Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 2. Pensadoras y filósofas

La mirada sensible y vanguardista de Teresa de La Parra en la
I Conferencia sobre la Influencia de las Mujeres en la formación del alma americana

María Angélica Giordano Paredes

Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

Resumen: Teresa de la Parra –mujer de muchos mundos, de mentalidad universal y de gran talento artístico– plasma en su único ensayo, que es en realidad una conferencia dividida en tres partes, el espíritu combatiente y abnegado de las mujeres que contribuyeron a la formación ideológica de la América hispana. Se propone, en su ensayo, valorar la noble participación de todas aquellas mujeres que con su silencio y abnegación, pero con gran valentía, estuvieron detrás de los grandes personajes que conquistaron e impusieron el sello de España en el nuevo mundo. Lo hace desde su propia mirada, sensible y vanguardista, que da a la mujer de su época y de todos los tiempos un matiz de libertad e independencia basado en la inteligencia y en la capacidad de aprender y formarse para trabajar y ser útil a la sociedad. Mujeres estudiosas y activas que quieren mejorar para conseguir la realización de su propia personalidad y estar a la misma altura de los hombres en una sociedad cada vez más competitiva; pero, sobre todo, dejar valer su voz y seguir avanzando en su lucha contra el silencio y la sumisión. Con una visión muy adelantada a su tiempo, Teresa de la Parra consigue defender la inteligencia femenina y trazar una perspectiva muy actualizada de igualdad, delatando, muy sutilmente y con una prosa sumamente delicada, el maltrato de género.

Palabras clave: Abnegado; América; Conquista; Igualdad; Género; Sumisión.

La corta vida de esta exquisita y refinada escritora, conocedora de mundos y de múltiples horizontes intelectuales y culturales, es un modelo de interculturalidad y de adaptación multicultural. Este hecho está de manifiesto en su biografía: nació en París en 1889, vivió entre Europa y América (París-Caracas-Madrid) y en 1936, el mismo día que los ilustres Cervantes y Shakespeare, murió en Madrid, abatida por la enfermedad de la época: la tuberculosis. Venezuela se atribuye su nacionalidad y el orgullo de su pluma pero, desde una perspectiva más objetiva y cultural, vislumbrando más de cerca su vida, se puede decir que es una perfecta ciudadana del mundo y que su obra nos pertenece a todos por igual, tanto a europeos como a americanos. Se puede definir a través de las palabras de don Miguel de Unamuno, en una simbiosis entre personaje y escritora, a través del rostro de su inmortal creación, Ifigenia1, que al igual que su homónima2 griega vive y sufre la tragedia de su propia existencia: la razón de ser mujer y querer ser persona con iguales derechos y pensamientos, sin límites de género y sin subyugación alguna. Dice el escritor vasco: “no se preocupe de lo que digan, ni dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...” en Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno (1925: 259). Efectivamente, don Miguel de Unamuno la animaba –a la mujer escritora y a la mujer personaje– a ser más indiferente a las críticas de los intelectuales y de los lectores y a emprender su camino hacia la liberación y la igualdad ya que para sentirse en iguales condiciones de género es fundamental, ante todo, liberarse de todo tipo de prejuicios. Teresa, muy agradecida, responde en cuanto al recogimiento “que es en la soledad del alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas” (Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno (1925: 259). Sin duda, la expresión libre y sonsacada del intelectual que deja caer en el infinito su inspiración más profunda y natural. En el silencio de la noche hablan los corazones inquietos y también las mujeres pueden hacer retumbar sus ideas en el universo con sus magníficas creaciones que poco a poco empiezan a tener voz propia. Pero no es solo el recogimiento el que alberga la creatividad sino además la discreción y la humildad que nos aleja del ensimismamiento y del ego, ese espejo que “no solamente nos vacía o nos desdobla […] sino que nos multiplica además hasta el infinito en partículas insignificantes que las vamos perdiendo como alfileres […] sin que nos sea posible volver a encontrarlas nunca.” (1925: 259). De esta manera Teresa pone de manifiesto su gran discreción y su afición por la lectura cuando manifiesta que su espíritu, sin poder detenerlo, “se ha ido volando” hacia la “exposición de libreros” en busca de alimento e inspiración. Siempre en su Carta a don Miguel de Unamuno (1925: 259) se define a sí misma como un alma discreta y nada presumida de sus virtudes; de hecho, si por ella fuera no hubieran existido nunca los espejos.

Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, […] es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos de todas las manos y casi nunca las merecemos (1925: 259).

Con este espíritu noble y sencillo ahonda en las entrañas de la conquista y nos relata las grandilocuentes y abnegadas vidas de doña Marina y de doña Isabel, mujeres y madres de grandes personajes que de no haber sido por su existencia jamás hubieran pasado a la historia. Son pues, junto con Teresa, grandes forjadoras del espíritu humano en pos del progreso, la armonía y la paz. No se pueden definir a estas heroínas sin sacar a flote la perseverancia y la profunda humildad de sus acciones, y así se define también el intelecto y la pluma de la singular Teresa de la Parra, mujer de gran corazón, de mentalidad universal y adornada de esa curiosidad que hace grandes tanto a hombres como a mujeres, en la misma cuerda y con el mismo equilibrio. Es, según Muñoz y Arria (2002: 1) “la precursora de la mujer que debe asistir comprometidamente al siglo XX que espera de ella, de la mujer, una participación distinta y protagónica.”

En cuanto a sus conferencias sobre la Influencia de las mujeres en la formación del alma americana, todo empezó en el lejano otoño de 1930, cuando recién llegada a París de su viaje por Italia, recibió una carta de unos amigos colombianos que la invitaban a Bogotá a dar una conferencia sobre su personalidad y su vocación literaria. Ella, con su temple humilde y sencillo, buscó en su interior suficientes razones para aceptar y escribir su discurso pero no encontró nada que pudiera ahondar en su propia persona y mucho menos en su vocación literaria; por lo que optó por escudriñar las llagas de la historia en busca de mujeres forjadoras de destinos y guerreras de la libertad; aunque en el fondo Teresa no creía en la igualdad de los sexos por una cuestión de lógica natural. Para ella “la igualdad de los sexos, lo mismo que cualquier otra igualdad, es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza que detesta la democracia y abomina la justicia” (De la Parra: 1982: 73-74). A pesar de ser una mujer muy avanzada para su tiempo no podía pasar por alto la realidad de su entorno histórico y sociocultural en el que quedaba todavía mucho camino por recorrer en materia de igualdad de género. De allí su visión de la realidad más inmediata en la que “todo está hecho de jerarquías y de aristocracias”, ella misma incluida. No olvidemos que la escritora era una conocida aristócrata de la sociedad caraqueña de la época por lo que conocía muy bien ese ambiente al que se refiere y en el que “los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen y el robo” (De la Parra: 1982: 73-74). En este contexto, las mujeres son víctimas porque “viven la honda vida interior de los ascetas y de los idealistas y llegan a adquirir un gran refinamiento de abnegación escondida en el alma” (De la Parra 1982: 73-74) que no se puede llamar virtud sino sumisión y marginalidad. Al contrario de lo que expresaba Fray Luis de León3 para quien la mujer debe servir al marido y gobernar la familia, así como criar a los hijos, bajo el temor de Dios y la concesión del cielo. Por todas estas razones, debidas principalmente a siglos de cultura de dominio patriarcal, las mujeres terminan por ignorar “la fuerza arrolladora que ejercen sus atractivos, se olvidan de ellas mismas; desdeñan su poder” por lo que “los hombres hacen de ellas unas tristes bestias de carga sobre cuyas espaldas dóciles y cansadas ponen todo el peso de la tiranía y de sus caprichos, después de darle el pomposo nombre de honor” (De la Parra 1982: 73-74). Esto nos recuerda a Doña Bárbara4, el personaje que intentó reconstruir su dignidad a través de la venganza, renegando de su condición de mujer; y quien en busca del pene se convierte en una “devoradora de hombres”. Digamos que es la anti-Ifigenia, y aunque tiene el valor y la fuerza de doña Marina y de doña Isabel, no cultiva la abnegación e intenta liberar la frustración y el odio hacia el macho violador y sometedor a través de la negación de su propia feminidad. Lo contrario de Ifigenia que sufre, padece y reacciona pero sin perder su condición de mujer y su espíritu refinado, debido quizás, a su formación cultural, de la que carece completamente doña Bárbara. Esto nos lleva a debatir un poco alrededor del feminismo que se le atribuye a la escritora. Teresa de la Parra, según Carolina Navarrete (2006:1), “por medio de sus Conferencias, entrega un concepto de lo femenino como una permanente lucha por la libertad ante sí misma y una realización personal en la esfera del trabajo” que para Teresa de la Parra representa el equilibrio y la realización de la mujer; es decir, poder dedicarse al hogar y a su profesión, en perfecta simbiosis, ya que “el trabajo5 no excluye el misticismo, ni aparta de los deberes sagrados, al contrario, es una disciplina más que purifica y fortalece el espíritu” (De la Parra 1982: 474). La mujer, para Teresa de la Parra, debe tener las mismas oportunidades que el hombre en su formación intelectual y cultural. De allí su feminismo, según ella, “moderado” y que se centra en la lucha por la adquisición “de los nuevos derechos de la mujer moderna” que debe conseguir “no por revolución brusca y destructora, sino por evolución noble que conquista educando y aprovechando las fuerzas del pasado” (De la Parra 1982: 474) para replantear el presente y el futuro. Esa visión futurista de la escritora es la que poco a poco estamos viviendo en nuestra sociedad del siglo XXI y que ha conseguido notables progresos aunque todavía queda mucho por conquistar, pero que dista bastante de la que vivió la escritora en cuestión.

