En compañía de Cervantes

Jerónimo López Mozo

Dramaturgo



Siempre he pensado que el teatro ha ignorado, cuando no tratado mal, a Cervantes, a pesar de haberle dedicado buena parte de sus esfuerzos. La fama de Lope le relegó a un segundo plano, el éxito del Quijote le eclipsó como autor de teatro y, de entonces acá, quienes desde el mundo de la escena se han propuesto recuperarle para ella, han puesto mayor empeño en pasear a don Quijote por los escenarios que en representar las no pocas piezas dramáticas que alumbró. Hay excepciones, claro está, pero pueden contarse con los dedos de una mano. Nada que ver con las 290 producciones inspiradas en El Quijote que figuran en la relación que, en 1947, publicó el comediógrafo y libretista de zarzuelas Felipe Pérez Capo ni con el centenar largo de adaptaciones para la escena de las novelas de Cervantes representadas desde 1950 hasta la actualidad. La constatación de esta realidad y mi amor por su teatro me llevaron, en 1997, a escribir una pieza titulada El engaño a los ojos, en la que le rendía homenaje como dramaturgo. Años después, en 2005, me inspiré en algunos pasajes del Quijote para alumbrar En aquel lugar de La Mancha y más recientemente, en 2015, he hecho una versión de su comedia Pedro de Urdemalas. Sobre estos trabajos he escrito varios artículos y hablado en diversos foros, de modo que poco nuevo puedo añadir en estas páginas a lo ya dicho. Evitaré, sin embargo, la tentación de modificar, con intención de que parezca cosa distinta, su contenido. No encuentro motivos para ello. A quienes, conociendo mis trabajos anteriores, lean lo que sigue, pido disculpas por mis reiteraciones. Quizás alivie su fatiga alguna novedad reciente o matización necesaria. Hechas las advertencias, es hora de entrar en materia.

Con Cervantes

La convocatoria en 1997 del Premio Cervantes de Teatro por parte del Ministerio de Cultura con motivo del 450 aniversario del nacimiento del autor del Quijote fue el detonante para que escribiera El engaño a los ojos (López Mozo, 1998). Decidí concursar y el resultado fue esta obra, cuyo título tomé prestado del que Cervantes había elegido para una comedia que estaba componiendo en 1615 y que seguramente no tuvo tiempo de concluir, pues murió al año siguiente. No mereció mi obra el reconocimiento del jurado, pero poco después otro más benévolo la premió con el Fray Luis de León, lo que permitió que el texto fuera publicado, primero, por la entidad convocante y, luego, por la revista norteamericana Estreno.

Ignoro el asunto del que pensaba escribir Cervantes, pero, para quien no conozca el del mío, diré que le tiene a él como protagonista. Decidí resucitarle y rendirle homenaje. La obra, que consta de seis escenas, se inicia con el encuentro de un autor español actual llamado Vagal con don Miguel de Cervantes. Vagal trae el encargo de Talía de conducir al gran escritor hasta el lugar en que va a celebrarse una fiesta en su honor. Rechaza este la invitación, entendiendo que el homenajeado debiera ser Lope y no él, pues dijo adiós al teatro cuando, advirtiendo que ya no gozaba del favor del público, vendió sus obras a un librero. Lamenta que se publicaran y confía en que alguien haya hecho un rimero con ellas y le haya pegado fuego. Vagal le informa de que tal cosa no ha sucedido e intenta convencerle de que su teatro está vivo, es representado y gusta. También, de que sirve de inspiración a muchos dramaturgos contemporáneos. Ante las dudas de Cervantes, su interlocutor le invita a que lo vea con sus propios ojos. Emprenden, pues, un viaje que les llevará por algunos de los escenarios en los que las huellas del teatro cervantino son visibles.

Acuden, en primer lugar, a un pueblo en cuya plaza mayor un grupo de jóvenes y todavía poco sueltos actores representa La cueva de Salamanca. La compañía que actúa es La Barraca, creada por García Lorca en los años de la República a la sombra de las Misiones Pedagógicas. La función rememora la que tuvo lugar en el pueblo soriano de Almazán a mediados de julio del 32, sobre la que hay abundante documentación. Al situar a Cervantes allí, le convertí en espectador de su propia obra, lo que me dio ocasión para imaginarme su asombro al ver sobre el tablado a los personajes que él había creado. Introduje en esta misma escena, también confundido con el público, a otro de nuestros grandes dramaturgos, Valle-Inclán. Fiel a su carácter, y como hiciera en alguna otra ocasión, Valle interrumpe la acción con comentarios sobre lo que está presenciando y hasta se encarama al escenario para sugerir algunos cambios. Los actores aceptan sus propuestas y el texto original deja paso a otro que Cervantes no reconoce como suyo, pues en realidad se trata de diálogos tomados de Los cuernos de don Friolera. Ambos autores discuten acaloradamente y, en respuesta a la petición de explicaciones por el atropello, Valle dice: “Cuando uno busca un lugar para su teatro, anda y desanda muchos caminos. Callejones sin salida, atajos absurdos, vías llenas de obstáculos, senderos sinuosos… Al final, algo te dice que hay que dirigirse a las fuentes del drama. Emprendes el viaje y apenas has dado unos pocos pasos, aparece usted. ¡Trazo fácil y suelto el suyo! ¡Un modelo! […] Admiro como ha percibido que el hombre guarda sus burlas para los congéneres. Las lágrimas y las risas nacen de la contemplación de las cosas que les pasan a nuestros semejantes. Pero hay algo que me atrae más, si cabe. Su teatro está hecho con retazos de vida contemplados bajo un punto de vista deformado. […] Al oír sus palabras en boca de esos farsantes, acuden a mi memoria los tabanques de muñecos. ¿Sabe que son más sugestivos que todo el retórico teatro español? […] Ronda por mi cabeza algo que empieza a tomar forma, pero que carece de nombre. Se llamará esperpento, pero eso, ni usted, ni yo, lo sabemos todavía. Cuando más adelante hable de él es posible que diga que me lo inspiraron los muñecos del compadre Fidel, o los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato, o las conversaciones de los muertos al contarse historias de los vivos, o, quizás, que lo inventó Goya. Puede que apenas le cite a usted. Pero ahora que tengo la ocasión, déjeme que le diga que, detrás de todo eso, veo su sombra gigantesca. Y para un cascarrabias como yo, poco dado a los elogios, he dicho demasiado”. Si traigo aquí tan larga cita se debe a que, en ella, se resume mi convencimiento de que los lazos entre los entremeses cervantinos y el esperpento de Valle son estrechos. La facilidad con la que pude tejer, a partir de textos de los dos autores, la escena representada por los animosos cómicos me hace pensar que no digo ningún disparate.

