también le viene de antiguo su deseo de estrenar en Madrid; ya está curtida como espectadora y crítica teatral en el “Nuevo Teatro Crítico”, conoce muy bien las obras de sus colegas masculinos y ha sido muy crítica con el panorama cultural español. Sus ataques se dirigen especialmente al público, al desvío que éste muestra, acudiendo sólo a la ópera, a las bufonerías y a los frontones; también criticará la mala preparación de actores y actrices. Los éxitos de Benavente y de Galdós (a él le anima con Realidad) en el teatro tientan a la escritora. Desde la Presidencia de la sección de literatura del Ateneo enuncia en 1904 sus proyectos dramáticos: “Yo estoy en la dramaturgia, ya de patitas. No sé que saldrá…Las cosas así....Y si hay grita que sea por algo […] Casi he terminado un drama para la Tubau...Otro voy a hacer para la Pino y Borrás. Otro para la Guerrero. .. ¿Qué resultará de todo este fregado teatral? Dirán de mí seguramente lo del ciego. Dos cuartos para que toque y ocho para que lo deje…Porque yo no quería escribir para el teatro y me arranco escribiendo cinco o seis cosas en un año, poco más o menos” (Bravo Villasante 1962: 263-265).

En 1905, en carta a Giner de los Ríos vuelven las incertidumbres: “¿Serviré para el género? ¿Haré en él algo que merezca ser contado? Al leer en alto estas mis primeras comedias, paso del contento a la rabia con suma facilidad. Tan pronto me parece algo, como las encuentro flojas, absurdas. Lo indiscutible es que dan en qué pensar, y ya es un mérito en mi caso” (Faus Pilar 2003:291).

Las obras que nos han llegado de ella son siete, todas ellas escritas entre 1897 y 1909, es decir, en la que se considera su última etapa literaria, tendente al idealismo espiritual. Los siete títulos son El vestido de boda, La Suerte, Verdad, Cuesta abajo, Más (luego Juventud), Raíces y El Becerro de metal. Sólo se estrenaron cuatro: El vestido de boda (estrenado el 1 de Febrero de 1898 en el Teatro Lara para el Beneficio de Balbina Valverde), La suerte (estrenado el 5 de Marzo de 1904 en el Teatro de la Princesa, para el Beneficio de María Tubau), Verdad (estrenado el 9 de Enero de 1906 en el Teatro Español por María Guerrero), y Cuesta abajo (estrenada el 22 de Enero de 1906, en el Gran Teatro de Madrid por María Tubau). Todas ellas levantaron mucha expectación y obtuvieron un lleno total del público que acostumbraba a asistir a las grandes solemnidades artísticas. Ninguna de ellas obtuvo el éxito que podía esperarse de los éxitos obtenidos por sus novelas. Ella siempre atribuiría su fracaso a la decadencia del teatro español del momento, a la impericia de algunos actores y empresarios, también a ciertos sectores de la crítica a los que menosprecia, y sobre todo a los gustos vulgares del público, al que considera su gran enemigo. Pero, ¿cuál fue su camino hasta su primer estreno?:

Los periódicos, hacia octubre de 1894 no dejaban de publicar rumores sobre la posible subida a las tablas de piezas escritas por los más desatacados novelistas del momento. El tema seguía interesando mucho, tras las tentativas de Pérez Galdós y, además, la temporada teatral de otoño estaba punto de empezar. Y, precisamente, entre el final de cada temporada teatral y el comienzo de las siguiente los críticos teatrales y los gacetilleros intentaban muchas veces paliar la sequía de noticias teatrales con anuncios sobre futuros estrenos (confirmados o no) y otros datos relacionados con el mundo de las tablas, y así anunciaban que novelistas famosos como Clarín, La Pardo Bazán y Pereda iban a tirarse al ruedo teatral.

Otras veces, eran incluso los propios empresarios y autores quienes favorecían este proceso, siempre con vistas a despertar la expectación del público y a conseguir un mayor número de espectadores.