En la Influencia de las mujeres en la formación del alma americana, Teresa de la Parra alaba el espíritu abnegado de las protagonistas de la conquista, de la colonia y de la independencia, desde doña Marina, la madre del Inca Garcilaso de la Vega hasta doña Manuelita Sáenz, la libertadora del Libertador6; sin olvidar a la reina Isabel la Católica de quien nació “la epopeya de la conquista” y poniendo como ejemplo de ese espíritu abnegado, pero al mismo tiempo luchador y liberado, a sus amigas y coetáneas, las escritoras Gabriela Mistral y Delmira Agustini, con quien intercambió cartas, ideas y creatividad literaria. Teresa de la Parra decide así rescatar las “vidas humildes llenas de sufrimiento y de amor” de las protagonistas de la conquista que han vivido siempre en el olvido o relegadas a un segundo plano de la historia y tratadas con extrema discreción por los Cronistas de Indias. Así nos los relata la autora (De la Parra 1982: 478)

Casi todas son indias y están bautizadas con nombres castellanos. Muchas son princesas. Se llaman las más ilustres doña Marina, doña Catalina, doña Luisa, doña Isabel la guaiquerí, madre de Fajardo, el conquistador de Caracas, la otra –doña Isabel mater dolorosa del Inca Garcilaso– y otras pobres esclavas o herederas de cacicazgos que comparten con sus maridos blancos el gobierno de sus tierras y junto con el don de mando les enseñan a usar los zaragüelles de algodón, la sandalia de henequén y el sombrero de palma.

Mujeres sufridas y despreciadas por su naturaleza femenina e indígena; pero imprescindibles en la vida de conquistadores y libertadores, hombres europeos dominadores y sometedores a quienes donaron no solo amor, fidelidad y abnegación, sino además, valentía, espíritu luchador y emprendedor y grandeza, gracias a quienes sus hazañas trascendieron en la historia de la humanidad. Doña Marina era una princesa india que fue vendida por su familia como esclava. Si nos remontamos a la biblia podemos relacionarla con José que también fue vendido por sus hermanos. Ambos vivieron y padecieron la falta de misericordia de su pueblo y de su propia familia; pero nunca perdieron su gran amor, bondad y capacidad de perdón. Doña Marina llega a manos de Hernán Cortés, se convierte en su esclava y amante, pero su gran amor la hace portavoz de “la futura reconciliación de dos razas e inició además en América aunque en forma rudimentaria aún, la primera campaña feminista” (Navarrete 2006: 1). Al igual que José perdona a su madre y a su hermano, convirtiéndose así en “símbolo de misericordia y de generosidad” (Navarrete 2006: 1). También doña Bárbara perdona a su hija, fruto del odio por los hombres y rival suya en el amor, y se pierde en las inmensidades de la sabana; pero a diferencia de doña Marina, nunca otorga misericordia ni generosidad al macho que la violó y sometió. Para doña Marina su familia no sabía lo que hacía, por eso los perdonó y demostró así su gran benevolencia, virtud ésta que la sostuvo en su intensa y controvertida existencia. Teresa de la Parra se apoya en las palabras de Bernal Díaz del Castillo, a quien cita en su obra, y nos describe a la Malinche7 (De la Parra 1982: 481)