Continúa el viaje de Cervantes y Vagal por las catacumbas del teatro español, en las que habitan teatreros empeñados en alumbrar un nuevo y extraño género. Allí se preparan para romper, cuando llegue la hora, la costra mesetaria de nuestro sempiterno designio histórico. Entre los inquilinos de aquellos subterráneos, está Francisco Nieva, al que sorprenden explicando a un sinfín de maniquíes que le rodean su concepto del teatro: vida alucinada e intensa, ceremonia ilegal, crimen gustoso e impune, alteración y disfraz, cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio, el más allá de nuestra conciencia, medicina secreta, hechicería, alquimia del espíritu, jubiloso furor sin tregua… A los maniquíes, que él ha creado con sus propias manos, sólo les falta hablar. Ha llegado la hora de que aprendan a hacerlo. Nieva quiere que las palabras les salgan sueltas, como titiriteras desnudas que blasfeman en un columpio. Su propósito es que su lenguaje sea entre lírico y escatológico, capaz de liquidar irónicamente la España negra y sustituirla por otra embrujada por un alegre instinto dionisiaco, germen de todas las fiestas. En aquel taller de teatro, se topa Cervantes con algunas de sus criaturas, a las que Nieva califica de monarcas del entremés satírico. Del encuentro de los muñecos y del lenguaje cervantino, surge una inmensa y rica nómina de personajes. Personajes que encontraron su sitio en obras como Pelo de tormenta, La carroza de plomo candente, El combate de Ópalos y Tasia y Coronada y el toro. Por ellas transitan sacristanes con sotana y rabo, abadesas, criadas que gruñen de forma natural como los cerdos, mujeres grandonas que parecen un circo de carne, alcaldes analfabetos, monjas locas, verduleras, espumadoras de basura, putas frías y putas calientes… En fin, una baraja popular completa.

En otras estaciones del itinerario encuentran los viajeros a otros autores. Entre ellos a Miguel Romero Esteo, empeñado en alejarse del teatro de defunción y sepultura; a Luis Riaza; a José María Rodríguez Méndez; a Bergamín, que se presenta diciendo que él es él, su sombra y su esqueleto; a Alfonso Sastre, que puso a dos de sus personajes los nombres de Rincón y Cortado; y a Alfonso Zurro, el más joven de todos ellos y escritor de bufonerías.

Al cabo, Cervantes acepta asistir a la fiesta que ha organizado Talía en su honor. El lugar escogido es el teatro Español de Madrid, el que se levanta sobre los cimientos del corral del Príncipe. Pero cuando Cervantes llega a sus puertas, le cierran el paso tres individuos siniestros que se presentan como celadores que velan por la salud de la escena española. Le consideran un autor torpe en tiempos de autores diestros. Cuando Cervantes, cansado de sus ofensas, decide irse, ellos se lo impiden. Antes ha de hincarse de rodillas y pedir perdón a Lope por las ofensas que le ha dedicado y prometer que, en lo sucesivo, no pondrá los pies a menos de dos leguas de cualquier escenario. No soporta Cervantes semejante humillación y arremete contra el trío. Le reducen enseguida y cuando se disponen a rendirle, o mejor dicho, propinarle su particular homenaje, acude en su auxilio don Quijote, acompañado de Sancho y de otros personajes de la novela. Entre ellos está el ventero, que ya no lo es, pues ejerce de director de escena. El cambio de oficio se produjo tras el notable éxito de la ceremonia en la que nombró caballero a Alonso Quijano, en la que convirtió en patio de armas un corral, a falta de luces iluminó la escena con la claridad de la luna y consiguió que unos arrieros y unas criadas hicieran de caballeros y damas. También comparecen la hueste de Angulo el Malo y Maese Pedro con los muñecos de su retablo. Como no podía ser de otro modo, todo acaba bien.

De cara a la puesta en escena, he de señalar que la acción de la obra tiene lugar en el gran escenario del Teatro y que la pieza carece de acotaciones. Lo hice así para dejar en manos del director tanto la recreación de los espacios que están sugeridos en los diálogos como todo lo relativo al movimiento de los personajes.