Pero en 1892 se produciría el estreno del primer texto teatral de Benito Pérez Galdós, Realidad, en cuya gestación estuvo implicada personalmente Doña Emilia. Realidad se estrenó el 15 de marzo de 1892 y un mes después el 16 de abril, la autora manifestaba en una reseña publicada en su revista que el autor: “[h]ace más de cuatro años da vueltas y vueltas en su creador magín la idea de adaptar una novela al teatro y soltarla como un ballon d´essai de los nuevos procedimientos llamados a vigorizar nuestra alicaída dramaturgia. (…) ¿Por qué razón –ha dicho en alto el pontífice del naturalismo francés y ha debido de pensar Galdós- se pretende aislar al teatro de otras formas literarias, con las cuales guarda tan estrecha relación –la poesía, la novela? (Nuevo Teatro Crítico, Pardo Bazán 15/04/1892).

Dª Emilia, tenía un alto concepto de sí misma como autora y ya era una afamada novelista (Los pazos de Ulloa (1886), La madre naturaleza (1887), Insolación y Morriña (ambas de 1889), y, sin duda, este paso de Galdós al teatro, la animó a seguir un mismo camino. Para ello contaba con el concurso y la amistad de grandes actores que estaban dispuestos a apoyarla; admiraba sin contención a Balbina Valverde, María Guerrero y Fdo Díaz de Mendoza, María Tubau, Emilio Mario y Antonio Vico (con ellos gestionó el estreno de Realidad de Galdós), Emilio Tuillier, Rosario Pino y Rafael Borrás.

Así que cuando la escritora llevó a cabo sus obras escogió cuidadosamente a los actores que las representarían, incluso adaptando los papeles para ellos, como se había convertido en costumbre entre sus contemporáneos. De Balbina Valverde, que estrenaría El vestido de boda, su primera pieza para teatro, diría tras su muerte que era una de las mejores intérpretes que había conocido y que nunca podría ser sustituida (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 23/08/1915); de María Tubau, actriz que interpretaría el personaje de Ña Bárbara en La suerte, la primera vez que la vio actuar dijo lo siguiente: Yo he oído muy poco a María Tubau: cuando la vea interpretar una serie de obras que me permitan juzgar sus facultades de actriz, tal vez la estudie detenidamente, pues en la escasez de buenas comediantas que padecemos, ella se destaca con impredecible supremacía, ayudada por una figura muy gentil y una voz pura y fresa que sabe no derrochar” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 21/12/1891). Y, tras el estreno de La suerte, la escritora también escribiría para la actriz su obra Cuesta abajo. También abundan en sus reseñas las alabanzas hacia María Guerrero y el que sería su marido Fernando Díaz de Mendoza; Pardo Bazán debió trabar contacto con la actriz cuando esta se sumó a los ensayos de Realidad de Benito Pérez Galdós para desempeñar el papel de Augusta. Y tras el estreno de esta obra, pronosticó en su Nuevo Teatro Crítico, 2/04/1892, un gran futuro para la actriz en el mundo de la interpretación. La compañía formada por ella y su marido llevarían a las tablas la obra de la escritora Verdad. La escritora coruñesa siempre tuvo en alta estima al matrimonio de actores, y nunca cesaron sus elogios sobre ellos. Incluso después de que rechazasen estrenar sus piezas El becerro de metal y Juventud comentaría de María Guerrero: “nadie ignora cómo esta gran actriz domina la cuerda dramática y aún la trágica” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 06/04/1914), y lo mismo opinaba de Fernando Díaz de Mendoza (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 27/05/1912).

Y comenzó con una obrita corta, un monólogo escrito expresamente para el Beneficio de Balbina Valverde, El vestido de Boda (Teatro Lara 1898), en la que la actriz debía encarnar la vida de una mujer madura, Paula, que se ha hecho célebre en Madrid bajo la falsa identidad de una costurera francesa, Palmyre Lacastagne, de alta consideración social entre sus clientas madrileñas de alto copete; ésta espera nerviosa a su hija, que no sabe que su madre es Mme Lacastagne, modista a la que le ha encargado su vestido de boda.