Bien se le veía en su persona que era de buen parecer, entrometida y desenvuelta. Fue excelente mujer la doña Marina, buena lengua y buen principio para nuestra conquista por cuya causa Cortés la traía siempre consigo. A su inteligencia natural, unía la amplitud de miras que da el haber viajado y el tacto refinado que da el haber sufrido. Habla la lengua maya, la lengua azteca y aprendió muy pronto a expresarse en español con tal soltura y claridad como si hubiese nacido en Sevilla.

Del abandono de su familia y del maltrato de su pueblo que subyugaba a sus propias tribus y despojaba de sus valores a las mujeres aprendió a reconocer lo bueno y lo malo de las dos razas. Comprendió que su pueblo indígena no era menos cruel que el conquistador europeo ni menos culpable del desarraigo cultural de sus semejantes y decidió unirse al más fuerte para consolidar las fuerzas y equilibrar el destino de América. Marina no traicionó a su gente, la contempló en sus más íntimos despojos, la reflejó en su propia condición y la ayudó a compadecerse de sí misma en una lucha absurda por valores que nadie conocía a fondo ni respetaba. Es así como consigue guiar a Cortés y al mismo tiempo intenta luchar por la fusión de culturas y de valores en una nueva América, fruto del mestizaje entre blancos e indios, en su deseo de igualdad, consolidación y paz; pero queda una pregunta en el aire que la historia aún no se ha atrevido a responder, ¿es doña Marina una verdadera heroína, vista desde las dos ópticas, de conquistadores y conquistados? Al terminar la conquista, Cortés demostró su gratitud y la dio en matrimonio al hidalgo don Juan de Jaramillo. Ella, con gran resignación, aceptó el compromiso. “Le quedaba de aquella larga guerra, en la que fue alma como mediadora y consejera, el recuerdo de un gran amor, la rehabilitación de su poder ante los indios y su hijo don Martín Cortés, hidalgo español y caballero de Santiago” (De la Parra 1982: 483).

Igual destino le esperaba a la Ñusta doña Isabel que vivía en el palacio de Garcilaso de la Vega – un conquistador extremeño de ilustres y nobles ascendientes –tratada con cortesía por todos los aristócratas del Cuzco. “Ella hacía los honores a los invitados, mantenía correspondencia con el arzobispo y estimada en extremo por Garcilaso ocupaba en el palacio […] el puesto de la dueña de casa criolla, afable y llana en la hospitalidad” (De la Parra 1982: 487). Dedicó su vida a su amado señor, amándolo y sirviéndolo con gran fidelidad hasta que un día, después de la guerra entre Gonzalo Pizarro y el Virrey Núñez de Vela, regresó con más poder y fortuna; pero no en busca de su dulce hogar junto a doña Isabel y a su hijo – quien sería el ilustre poeta Inca Garcilaso de la Vega, el hijo mestizo del gran capitán – sino en los brazos de una noble española. El desencanto del hijo y la desilusión de la madre, sumergidos en el abandono y en la humillación, son la mayor muestra del desprecio que el conquistador tuvo por esa mujer abnegada que veló por sus bienes y cobijó a su hijo durante esos duros días de guerra y persecución. Y así, con palabras de Berta Ares (2004: 34), “estamos de nuevo ante la figura de la mujer indígena como manceba del español y madre de mestizos”. El Inca Garcilaso en sus Comentarios reales8 realza la dignidad y la grandeza de la mujer indígena y sobre todo subraya la fidelidad y el gran amor que dieron, incondicionalmente, a los españoles. De esta manera, “la figura de la mujer indígena, madre de mestizos, adquiere rasgos heroicos, cual protagonista de la tragedia griega, en un paisaje en el que Garcilaso describe unos hechos que habrían ocurrido en la ciudad de Cuzco” (Ares 2004: 34). Sin olvidar esos días de guerra que relata el Inca Garcilaso en su vejez (De la Parra 1882: 487-488):