Con los parientes, amigos y vecinos de Alonso Quijano

Años después, en 2005, con motivo del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, Juan Antonio Hormigón me propuso escribir una obra basada en El Quijote o en algunos de sus episodios. No me ilusionó la idea. Me apresuro a explicar por qué. A pesar de ser autor de las versiones teatrales de dos textos narrativos18, siempre he sido reacio a ese tipo de trasvases. Aunque haya excepciones, soy de la opinión de en ellos es más lo que se pierde que lo que se gana, lo cual es muy evidente cuando se trata del Quijote. En general, las versiones teatrales que conozco apenas tienen que ver, más allá de lo anecdótico, con lo que escribió Cervantes. Lo esencial de la novela se pierde en el camino al escenario y, a la postre, todo queda reducido a una sucesión de escenas que reproducen los episodios más conocidos, incluso por quiénes jamás han leído el libro. Se hace hincapié en lo más externo y llamativo del texto, como no puede ser de otro modo. No es posible reducir varios centenares de páginas, cuya lectura exige mucho tiempo, a un espectáculo de dos horas de duración. Es evidente que muchas han sido sacrificadas. Lo saben, desde luego, los espectadores que conocen el original. Ese conocimiento previo suele deparar algunas sorpresas poco gratas. Por ejemplo, que, entre lo suprimido, haya partes importantes de la novela y hasta esenciales para comprender el discurso que se nos transmite. Con frecuencia, el resultado es que los dos protagonistas acaban pareciendo tontos, a tenor de lo insulso de sus conversaciones, o payasos en medio de escenarios llenos de aspas de molinos, rebaños de pega y cueros de vino. Peor me parece, sin embargo, que el adaptador pretenda ahondar en el discurso cervantino, pues, en el mejor de los casos, suele llegar mutilado y, en el peor, deformado. En conclusión, El Quijote se entiende y disfruta mejor a través de la lectura.

Pese a mis reticencias, acepté el encargo. Me animó a ello la sugerencia de Hormigón de que, en la pieza, no debían figurar ni don Quijote ni Sancho. Me pareció interesante la idea de convertir en protagonistas a las, en palabras de Francisco Ayala, figuras accesorias de la novela. Lo son, en su opinión, por su condición de habitantes de un mundo histórico prácticamente esfumado, individuos pertenecientes a complejos sociales casi por completo disueltos a los que el paso del tiempo ha ido desplazando hasta expulsarlos, convirtiéndoles en pura fantasmagoría. También los llamó el novelista andaluz parásitos de don Quijote y Sancho, pues sólo en función de ellos tienen existencia.

El empujón definitivo me lo dio un recuerdo de la infancia. Me vino a la memoria que, en 1947 o quizás al año siguiente, me topé con los mismísimos protagonistas del Quijote y otros personajes de la novela. Sucedió en el restaurante del único hotel que había en Quintanar de la Orden, pueblo toledano en el que mi padre era Jefe de Telégrafos. Aquel verano nos quedamos solos durante una semana y acudíamos allí a comer. Un día, a la habitual clientela de representantes de comercio y algún que otro funcionario, se sumaron los citados personajes, para pasmo de todos. La escena se repitió dos o tres veces más. Hoy podría contar que conocí en persona a don Quijote varios años antes de que leyera sus aventuras, si no fuera porque aquellos comensales no eran, según nos explicaron los camareros, sino los actores de una película que se estaba rodando en los alrededores. Se trataba del Quijote que dirigió Rafael Gil, en cuyo reparto figuraban Rafael Rivelles, Juan Calvo, Fernando Rey y una jovencísima Sara Montiel. No había, pues, ningún misterio, pero el hechizo de aquel encuentro no se había esfumado. Simplemente, estaba agazapado. Con el paso del tiempo he ido conociendo, tanto en películas como en representaciones teatrales, a muchos Quijotes y Sanchos, algunos interpretados por excelentes cómicos. Sin embargo, nunca he vuelto a sentir una emoción parecida a la de entonces, sin duda porque, como sucede con los Reyes Magos, conocido el engaño, la magia desaparece. Esta reflexión debería haber sido argumento suficiente para decir no, pero sucedió todo lo contrario. Aquel recuerdo fue el estímulo que acabó por disolver mis dudas.

Convenido que escribiría el texto, la primera tarea fue la de buscar a los protagonistas entre los personajes secundarios que aparecen en la novela. Empecé a elaborar un censo, pero desistí pronto al ver que sería demasiado extenso. Por otra parte, no encontraba la forma de encajar los que iba seleccionando en ninguno de los esquemas que barajaba. Llegué a la conclusión de que los elegidos debían tener algo en común. Decidí que todos fueran vecinos del pueblo de Alonso Quijano y que la acción transcurriera en él. De ahí que titulara la obra En aquel lugar de La Mancha. Así, la nómina de posibles personajes se redujo a unos cuantos, y, de estos, me quedé con el ama, de la que no sabemos cómo se llama; Antonia, su sobrina, cuyo nombre de pila es citado por primera y única vez a pocas páginas del final, pues con él figura en el testamento de Alonso Quijano; el cura, a quien en una sola ocasión se le identifica como Pero Pérez; Maese Nicolás, el barbero; el bachiller Sansón Carrasco; dos vecinos del pueblo llamados Pedro Alonso y Tomé Cecial; y en fin, la rica, si no en dineros, sí en nombres y apellidos Teresa Panza. Si Teresa es su gracia en la segunda parte, en la primera se la conoce como Juana y hasta en una ocasión como Mari, mudanzas atribuibles a descuidos del autor. Tocante al apellido, fue, de soltera, Cascajo, al casarse tomó el de su marido, como era costumbre en La Mancha, a los que se añade el de Gutiérrez, sin que se sepa por qué. Excluidos del dramatis personae quedaron el mozo de campo y plaza que vivía en la casa del hidalgo, el cual lo mismo ensillaba el rocín que tomaba la podadera; el sacristán; el escribano al que el moribundo don Quijote dictó su testamento; la Berruela, que casó a su hija con un pintor de mala mano; el hijo de Pedro de Lobo, que, habiendo dado palabra de matrimonio a Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, se había ordenado de grados y recibido la tonsura con intención de hacerse clérigo; y Sanchito y Mari Sancha o Sanchica, los hijos de Teresa y Sancho, él con quince años cabales y ella en edad de buscar marido; el que pudiera serlo, Lope, hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano que la mira con buenos ojos; y, en fin, Periquillo, un muchacho travieso.