Tras esta cobertura ligera y cómica, se dramatiza algo más profundo: la trayectoria de una existencia de mujer orientada a la recuperación de su posición social gracias al ingenio y al trabajo, aunque contradictoramente para su hija , ángel de pureza, ya quiere forjar otro destino distinto al suyo, más cercano al prototipo de “ángel del hogar” (Fernández Soto 2010: 481-482).

Luego vendría La suerte, el 5 de Marzo de 1904 para el beneficio de María Tubau, un diálogo entre la vieja Ña Bárbara (María Tubau) y Payo sobre el destino. Era una historia de amor, celos y muerte, con final trágico. La obra recibió críticas tibias del público, a juicio de algunos críticos como Zeda, “La suerte”, diálogo original de Emilio Pardo Bazán, La Época, 6/III/1904.

Más tarde se estrenaría Verdad en el Teatro Español, el 9 de Enero de 1906, por la compañía de María Guerrero; era la primera de las obras largas de la autora y contaba el triángulo amoroso trágico de dos hermanas gemelas, Irene y Ana, en su cruce de destinos con Martín, el protagonista, casado con la primera y enamorado de la segunda. La obra había levantado mucha expectación porque se trataba de una personalidad literaria, pero se podían rescatar reseñas hostiles por parte del público y la crítica: “El interés del público viéronse por esta vez en el desagradable trance de la decepción…La verdad es que la obra no gustó” (Carlos Luis de Cuenca, “Crónica de teatros”, La Ilustración Española y Americana, 15/I/1906). Ella contestó desde las páginas de su columna de “La Vida Contemporánea” de La Ilustración Artística, 16/II/1906: “Sabía yo además que detrás del público hostil vendría la crítica encarnizada, recargando; sabía que a mí no se me aplicaría absolutamente ninguno de los criterios de tolerancia que diariamente veo aplicar, y que para mí no se han hecho”. Y desde Blanco y Negro, 13/I/1906, el crítico de la sección de teatro decía que “la obra no gustó al público, que es quien debe juzgarla, pero las críticas y sin excepción ven en la fábula y el desarrollo de ella un interés, una técnica, unas ideas briosas, que por lo mismo se prestan al comentario, son prueba de que Verdad es un drama no desprovisto de grandeza, situaciones y momentos de vigor y fuerza artística extraordinarias”.

A los pocos días del estreno de Verdad vendría Cuesta abajo, título metafórico que recogía el final de la casa aristocrática de los Castro Real, estirpe ilustrada que entra en decadencia y se convierte en algo sin sentido en una sociedad nueva. La obra de amplios ecos regeneracionistas fue un varapalo crítico más que ella siempre interpretaba en términos de conspiración: “prevención especial en contra de mi drama, prevención que no esperó, para manifestarse, ni a que se levantase el telón y comenzase el primer acto […] el recurso de que echaron mano para indisponer al público con mi primer drama, quince o veinte días antes de que se estrenase, fue formarle una leyenda negra (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 26/II/ 1906).

Todas estas circunstancias adversas y el daño hacia su autoestima la decidieron a no estrenar su tercera obra larga, Más, luego llamada Juventud, y tampoco Las raíces y El Becerro de metal.

El teatro de Pardo Bazán fue un intento por renovar género a través de procedimientos prestados de la novela realista y naturalista, y Galdós era su modelo. Escrito siempre en prosa, era un teatro de índole regeneracionista que quería mostrar los problemas de la sociedad de su momento y tenía la voluntad de despertar la conciencia de los espectadores sobre la sociedad de su época en general y sobre un tema en particular: la situación de la mujer de su época. En sus obras, Doña Emilia denuncia la doble moral de la sociedad según el sexo de sus individuos, la posición de la mujer campesina, la asfixiante moral burguesa y el destino relativo del género femenino siempre marcado por el modelo de “ángel del hogar”. Y con un sesgo pedagógico que siempre atribuyó al teatro quiso influir en un público que muchas veces iba a divertirse. De este modo, y tras el fracaso de Verdad, su autora, como no podía ser de otra forma por su carácter, no se muestra totalmente vencida, sino que opina: “Basta saber que no fue mi equivocación de esas por nadie negadas, sino de las que promueven discusión, marejada, revuelo literario” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 26/02/1906).

