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Pregón para la Semana Santa de Monteagudo (05/03/2010)

 

Con sentida devoción
vengo Señor a tus pies
suplicando que me des
lágrimas de contrición,
para llorar tu Pasión,
tus penas y tus dolores.

Quisiera que mis fervores
aliviaran tu amargura
y yo lograr tu dulzura
tus gracias y tus favores

 

Hoy me obsequiáis con una oportunidad impagable. Me conferís el honor de pregonar una Semana Santa, la vuestra, la de Monteagudo. Una conmemoración salida de lo más hondo del alma de un pueblo devoto y cristiano; una catequesis en la calle en la que mostrar, como siempre se ha hecho en esta tierra nuestra de hondas raíces nazarenas, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Quien hoy os habla nació nazareno. Tuvo la suerte de asomarse al mundo desde crío a través de las aberturas de un capuz. De oler el incienso de los acólitos, las flores con que se adornaban los pasos, la cera de los faroles de los penitentes. De escuchar las marchas de procesión, los tambores sordos, “el llanto” de las bocinas de burla.

Para mí, acercarme así a este corazón espiritual de nuestra Región que es Monteagudo supone, por ello, una doble satisfacción. De un lado, porque me permite compartir unas horas de sentimiento nazareno con vosotros, con los cofrades monteagudeños, con quienes con fervor y esfuerzo habéis hecho realidad la Semana Santa de este tradicional enclave de la huerta murciana. De otro, porque me permite conocer más y mejor esa labor que desempeñáis para con vuestras procesiones, la devoción que profesáis al Santísimo Cristo del Calvario, a Nuestro Padre Jesús Nazareno, a la Santísima Virgen Dolorosa.

La Semana Santa es, sin ningún género de duda, uno de esos lazos intangibles que nos unen, que hacen que desde cualquier rincón de nuestra querida Región de Murcia vivamos estos días con singular pasión, con un sentimiento diferente y personal; pero que, con independencia de la forma, del color o del día en que procesionemos, nos hace sentirnos orgullosos de formar parte de la Semana Santa murciana, de la gran familia nazarena.

Hace unos años, Monteagudo dio un paso firme por hacer presente la emoción que latía por las venas de sus gentes al finalizar la Cuaresma. El nacimiento de la Cofradía del Santísimo Cristo del Calvario y María Santísima de los Dolores materializó así un sueño, una noble aspiración, un sentimiento.

Desde entonces, el paso ha sido firme, y, como la semilla que cae en tierra fértil, la Semana Santa de Monteagudo ha echado ya profundas raíces.

Y es que ésta es una tierra de honda tradición católica, donde la devoción de sus fieles fue recompensada con la dicha de hacerles testigos de un milagro, el de la Virgen de las Lágrimas, un lejano día de agosto de 1706. Así lo pudo comprobar incluso el Obispo Belluga, apenas recién llegado a Murcia, y que, quizá por la intercesión milagrosa de aquella Virgen a la que visitó en Monteagudo, sería honrado con el capelo cardenalicio unos años más tarde.

Desde siempre, Monteagudo constituye un auténtico referente para todos los murcianos. Sobre lo alto del cerro, y por la voluntad del pueblo, que lo mandó levantar hace ochenta y cuatro años, Cristo nos abraza, nos bendice, nos conforta.

El Sagrado Corazón, el inmenso amor de Jesús, preside desde entonces la vida de los monteagudeños, de los murcianos. Sólo cuando la barbarie iconoclasta y la incultura se impusieron nos vimos privados de su sombra y su aliento. Por ello, el mismo pueblo que lo quiso allí, quiso que volviera, como ahora nos exige que defendamos su presencia que a nadie puede, en buena lógica, molestar.

En unos días conmemoraréis, lo haremos todos, la Pasión de Cristo. Su sacrificio, su martirio en una Cruz por amor a los hombres. Su victoria sobre la Muerte y su Resurrección.

Y es que, sin amor, resulta imposible entender tan duras escenas como las que coronan nuestros pasos, ese camino de la Amargura cargado con la Cruz a cuestas, con la Cruz en la que moriría en el Calvario nuestro Redentor.