Definido el reparto, el paso siguiente era establecer la relación entre ellos y no encontré mejor nexo que el protagonista. ¿El hidalgo llamado Alonso Quijano o el caballero andante don Quijote? ¿El hombre o el mito? Me decanté por el hombre. No tanto porque sea la vertiente menos tratada por los que se han acercado al personaje, como porque me atraía su condición de perdedor. Perdedor, porque, como sugiere Milan Kundera, Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante, pero Cervantes consiguió todo lo contrario: situarle a ras del suelo. Asegura Kundera que el personaje es un claro ejemplo de que la vida humana, como tal, es una derrota y que lo único que podemos hacer es intentar comprenderla. El don Quijote del que hablan los personajes es el que siempre vuelve a casa apaleado. En torno a los tres regresos del hidalgo gira el argumento de la obra.

Hay en ella dos categorías de personas: las que han viajado y las que no. Entre las que no, las tres mujeres. Sus vidas transcurren, la mayor parte del tiempo, entre las paredes de sus casas y, a ratos, en las calles de la aldea. A veces, cuando se asoman a las afueras y miran a lo lejos, el mundo llega hasta donde alcanza su vista. Ven lo que vio Azorín en su viaje por aquellas rutas: la llanura ancha, la llanura infinita, y en el fondo, allá en la línea remota del horizonte, una pincelada larga, azul, de un azul claro, tenue, suave. De los que podemos llamar viajeros, unos han llegado más lejos que otros. Éstos, apenas han cruzado los límites del término municipal y, seguramente, nunca han perdido de vista la torre de iglesia. Otros han ido más allá, como el cura y el barbero. Pero los que más camino han hecho son Sansón Carrasco y Tomé Cecial, vecino y compadre de Sancho. El primero estuvo en Salamanca para hacerse bachiller y luego, persiguiendo a don Quijote, llegó hasta Barcelona. El segundo, siguió los pasos del bachiller en su viaje a la ciudad condal, sirviéndole de improvisado escudero, pero al primer contratiempo que tuvieron se arrepintió y se volvió a casa. Un detalle curioso es que estos dos viajeros de larga distancia iban de incógnito para no ser reconocidos. Sansón, oculto bajo aparatosas armaduras, se hizo llamar, sucesivamente, Caballero de los Espejos y de la Blanca Luna. Tomé Cecial se limitó a acomodar sobre sus naturales narices otras falsas de color berenjena, llenas de verrugas y tan grandes que casi le hacían sombra a todo el cuerpo. No tardé en reparar en algo que me fue muy útil para la escritura de En aquel lugar de la Mancha; que los que nunca habían salido del pueblo solo tuvieron ocasión de ver el lastimoso estado en que llegaba Alonso Quijano y, si algo más querían saber, por fuerza tenían que preguntar a los demás. De este modo, entre los personajes, los hay que narran los sucesos de los que fueron testigos, y los hay oyentes, a los que concedí el derecho a meter baza, lo que me ayudó a hacer los diálogos fluidos y amenos, o, al menos, a intentarlo.

Pues de diálogos hablo, no es mal momento para decir algo sobre la escritura del libreto. Traté de evitar que la acción prevaleciera sobre el texto. En consonancia con ello, era importante que la voz de Cervantes llegara con las menos interferencias posibles al espectador, para que éste pudiera apreciar mejor su precisión y riqueza. Así, pues, en el texto, poco hay de mi cosecha. Los personajes emplean las mismas palabras que Cervantes puso en sus bocas. Palabras sencillas, por cierto, y ajustadas, en cada caso, a la condición social, grado de educación y oficio de los que hablan, como ha destacado Vargas Llosa. Cuando me vi obligado a añadir alguna frase, la busqué entre las que, a medida que avanzaba en la lectura de la novela, iba anotando en mi cuaderno, con la seguridad de que, tarde o temprano, tendría que recurrir a ellas. En la descripción de esas criaturas no me aparté de la hecha por Cervantes. Son, en general, buena gente, pero no santos, y hay entre ellos sus dimes y diretes. Sabemos cuánto querían el ama y la sobrina a Alonso Quijano y los cuidados que le prodigaban. También la devoción que sentía Sancho por su señor, al que tan fielmente servía. La novela está plagada de ejemplos que lo atestiguan. Pero también se dice que, aunque a la muerte de Alonso Quijano hubo llantos en abundancia, en los días que todavía vivió después de hacer testamento, la sobrina no dejó de comer ni el ama de brindar ni Sancho Panza de regocijarse, que “esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”. No por desvelar ese comportamiento tan humano, Cervantes quería menos a sus criaturas. Las quería como eran, sin idealizarlas, sin tapujos, parecidas en todo a las demás que habitaban la España que le tocó vivir y que tan a fondo conocía. Refiriéndose a las mujeres del Quijote, Concha Espina escribió que el autor puso mayor cariño y esmero en el retrato de las damas altas y escogidas que transitan por la novela que en el de las de condición más baja, como las labradoras, las alegres mozas de la venta o cualquiera de las que tienen algún papel en mi obra. No era cierto. Ni al más humilde de sus personajes dejó sin un apunte biográfico, por episódico que fuera su papel en la novela.