Sin embargo, algunos años después de su último estreno, admitía desilusionada en el diario bonaerense La Nación: “el público español no ha sido educado en la escuela del positivismo científico, no admitió la literatura dramática inspirada en el análisis crudo de los acontecimientos de la realidad, y pidió jaleo, chiste, broma, ingenio (a ratos)” (“Crónicas de España”, “Teatros y público”, 06/06/1909).

Nadie pudo convencerla de que sus obras eran mediocres, y seguramente no lo eran: ni las críticas adversas, ni los pateos, achacando su fracaso a la ignorancia del público y a la malevolencia de sus enemigos.

4. Doña Emilia, crítica teatral

A partir de 1890, ya hemos señalado cómo Doña Emilia ejerció la crítica teatral a través de los artículos que componen la colección de “La Vida Contemporánea” para La Ilustración Artística de Barcelona y las “Crónicas de España” para La Nación de Buenos Aires, aparte de las opiniones vertidas en su Nuevo Teatro Crítico y en otros periódicos de la época.

En todos esos textos, algunos ya analizados en las anteriores páginas, aparecen todas las facetas teatrales que hemos querido recorrer hasta llegar a la de crítica literaria. En ellos se intuye ese gran interés que le suscita el hecho teatral y que explica sin duda todas sus convergencias como espectadora, dramaturga y crítica: “Hay en el teatro infinitos elementos ajenos a la literatura, que le prestan interés humanísimo. Es un estudio, más viviente y sangrante que el de los libros. Es vida en que el artificio y la realidad, combinándose, dan por resultado un poco más de experiencia (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 26/II/1906

A través de sus páginas críticas vamos conociendo su concepto del teatro, sus preferencias sobre autores y autores, su pesimismo ante lo que ella considera decadencia del teatro y va asignando responsabilidades en esa crisis, deteniéndose especialmente en la responsabilidad del público, en quien también ha focalizado parte de la responsabilidad de sus propios fracasos en las tablas.

Doña Emilia comentaba en 1906: “ensayos, estrenos, éxitos y la mecánica interior que esto lleva en sí, despiertan mi curiosidad lo suficiente para entretenerme como a un mero dilettante, por la observación y análisis de pasiones, miserias, lucha e ilusiones que ello envuelve (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 26/02/1906). Todas las declaraciones de la autora obedecen a la concepción de teatro como espectáculo, dedicando su atención tanto a los elementos textuales como a los extratextuales: escenografía vestuario, actores, y público. Sobre todos reflexiona devolviéndonos un vivo retrato de una época y de unos modos teatrales que también van evolucionando rápidamente conforme se avanzaba hacia el siglo XX. Ella está siempre atenta a las novedades, a la renovación de los moldes teatrales que considera caducos, pero también llega un momento que es arrollada por la preeminencia de las nuevas ventanas de ocio que demandan las clases populares, y que se distancian del concepto un tanto elitista del teatro como “arte sublime” que ella defendía desde sus inicios.

En su artículo titulado “La Vida Contemporánea”, “Talía trashumante”, La Ilustración Artística, 13/IV/1896, se ocupa del marco, la escenografía, el vestuario , los actores y el público: “¿Qué es una comedia despojada de su aparato escénico, sin decoraciones, sin trajes, sin la magia del acento y del juego de la actriz, sin el grito de la pasión y sin el retoque gracioso de la malicia y de la risa”), de los actores (habla de la dureza de su vida profesional y del público (“antojadizos, lunáticos, variables”).