Un amor que simboliza precisamente esa imagen en que Cristo nos muestra su Corazón, en el que son visibles claramente los símbolos de la Pasión vivida.

Y es que cuentan que, precisamente, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene sus orígenes en el culto a las llagas de Cristo, una manifestación de religiosidad popular extendida en la Edad Media, cuando, ya en el siglo XII, San Bernardo hablara del dulce corazón de Jesús como símbolo de amor de Éste por los hombres.

Sería una devoción que iría a más, sobre todo por la labor de un jesuita francés llamado Juan Eudes y las obras que publicó en 1668 y 1670, y, sobre todo, por la visión que tuvo en 1673 una monja, Margarita María de Alacoque, cuando el mismo Cristo se le apareció, en sus propias palabras “mientras su pecho se abría para dejar al descubierto el corazón, convertido en viva fuente se sus llamas”. Cuando Jesús mismo le expresó su pena porque los hombres menospreciaran su amor, pidiéndole que iniciara un culto de reparación.

Un amor que le había llevado hasta el extremo, hasta su sacrificio en la Cruz una Semana Santa de hace casi dos mil años. Un amor que se plasmaba en aquel corazón llameante, coronado de espinas. Un corazón del que brotaba sangre y remataba la cruz en que Cristo había perecido en el Calvario.

Así, la imagen que hoy preside y bendice a Monteagudo, a Murcia entera, es sobre todo un símbolo de amor; del que dotó de sentido a la Pasión, a la Semana Santa.

Cuantos amamos y sentimos la Semana Santa en esta tierra nuestra sabemos de las profundas raíces que arrastra, de ese hacer secular que hemos heredado y que nos lleva a entender la Pasión de una peculiar manera.

En 1765, mientras que en Murcia Francisco Salzillo, ese genio universal del arte, tallaba el Prendimiento, o a su taller se incorporaba un joven discípulo de Santomera llamado Roque López, en Roma, el papa Clemente XII aprobaba el culto al Sagrado Corazón, cuya iconografía quedaba fijada tras una primera imagen realizada en 1780 por un artista italiano, Pompeo Batoni.

Y también en aquellos años, en el taller de Salzillo, gracias al talento que animaba su gubia y a los dones que, a buen seguro, el mismo Cristo le concedió para la escultura, se perfilaba la iconografía de la pasionaria murciana. Porque la Pasión es universal, como lo es la Iglesia; y porque siendo el mismo Cristo el que recordamos en los pasos murcianos, en los andaluces, en los castellanos… En las múltiples representaciones que en el arte mundial existen de la Vía Dolorosa o del Calvario, Murcia es diferente.

Porque Murcia entiende la misma Pasión que todos los cristianos, pero con un fervor distinto, con una sabiduría añeja, con una cultura propia forjada a la vera de un río, en una fértil huerta, entre árboles, acequias y caminos que siempre encuentran una referencia común en cualquier lugar de nuestra tierra: la visión de Monteagudo. El gran cerro que, a modo de terrenal estrella polar, ejerce como esa gran brújula que orienta y guía desde tiempos remotos a los murcianos, por lo que nada más lógico que encontrar sobre su cúspide el amor de Cristo, materializado, precisamente, en la adoración que sienten los hombres hacia Él.

En unas semanas será Domingo de Ramos. En esta iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Antigua se bendecirán los ramos y se iniciarán los cultos de Semana Santa.

Los monteagudeños comenzaréis a materializar en el templo los preparativos que, a lo largo del año, habéis llevado a cabo para con vuestra cofradía. Porque hay que ver lo fácil que parece todo cuando uno ve la procesión a pie de calle. Nos sorprende ésta o aquella novedad, nos sobrecoge el dramatismo del Santísimo Cristo del Calvario, nos surge el deseo de consolar a una Madre que sufre, o, a la manera de unos voluntariosos cirineos, de ayudar al Nazareno a portar su cruz, aunque los cofrades sabéis que todo ello conlleva un gran trabajo detrás. Horas robadas al sueño y a la familia, reuniones, trabajos de limpieza, de puesta a punto de los enseres procesionales.