Así, por ejemplo, no se conformó con escribir que Tomé Cecial era el improvisado escudero de Sansón Carrasco y que era hombre irreflexivo y alegre. En determinado momento nos cuenta que es lo que le empujó a cambiar el arado por el oficio escuderil y, en varios más, los beneficios que esperaba obtener de ello. Aunque luego, cuando comprobó que no tendría ninguno, dijera que embustes y enredos le llevaron al nuevo estado, lo cierto es que él se ofreció para acompañar al bachiller. Su deseo no confesado era seguir los pasos de Sancho y alcanzar, como premio a los servicios prestados, el gobierno de una ínsula o el de un condado de buen parecer o, en el peor de los casos, un canonicato. Aunque tal vez barruntando lo que pasó, no le hacía ascos a regresar a su aldea y entretenerse con ejercicios más suaves, como la caza y la pesca, dando por sentado que no habían de faltarle, para practicarlos, un rocín, un par de galgos y una caña. Menos detalles ofreció Cervantes sobre Pedro Alonso, el labrador que encontró a don Quijote tirado en un camino y le llevó hasta su casa. Pero con ser pocos, bastan para hacernos una cabal idea del buen talante del humilde personaje. Auxiliar a un hombre malherido es deber inexcusable; tener paciencia para escuchar la máquina de necedades con que castigaba sus oídos aquel vecino loco, es digno de alabanza; y aguardar a las afueras a que anocheciera para que los demás vecinos no le viera en tan mal estado y a lomos de un jumento es muestra de sensibilidad y hacen de él una persona ejemplar.

Ama y sobrina siempre andan juntas y, en lo concerniente a Alonso Quijano, están tan de acuerdo en lo que dicen que, con una que hablara, sería bastante. Cuando han transcurrido tres días desde la primera escapada de don Quijote, oímos los lamentos del ama y, cuando concluyen, el narrador nos cuenta que la sobrina dijo más de lo mismo. Poco después, durante el escrutinio de libros, la sobrina recomienda al cura y al barbero que los arrojen al patio o los lleven al corral y les prendan fuego, y, acto seguido, el ama repite sus palabras. Juntas lloran las dos mujeres por los desvaríos del amo y tío, juntas salen a su encuentro cada vez que regresa al hogar y juntas le prodigan sus cuidados. En el segundo retorno ambas “le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho” y, ante el temor de que intentara una nueva aventura, las dos alzan los gritos al cielo y maldicen los libros de caballerías. Si una dice “¡Ay!”, “¡Ay!” dice la otra. Pero no son iguales. Les separa la edad y su condición social. El ama pasa de los cuarenta y la sobrina no ha cumplido los veinte. Aquella, como ama de llaves, tiene a su cargo el gobierno de la casa, pero no deja de ser criada, aunque distinguida. Ésta, ayuda en las faenas del hogar y hace labores por entretenerse, pues nadie la obliga a ello. El ama está de vuelta de todo y algo cansada de trajinar. La sobrina, en edad de dejar volar su imaginación. Anhela, tal vez, casarse, pero las condiciones que su tío impone en el testamento no facilitan que lo consiga. Yo no sé lo que hubiera sido de ella si el fin de la novela no hubiera interrumpido el discurrir de su vida. En mi obra, la imagino junto al ama, lamentando su desamparo. Quién sabe si más adelante, muerta aquella, al encontrarse sola, hubiera decidido acabar sus días recluida en un convento.

De Teresa Panza dice Cervantes que no era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada. Teniendo los pies en la tierra, los acontecimientos y su ingenuidad la llevan a soñar despierta y, cuando cree que todo está al alcance de la mano, se topa con la realidad, que se le presenta en forma de esposo desaliñado y con los pies maltrechos por haber caminado mucho, es decir, con más aspecto de desgobernado que de gobernador de ínsulas. Cuando Sancho le anuncia que se va de nuevo con don Quijote a rodear el mundo y a tener dares y tomares con gigantes, endriagos y otros seres portentosos, no se opone, pero le pide que, si llegara a conseguir algún gobierno, no se olvide de ella, ni de sus hijos. Pero ante las promesas disparatadas que hace Sancho, ella le advierte de que no es conveniente que pretenda alzarles a mayores, que no otra cosa sería empeñarse en casar a Sanchica con un condazo o un caballerote. Lo más acertado, dice, es que la muchacha se case con un igual, pues no se acostumbraría a sacar los pies de los zuecos y ponerlos en chapines, ni a cambiar la saya parda por vestidos propios de damas de calidad. No le entusiasma que, por emparentar tan alto, acaben llamándola doña Teresa Panza. No quiere añadiduras al nombre mondo y escueto con el que la bautizaron. Lo que Sancho ha de hacer es traer dinero. Mujer práctica, como vemos. Pero mudable. Porque cuando, tras algún tiempo sin saber de su esposo, la informan de que ha sido nombrado gobernador de la ínsula Barataria, se queda, primero, pasmada y, luego, recorre el pueblo gritando: “¡Gobiernito tenemos!” Señal inequívoca de que se le había subido el cargo a la cabeza. Encarga que le compren en Madrid o en Toledo una saya acampanada de las mejores que hubiere y ya se imagina viajando en coche a la corte de su esposo. No tuvo ocasión de recorrer ese camino, pues hubo de apearse del burro, que no del carruaje, antes de iniciarlo. Vuelto al lugar el esposo, es probable que, en el silencio de la casa, la convenciera con las mismas razones que dio cuando abandonó la ínsula para volver a su antigua libertad. Dijo entonces Sancho que él no nació para ser gobernador, ni para defender ínsulas, sino para arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas. Se sentía mejor con una hoz en la mano que con un cetro de gobernador. Bien se está San Pedro en Roma o, dicho de otro modo, bien se está cada uno usando el oficio para el que fue nacido. Y ella, Teresa, seguramente asintió a todo y dijo amén.