Del mismo modo, la escritora dedicó muchas de sus reseñas a manifestar su crítica sobre las anacrónicas escenografías, los telones raídos y desfasados atuendos de las compañías de actores de su época, en los anticuados teatros madrileños. Con esta concepción sobre la escenografía, no extraña que aplaudiese las obras y reformas que llevó a cabo en el Teatro Princesa el matrimonio Guerrero– Mendoza- y que precisamente, como ya hemos dicho, en este teatro tuviese lugar la tercera obra subida a las tablas de la escritora, Verdad. En una crónica de La Nación de Buenos Aires reconoce la labor hecha por los actores-empresarios en materia de decoración y atrezzo teatrales: “Hay dos eras escénicas: antes y después de los Mendoza. Antes asistimos a representaciones lánguidas, en teatros fríos y vacíos, cuyos pasillos alfombraban esputos y papeles rotos y colillas; los actores parecían contagiados del hielo de los espectadores, y si la obra era de capa y espada, en suma, si pasaba en un siglo arriba del XIII –fuese el XIII, fuese el XVII- sacaban la misma cota o el mismo birrete de de lacia pluma, iguales tocas y haldas, y el mobiliario se componía invariablemente de una mesa con tapete rojo y galón dorado, un sillón gótico y dos taburetes inclasificables. Yo he visto en El Trovador, el acto de los desposorios en un salón Luis XIX (…) y he visto, en el mismo drama, a Leonor, raptada por Manrique, enseñando unas botas de elástico y unas medias de algodón blanco que parían los corazones… Y esto, no en ningún teatro de provincias, sino en el Español, nada menos… Y vinieron los Mendoza, y todo cambió. Su ejemplo fue contagio. El respeto a la historia se impuso. Cada obra tuvo su ambiente. Si algo he oído decir de la presentación de las obras por esta pareja de artistas, es que extreman la fidelidad (“Crónicas de España, “La corte de los venenos”, La Nación, 30/01/1910). La escenografía, pues, tal y como la concebía la Doña Emilia debía estar en función de la trama. No debía ser pobre pero tampoco excesiva. Por eso, cuando en la década de 1910 del siglo XX en algunos teatros las decoraciones comenzaron a ser excesivamente suntuosas, ella mostró su preocupación de que fueran simplemente la exhibición de un lujo escénico excesivo que enmascarase las virtudes escénicas de la representación.

Y al avanzar el siglo XX ya se congratula de la mejora técnica de los teatros: “Hoy los teatros no están, como hace quince años, reducidos a estrenar una decoración cada cuatro meses, y a vestir de ajada percalina a los comparsas” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 27/II/1905)

Sobre los autores, la Pardo Bazán apuesta por aquellos que intentaron introducir alguna novedad al anquilosado panorama teatral y desestimó tentativas que no ofrecían novedad alguna al respecto. De este modo, en sus crónicas en La Ilustración Artística rechazó piezas como El tanto por ciento de Adelardo López de Ayala, que cree “pasada de moda” o Batallas de reinas de Frederic Soler Hubert, por parecerle arcaica. Asimismo, defendió las nuevas propuestas que ofrecía la dramaturgia hispana, como, por ejemplo, el drama social, Juan José de Joaquín Dicenta, que había causado una agitada polémica en el Teatro de la Comedia por presentar en escena ambientes de pueblo bajo, algo solo admisible de la mano del género chico, y que llego a ser considerado como “manifiesto socialista” (“La vida contemporánea, “Días nublados”, La Ilustración Artística, 23/11/1896), el drama rural La Dolores de Feliú y Codina (Nuevo Teatro Crítico, 27/03/1893), Huelga de hijos de Enrique Gaspar, en quien ve cualidades de precursor (“Un ibseniano español. La Huelga de hijos de Enrique Gaspar, Nuevo Teatro Crítico, 30/XII/1893). Siempre proclive a vientos de cambio e informada sobre las últimas novedades europeas, esperaba que ciertas compañías extranjeras –como la del italiano Ermete Novelli- las trajesen a la escena española. Así se manifiesta ansiosa por ser espectadora de “lo que hoy se admira y discute y simboliza[n] las nuevas direcciones literarias: Ibsen Tolstoi, Turguenef [sic], Suddermann, Metterlinck” (“La Vida Contemporánea, “Ermete Novelli y su repertorio”, La Ilustración artística, 11/05/1896). También reseñó las nuevas propuestas de teatro poético y modernista de la mano de Marquina, o Villaespesa, así como las de Benavente y Valle Inclán, Así, por ejemplo, en La Ilustración Artística, la escritora alaba las obras de Jacinto Benavente apuntando sus múltiples influencias (“La Vida contemporánea”, La Ilustración Artística, 13/09/1915) o defiende la lectura de El embrujado de ValleInclán (“La vida contemporánea”, La Ilustración Artística, 17/06/1913).