En el inmenso caserón abandonado y vacío doña Isabel se quedó sola con su hijo de seis años […] Perseguidos por los enemigos de Garcilaso quienes los buscaban para degollarlos, saqueada la casa y quemados los muebles, muertos de terror, encerrados los dos en una sala secreta del caserón, la cacica y su hijo vivían del maíz que les llevaban a escondidas sus criados indios y españoles […] Pasado el terror, continuó doña Isabel junto a su hijo, ocupando en la casa, en ausencia de Garcilaso, su puesto de esposa y de princesa inca.

Princesas, hija de cacique, doña Marina; nieta del Emperador Túpac Inca Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac, doña Isabel, a pesar de su alto linaje ninguna de las dos tuvo su merecido puesto en la historia ni sus voces tuvieron cabida en la conquista, pasando a la posteridad bajo la sombra de sus amantes españoles; ya que como bien dice Marín Hernández (2006: 1)

Las representaciones femeninas se encuentran íntimamente ligadas a los discursos monocentrados patriarcales, a sus procesos de existencia y a las consecuencias acarreadas por la implicación de la idea de la mujer dentro de conceptos como la fragilidad o la belleza femenina, al igual que el reciclaje o la reivindicación de su memoria por medio de los oficios permitidos, todo esto unido a la perentoria necesidad de ubicar su pensamiento en el cómo entender su posición dentro de espacios marginales, privados y lejanos de la acción pública.

En su ensayo sobre las mujeres de la conquista Teresa de la Parra, además de hacer una reflexión sobre la vida y el legado de aquellas mujeres que lo dieron todo a cambio de nada, reinvindica el valor de la mujer en la sociedad y su independencia sociocultural y económica fuera de los lazos maternales y matrimoniales; y defiende, fehacientemente, su capacidad de autogestión sin necesidad de igualarse al hombre, sencillamente siendo ella misma.

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1 Ifigenia, personaje y título de la primera novela de Teresa de la Parra, publicada en 1924. Una jovencita que vive los contrastes socioculturales entre dos capitales totalmente diferentes: París y Caracas; y encarna, como su misma autora y según Truneau (2005: 126)” la intrahistoria de las mujeres: sus fracasos, sus decepciones, todo lo que las aqueja o alegra en silencio” y el gran deseo de encontrar cabida en las cumbres masculinas para compartir las riendas. Tanto Ifigenia como Teresa son escritoras y ambas viven en el abismo de la desigualdad donde claman voz y nombre para sus pensamientos.

2 Ifigenia, la hija de Agamenón y Clitemnestra, sacrificada por su padre para poder continuar navegando hacia Troya. Fue sacrificada por orden de los dioses sin ni siquiera tener la oportunidad de defender su propia existencia y de escuchar su voz. Muere en el silencio como si nunca hubiera significado nada su existencia.

3 De León, Fray Luis: La perfecta casada. Santiago de Chile. Ercilla. 1984.

4 Doña Bárbara, novela que representa la dicotomía civilización/barbarie, escrita por Rómulo Gallegos y publicada en 1929.

5 El trabajo al que se refiere Teresa de la Parra en su obra es “un trabajo con preparación, en carreras, empleos o especializaciones adecuadas a las mujeres y remuneración justa, según sean las aptitudes y la obra realizada” (De la Parra 1982: 474).

6 Se trata de Simón Bolívar, llamado el Libertador por sus batallas de liberación de los países latinoamericanos de la corona española, en el siglo XIX.

7 Malinche o malinchismo es un término que “ha servido para nombrar la traición femenina en América Central […] el término traduce la tragedia histórica del hombre mestizo a causa de una mujer: Malinche, la india que recibió en ofrenda Hernán Cortés al llegar a tierra mejicana” (Palma Milagros: 131). Se trata de doña Marina que recibe el apodo histórico de Malinche.

8 Comentarios reales de los Incas es la mayor obra por la que se conoce al Inca Garcilaso de la Vega sobre la historia antigua del Perú y su imperio Inca. El libro fue publicado en Lisboa en 1609.

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