Del resto de los personajes que se asoman a mi obra -el cura, el barbero y el bachiller Carrasco- se han escrito muchas y negativas cosas. Unamuno, por ejemplo, los considera los mayores enemigos del héroe, porque, obrando conforme al corazón del ama y la sobrina, su único propósito es poner freno a don Quijote y a sus ansias de aventuras. No les perdona, además, que se burlen de él y le traten como a una peonza. Tanta es la inquina que les tiene, sobre todo a los dos primeros, que les acusa de ser unos estúpidos y unos miserables esclavos del sentido común, juicio que hace extensivo a los actuales curas y barberos manchegos que se les parezcan. A Sansón Carrasco le lanzó, además, otros afilados dardos, como enseguida veremos. A pesar de lo que Unamuno dijera siglos después, Cervantes se refiere a estos personajes como grandes amigos de don Quijote. Lo dice en el quinto capítulo de la primera parte y no lo desmiente en el resto de la novela, señal de que los sucesos en que se vieron inmersos no afectaron a su buena relación. De lo contrario, el caballero no hubiera pedido a su sobrina que llamara a sus buenos amigos cuando sintió que la muerte le acechaba. Además, el autor nos presenta al cura como hombre docto, es decir como alguien que, a fuerza de estudios, ha adquirido más conocimientos que los comunes, pero como no da puntada sin hilo, añade que se graduó en Sigüenza, que a la sazón era una universidad menor de muy escaso prestigio. Y aún siembra mayores dudas sobre su inteligencia trayendo a colación episodios en los que demuestra escasas luces y ningún sentido del ridículo. Tal sucede cuando el cura decide presentarse ante don Quijote disfrazado de doncella andante afligida y menesterosa solicitando sus servicios, y al barbero la idea le parece buena. ¿Podemos imaginarnos a un cura que ha sustituido la sotana por una saya de paño llena de fajas de terciopelo y unos corpiños guarnecidos con ribetes de raso, que se ha tocado la cabeza con el birretillo que usa para dormir, que se ha ceñido por la frente una liga de tafetán, y que con otra liga ha hecho un antifaz que le cubre las barbas y el rostro? ¿Podemos imaginarle de esa guisa subido a mujeriegas en su mula cabalgando por los caminos de Sierra Morena? Que antes de llegar a su destino Cervantes se apiade de él y le haga ver que está profanando su dignidad, pues es cosa indecente que un sacerdote vista de esa manera, puede ser un atenuante, pero no le rehabilita.

Hay un episodio protagonizado por el cura y el barbero que no he querido recoger en mi obra, siendo, sin embargo, muy importante. Me refiero al donoso y grande escrutinio que ambos hacen en la librería de Alonso Quijano, que culmina con docenas de libros arrojados a la hoguera. Martín de Riquer considera que el capítulo en el que se describe es todo él de crítica literaria, y Unamuno, en su ensayo Vida de Don Quijote y Sancho, comparte esa opinión. Trata, dice, de libros y no de vida y con ese argumento lo pasa por alto. Pero Vargas Llosa no habla de escrutinio, sino de quema inquisitorial con el pretexto de curar a Alonso Quijano de su locura. Habla, pues, de censura y ahí me duele. Lo que hacen el cura y el barbero es por el bien del amigo, al que no quieren ver convertido en don Quijote, con lo que no se desvían un ápice de las razones que suelen ofrecer para justificar su actividad los censores que en el mundo son. Lo suyo es velar por la sociedad, quitando de su alcance todo aquello que la perjudique y la desvíe del recto camino. Lo que no impide que ellos sí tengan acceso a lo que prohiben, como si estuvieran vacunados contra los peligros de la contaminación. Ninguna causa, por bienintencionada que sea o buena que parezca, justifica la tutela que ejercen. Soy de la opinión de que a nadie le asiste el derecho de poner barreras al acceso del hombre al conocimiento de las cosas. Sinceramente, decidí no adentrarme en ese jardín por miedo a perderme en él.

Sansón Carrasco, el personaje que completa el grupo de amistades de Alonso Quijano es harina de otro costal, no porque sea amigo fresco o reciente, sino por otros motivos. En El Quijote se le describe como no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilento, pero de muy buen entendimiento, de unos veinticuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas, se advierte, de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y burlas. Ese retrato se va completando en otras partes de la novela. Una pincelada la da Sancho cuando dice que, por tratarse de persona bachillerada por Salamanca, puede mentir cuando se le antoje o le venga muy a cuento. Una conversación de Sansón con el ama, añade elocuentes perfiles. Acude ella a reclamar sus buenos oficios para impedir una nueva salida de su amo y, como respuesta, recibe, primero, algunas burlas, y luego la manda que se vuelva a su casa y, mientras él llega para resolver el caso, le vaya aderezando un buen almuerzo. Pero el verdadero rostro del bachiller se muestra cuando anima a Alonso Quijano, por un lado, a que lleve a cabo su tercera salida para proseguir sus dejadas caballerías y, por otro, se dispone a ir a su encuentro disfrazado de caballero andante para trabar batalla con él, vencerle y obligarle a volver a su casa. Opina Unamuno que es una de las bromas habituales en el bachiller, o sea, un juego para divertirse. Pero apuntando más alto, y pienso que con mayor acierto, sugiere que hay en el personaje afán de protagonismo y el deseo de inmortalizarse junto a don Quijote. Cuando contra toda lógica es derrotado en el que se presumía primer y único enfrentamiento, toma en veras su burla, si de burla se trataba, de modo que la siguiente pelea no será por juego, sino por honra. Si el objetivo fuera el otro, añadirá el deseo de venganza. Tanto le odia Unamuno, que exclama: “Dios haga que germine en nuestra patria la semilla de don Quijote y Sancho, y se pudra o seque la del bachiller Carrasco”. En la nota que precede a mi obra, digo que, cuando leo El Quijote, pongo cara a sus personajes y que no sé por qué razón suelo prestar la mía a Sansón Carrasco. Puesto que no es un modelo de comportamiento, se me ocurre que, tal vez, mi fascinación por el personaje se deba a lo que hay de teatral en él, que tan de manifiesto se pone en su inclinación a disfrazarse con llamativos atuendos. Siempre está interpretando, inventando historias en las que la fantasía ocupa el lugar de lo cotidiano, en las que, en fin, todo acaba siendo cosa fingida. Sansón Carrasco es un consumado actor.