En 1893, Dª Emilia desde su tribuna Nuevo teatro crítico, saludaba con aplauso el sentido «feminista del novísimo teatro español», gracias a la influencia de las corrientes europeas «que parece increíble lleguen aquí». Obras como Huelga de hijos, Realidad, La loca de la casa, La Dolores, Mar y cielo, que Pardo Bazán ensalzaba en Nuevo teatro crítico, incorporaban los personajes femeninos con una fuerza y un protagonismo equivalente al que venían ostentando en la novela, -pensemos en Fortunata, o La Regenta. Eran obras en las que el resorte principal ya no era exclusivamente el sacrificio de la mujer o la asunción de exclusivos papeles de víctima, como aludía Doña Emilia, “[…] siempre tendiendo el cuello, siempre reconociendo que nada les corresponde, como no sea el derecho al llanto y a labrar a costa de la propia la ajena felicidad, o a someterse al más horrendo castigo por falta más leve, o a expiar los pecados de los otros, ofreciendo su sangre a divinidades vengadoras e injustas”.

En cuanto a los actores, ya hemos podido comprobar cómo en su quehacer como dramaturga siempre se ocupó de escogerlos cuidadosamente para que realzaran su trabajo; en sus páginas críticas hay elogios hacia la profesión y reivindicación de la dignidad de su oficio, a propósito de la concesión de la Legión de Honor francesa a Sara Berhardt (“La Vida Contemporánea”, “De ayer a hoy”, La Ilustración Artística, 8/II/1897).

Salvando, por supuesto, ejemplos de actores y actrices a los que Pardo Bazán admiraba ya en la época que pasó en Madrid poco después de casarse en 1888 y que comenta en sus “Apuntes Autobiográficos” -Matilde Díaz, Mariano Fernández; Catalina, Rafael Calvo, Elisa Boldún (Pardo Bazán 1999: 20)- y en los que reconocía su talento y buen desempeño para la declamación, dedicó, en general, un mayor culto a las mujeres actrices, ya que después del reinado de Rafael Calvo y Antonio Vico, no encuentra figuras masculinas de nivel. Sobre todo, elogia a las mujeres que son actrices y empresarias al mismo tiempo (BalbinaValverde, María Tubau, Guerrero, o Margarita Xirgú), aunque tampoco deja de reseñar que en el panorama teatral de finales del siglo XIX y principios del XX eran frecuentes la interpretaciones descuidadas, grandilocuentes y exageradas.

Prima al actor expresivo: “si me preguntase mi predilección, siempre votaría a favor de la naturalidad, de la dicción dramática sí, pero no cantábile, no con crescendos musicales y arpegios de voz y aires de bravura” (“La Vida Contemporánea, La Ilustración Artística, 27/XI, 1899).

Expresa su preferencia por los actores italianos (ErmeteNovelli, Tina de Lorenzo o Ferruccio Garavaglia): “Es indiscutible, los italianos son los mejores actores del mundo. Casi me decidiría a decir en vez de los italianos, las italianas (…) Yo no puedo ni comparar el juego de los actores franceses al de los italianos, no solo en lo realmente dramático, sino también en lo cómico, hasta en lo que tiende a la pantomima y a la arlequinada (”Crónica de España”, La Nación, 3/VIII/1909).

A los actores españoles apenas los enjuicia en sus crónicas, salvo a la pareja Guerrero-Mendoza, resaltando sobre todo su faceta empresarial y de difusión del teatro contemporáneo.

En todas estas crónicas destaca su preocupación sobre la crisis del teatro español, focalizando responsabilidades sobre todo en el público: “el público se entregaba ya a las traducciones y arreglos del francés, ya la afición del público por el género zarzuelesco, ya el flamenquismo, ya el can can, ya el supuesto realismo de Echegaray, Cano y Sellés” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, “De actualidad”, 31/VIII/1896).