Cuando la Semana Santa despertó en Monteagudo, lo hizo gracias al compromiso de quienes entendieron que su devoción y su fervor podían ir más allá. Ellos se movieron, dieron un paso al frente, como hace siglos escribiera Santa Teresa:

 

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

¡Tú me mueves, Señor!
Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

 

Hombres y mujeres de Monteagudo que, llegado como cada año el anochecer del Jueves Santo acudirán a este templo que no estará pleno de luz, sino en tenue penumbra. Donde el Monumento recibirá el preciado bien que durante el año reside en el Sagrario. Es Jesús mismo quien acaba de transustanciarse y legarnos el inmenso regalo de la Eucaristía.

Pero Jesús ha sido prendido. La felonía de quien debiera haber tomado ejemplo de su palabra y de sus actuaciones, tras tener la fortuna, la inmensa fortuna, de ser uno de sus Discípulos, lo ha entregado por treinta monedas de plata.

Y Jesús carga con la cruz. Pero esa cruz pesa menos porque no camina solo. Porque lo llevan en volandas sus estantes, los monteagudeños que quieren compartir con Él un peso, el de la Cruz, y aliviar su dolor, aun cubierto por un manto de insidias, coronado de espinas, flagelado y dispuesto, sin embargo, a morir de forma callada por nosotros. Ese amor, nuevamente ese amor que simboliza el corazón, el sagrado corazón de Cristo.

Y Jesús recorrió, y vuelve a hacerlo, la Vía Dolorosa que conduce, irremisiblemente, al Calvario. Porque Él así lo quiso cuando pronunció aquellas palabras para la eternidad, y máxima expresión de una total entrega a los demás: “Hágase tu voluntad, y no la mía”.

Y se abrirá de nuevo la puerta de esta iglesia de Nuestra Señora de la Antigua para dar paso al Santísimo Cristo del Calvario.

Una advocación, la de vuestra parroquia, que también hunde sus raíces históricas en la ya lejana Edad Media. Fue entonces cuando el rey Fernando III, que obtendría el reconocimiento de la santidad años más tarde, se postró a los pies de la Virgen de los Reyes y Ésta le habló y le dijo: "Tienes una constante protectora en mi imagen de la Antigua, a la que tú quieres mucho".

Y dicho y hecho, el rey fue en busca de aquella imagen, que se encontraba en Sevilla, dicen que siendo ayudado por los ángeles para entrar a una ciudad que habría de conquistar, precisamente, el día que se conmemoraba a un santo nacido en nuestra región, San Isidoro.

Y por la puerta de este templo de Nuestra Señora de la Antigua, de moderna factura pero de honda tradición, saldrá el paso del Santísimo Cristo del Calvario.

Jesús ya ha sido clavado en la Cruz. En su agonía, se dispone a morir. “Todo está consumado”.

La noche se ciñe sobre Monteagudo, y los cofrades mostráis por las calles de vuestra localidad, ahora en silencio, el dolor de una Madre por un Hijo que ha aceptado con resignación su muerte, porque su muerte significaba vida.

María es imprescindible en la procesión murciana. No concebimos contemplar la Pasión sin la presencia de la Madre afligida. Queremos acercarnos a Ella, mostrarle nuestra condolencia. Sabemos que el suyo es un dolor infinito, pero queremos que sepa que puede contar con nosotros.

Es nuestra Madre. Así lo dijo el mismo Cristo en la Cruz al Discípulo Amado. Y no vamos a dejarla sola. Queremos consolarla, y, al tiempo, recibir también su consuelo, su ejemplo, su abnegado cumplimiento de la voluntad del Padre.

 

Quien pudiera, Cristo mío
librarte de tu agonía,
para quitarle las penas,
a nuestra Madre María.

 

Transcurre la procesión en Monteagudo. No queda ya apenas tiempo para verla comenzar. Transcurre la procesión en Monteagudo y lo hace también en nuestros corazones, en nuestro espíritu, en nuestro sentimiento.

Gracias a los que lo hacen posible, a los que, con su denodado esfuerzo, hacen que cada año Monteagudo acoja su Semana Santa. Gracias por el trabajo de estos doce meses, por vuestro compromiso cristiano, por vuestro ejemplo y vuestra generosidad. Gracias por haberme concedido la dicha de ser hoy vuestro pregonero.