La obra fue estrenada en 2005 en el teatro Gayarre de Pamplona, en el marco del Congreso de la Asociación de Directores de Escena. Desde entonces, diversos grupos la vienen representando en institutos y centros culturales. La puesta en escena más reciente es la protagonizada por antiguos profesores del IES Avempace, de Zaragoza.

Con Pedro de Urdemalas

Mi segundo acercamiento a la obra cervantina ha sido la versión de Pedro de Urdemalas atendiendo un encargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que me fue formulado en 2015. La propuesta era la entrega de un libreto que diera lugar a un espectáculo ameno y accesible al público actual. Acepté el encargo sin dudarlo. De la comedia, me atrae el repertorio de entremeses que contiene, en los que tiene cabida una riquísima galería de personajes que forman parte del pueblo llano y que, cuando pertenecen a la realeza, son apeados de sus pedestales y tratados como seres de carne y hueso. Es decir, vulnerables, víctimas de sus pasiones y un poco dejados de la mano de Dios, por mucho que presuman de ser sus representantes en la Tierra. Por otro lado, Cervantes, sin asomo de rencor hacia el mundo de la farándula, rinde uno de los mayores homenajes que un autor dramático haya dedicado a la figura del actor. Pedro, después de ejercer mil oficios, alguno cercano al mundo de la picaresca, asume con entusiasmo el de farsante, más, antes de representar cualquiera de los papeles que se le asignen, presta su voz a Cervantes para que éste explique al respetable como deberían ser las comedias.

No recibí ninguna pauta, por lo que gozaba de total libertad para realizar el trabajo. Sin embargo, teniendo en cuenta que se trataba de una iniciativa de una institución pública, cuya razón de ser es la recuperación, preservación y difusión de nuestro patrimonio teatral clásico, no me planteé realizar una versión libre, sino una revisión respetuosa del texto original. Sí decidí tener en cuenta los reproches que ha merecido la obra por parte de algunos estudiosos. Casi todos tienen que ver con la sustitución, en esta pieza, de la acción continua que caracteriza el teatro de Lope y de otros dramaturgos coetáneos, por la fragmentación de las escenas. En su opinión, provoca confusión. Los más críticos añaden que la presencia de episodios inconexos y ciertas anomalías en el encadenamiento de las secuencias, junto a la abundancia de partes narrativas, son un lastre que rompe el ritmo, o que la presencia de personajes e historias que no siempre se desarrollan, contravienen las reglas de la dramaturgia. Pero como ha recordado Canavaggio, de lo que no cabe duda es de que Cervantes quiso escribirla así, pues era la forma de expresar su rechazo al “arte nuevo” lopesco. Estas razones explican, en buena medida, que estemos ante una de las obras menos representadas de su autor. Entre los que se han atrevido a representarla en las últimas décadas, está José María Loperena, que en 1968 dirigió una muy libre versión de Enrique Ortenbach, quién suprimió escenas completas y redujo el texto cuanto le fue posible, con el propósito de resolver los inconvenientes señalados y aliviar la segura fatiga del público. En 1999, Plácido Rodríguez firmó una versión mucho más respetuosa con el original, ocupándose de dirigirla, con más dignidad que medios, Gaspar Cano. La enseñanza de aquella función fue que los problemas de la obra son reales, lo que justifica que se aligere el texto y que se creen acciones encaminadas a transformar la representación en una fiesta19. En mi trabajo, tuve en cuenta todas estas consideraciones, convencido de que así contribuía a la difusión de la obra.

Los ejes esenciales de mi intervención fueron cuatro: convertir la representación en un ejercicio de metateatro; modificar la estructura de la obra; aligerar las partes narrativas del texto y eliminar algunas reiteraciones; y hacer comprensible el lenguaje. El recurso al teatro dentro del teatro no me parecía que contraviniera el espíritu de la comedia, pues ya está presente en su tramo final. Lo que hice fue introducirlo desde el principio. Así, la representación tiene lugar en el propio escenario, que es mostrado casi desnudo, dejando a la imaginación del espectador la tarea de recrear los espacios en que suceden los acontecimientos de la ficción. Solo en contadas ocasiones se muestra algún elemento escenográfico que le sirve de ayuda. Es lo que sucede cuando un personaje se asoma a una ventana traída instantes antes por dos actores en funciones de utileros. En cambio, abunda más el atrezzo que remite a una sala de ensayos: sillas para los actores, siempre presentes aunque no estén actuando, y cestos de mimbre con el vestuario, pues, teniéndolo a su alcance, pueden quitárselo y ponérselo a la vista del público.

Si las acotaciones escasean en el texto de Cervantes, no sucede lo mismo en mi versión. Bien sé que caducan tan pronto como el libreto pasa a manos del director de escena. Por eso no las puse con la pretensión de que las siguiera al pie de la letra. Al contrario, lo hice para subrayar el carácter metateatral de la propuesta y para sugerir algunas actividades para los actores que esperan el momento de ponerse bajo los focos. La misma finalidad persiguen algunos versos que son de mi invención. Por ejemplo, los puestos en boca de un actor que, descontento por la brevedad de su actuación, se sale del papel y exclama: “Para intervención tan corta,/ tanto trajín con las sillas”. A lo que otro actor responde: “Tal es el teatro”. Al escucharles, el protagonista deja de actuar y les advierte de que “vuestro papel no se acaba/ aquí; habéis de volver luego”. Viendo que no le creen, zanja así el asunto: “No es bueno que a los actores/ la incertidumbre les coma./ Si el autor me da licencia,/ el orden de las escenas/ mudaremos”.