A medida que pasan los años aumentan sus declaraciones en este sentido, y deplora la bajada de la calidad literaria ante la entrada imparable de nuevos espectáculos populares como las obras frívolas y sicalípticas que integran a los diferentes públicos en una misma demanda.

Aboga sin cesar por “preservar el arte”: “El momento es de decadencia total en los espectáculos: el cine, las varietés, las zanzarinas, los excéntricos, los monos sabios […] vinculan la simpatía y la curiosidad y los éxitos de taquillay los aplausos. No quiera Dios que nunca hayamos de ver a Tórtola Valencia en la Princesa poniendo el pie delante de María” (“La Vida Contemporánea”, La Ilustración Artística, 3/II/1913).

Para ella el público ideal estaría formado por una selecta minoría que va al Español a atender la obra, no a entretenerse en verse y charlar o a chismorrear y que “apenas halla en la representación más que un pretexto para mirarse y comentar el traje de Zutanita o el novio que le ha salido a Perenganita” […] El público […] es un compuesto de frivolidad, de falsos pudores, de romanticismo falso también y de petrificado indiferentismo, y le corresponde parte de la responsabilidad en el decaimiento en que, sin asomos de duda, se encuentra el género” (“Crónicas de España”, La Nación, 17/III/1911.) Y su crítica se extiende a todo tipo de público, aunque se intensifica en las capas más altas de la sociedad, porque son las que imponen modas.

Aparte de centrarse en ese público acrítico que solo busca diversión intrascendente, sus dardos también se dirigen a los empresarios más atentos a los intereses económicos que a lo artístico y a unos autores maltratados por todos (ella se incluye en este grupo).

Sus quejas a veces se presentan en forma de deseo: “Yo desearía con todas mis fuerzas, que en Madrid cupiese sostener un teatro de arte, donde solo tuviesen cabida las perlas de nuestro magnífico collar dramático y cómico, desde La Celestina hasta nuestros días; y comprendo, al desearlo, que me forjo una ilusión, porque no existe auditorio para ese escenario que sueño; y por más subvenciones que le diese el estado, perecería de consunción, o asfixiado por el vacío. Al desear un teatro, lo que deseo es un público; un estado de cultura, un entusiasmo de belleza” (“Crónicas de España”, La Nación, 7/VI, 1914).

Rastreamos un sabor de derrota en el último artículo sobre el teatro aparecido póstumamente en “Crónicas de España”, La Nación, 12/VI/1921: “(…) nos rendimos ante las imposiciones de la realidad. El sueño de un teatro donde solo se representasen, al lado de las joyas más preciadas de Lope, Calderón, Tirso y Moreto, las mejores de los ingenios relativamente contemporáneos, del renacimiento romántico, con el Duque de Rivas y Hartzenbusch, y del clasicismo con Moratín y Martínez de la Rosa, es un anhelo de literato”.

5. Conclusiones

Emilia Pardo Bazán, gran lectora, precoz e imaginativa espectadora de teatro, integrada en la sociabilidad de un teatro selecto por tradición familiar, dramaturga frustrada, mantiene como crítica teatral una actitud parecida a la de sus coetáneos de oficio (Clarín, Galdós, Ixart) sobre el estado de crisis del teatro español de finales del siglo XIX y el lento avance hacia la renovación de principios del XX que venía de la mano de los aires renovadores del Norte de Europa.

Poseedora de una curiosidad intelectual inagotable, nos lega unos artículos críticos muy personales, escritos con un lenguaje chispeante y expresivo que denotan la fuerte personalidad de la escritora. Todos ellos están atravesados por una gran intención divulgadora, son muy intuitivos y fruto de una aguda observación de la sociabilidad del Madrid del que ella era una figura relevante.

Son artículos motivados por la búsqueda del arte, con anhelos de perfección, de mejora, de admiración hacia actores y autores que no consiguen vencer las inercias de un público al que considera estancado en su propia apatía e ignorancia.

Como creadora, trata de trasvasar al género teatral los recursos aprendidos de la novela realista y naturalista y trata de “rendir” sin conseguirlo al monstruo que se le resistía: el gusto del público rey. Esta experiencia siempre sería la de una frustración.

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