Mis mayores dudas surgieron cuando llegó el momento de modificar la estructura de la obra. Mi idea era, por una parte, reagrupar las distintas historias para facilitar su seguimiento y, por lo que enseguida diré, iniciar la representación con el monólogo en el que Pedro relata su vida pasada y cuenta que un quiromante vaticino que acabaría siendo actor. La asunción de que la fragmentación de las escenas no era un error de Cervantes, sino deliberada respuesta al modelo teatral al uso, representado por Lope, me ponía en una situación incómoda, pues no me apetecía que pudiera pensarse que mi intención era la de enmendarle la plana. Tampoco podía ignorar, pues en mi propia obra hay numerosos ejemplos, que, en el teatro actual, la fragmentación y la ruptura del orden espacio temporal es un hecho generalmente asumido. Sin embargo, me parecía que, en su desafío, Cervantes no había tenido en cuenta que podía causar confusión en el público. Las historias, cada una de las cuales viene a ser un entremés con entidad propia, al ser presentadas de forma discontinua y entremezclada, convierten la obra en una especie de puzle en el que es difícil encajar las piezas. La sensación de que reina cierto caos, se acrecienta con las continuas entradas y salidas de los personajes sin aparente justificación, y aún me temía que alcanzara cotas mayores si, como era previsible, cada actor había de interpretar más de un papel. Pensando en el público, resolví, al cabo, seguir adelante con mi proyecto.

Que en la nueva ordenación de escenas, la del monólogo de Pedro pasase a ser la primera se explica porque veía conveniente que los espectadores tuvieran temprana información sobre el pasado de Pedro, tan parecido al de Lázaro de Tormes o al del buscón llamado Don Pablos, pero, sobre todo, por mi empeño en mostrar desde el principio que la obra es fundamentalmente un homenaje al teatro. En el original, es bien avanzada la acción cuando tenemos noticia de su paso por las más diversas escuelas de pícaros y rufianes y de la profecía sobre el futuro de farsante que le aguarda. Hasta ese momento, su vida es la de un avispado criado, consejero prudente de su amo y hábil mediador entre enamorados atolondrados.

Resuelta esta cuestión, era el momento de actuar sobre el texto. En una primera fase procedí a cribarlo para eliminar algunas reiteraciones y, de los parlamentos más largos, aquellas partes que lastran el dinamismo de la acción o en las que lo narrativo acaba relegando lo teatral a un segundo plano. Ese es el caso del monólogo en el que Marcelo cuenta a la Reina el origen noble de Belica. Reduje sus 143 versos, primero a 80 y, luego, a 57. Respecto al léxico, lo revisé teniendo muy presente que el destino de la versión es su representación escénica. A diferencia del lector, el espectador ha de entender lo que se le dice sin el auxilio de las notas a pie de página ni la posibilidad de acudir al diccionario para consultar el significado de las palabras, muchas de la cuales incluso han dejado de figurar en él. En otros casos, aun estando vigentes, han perdido su primitivo sentido, porque las referencias culturales, históricas o sociales que justificaron su empleo han desparecido. Quise que la “manipulación” no fuera traumática, lo que exigía la renuncia a sustituir palabras o expresiones empleadas por Cervantes por otras de nuevo cuño. En consecuencia, conservé aquellas palabras cuyo significado es desconocido para el espectador actual, pero puede ser fácilmente deducido por el contexto en que son pronunciadas. Cuando no cabía tal posibilidad, para sustituirlas, recurrí al rico caladero del vocabulario cervantino o, en su defecto, al de otros escritores de su época. A la sustitución de palabras y frases cervantinas, se añadieron otras de mi cosecha, necesarias para enlazar escenas o, como he mencionado más arriba, para ser dichas por los actores cuando no intervienen en la acción. Son pocas y breves para que su integración en el texto original no resulte perturbadora. A que se funda con él sin que chirríe obedece el respeto de la métrica. Más complicado se presentaba conservar la rima y la estructura de los versos, pues me obligaba a abordar una reescritura profunda que podía desembocar en una obra distinta a la de Cervantes. Para evitar ese riesgo, opté por dotar a los nuevos versos y a los modificados de un ritmo y musicalidad gratos al oído.

No debo omitir una mínima fe de erratas o lista de descuidos cervantinos, como es el de mudar en varias ocasiones el nombre de Belica por los de Bellica e Isabel. Otro se refiere al ceceo del gitano Maldonado. En la acotación que precede a su primera intervención, Cervantes señala que ha de hablar ceceoso. Lo hace, en efecto, pero solo en esa escena, porque, en las siguientes, su pronunciación no se diferencia de la del resto de los personajes. En el primer caso, decidí conservar a lo largo de la obra el nombre de Belica y, en el segundo, extender el ceceo a todas las intervenciones del personaje. También me tomé algunas libertades. Malgesí, el nigromante que leyó las rayas de la mano de Pedro de Urdemalas, no forma parte del censo de personajes en la obra original, pero me pareció oportuno que tuviera presencia física en mi versión. Ello me permitía poner en su boca la profecía sobre el futuro de Pedro, pero, sobre todo, convertirle en el artífice de que éste sea testigo de escenas en las que no interviene, cual es, por citar alguna, la de la muy privada conversación de Marcelo con la Reina. Otra licencia consistió en poner en boca de un personaje palabras que corresponden a otro que no aparece en mi versión.

Poco después de entregar el trabajo, fui informado de que Denis Rafter se ocuparía de la puesta en escena. En 1994 había visto la que había hecho de El sueño de una noche de verano, tres años después la de Miguel Will y más tarde la de Noche de Reyes. De ésta, escribí una reseña elogiosa que propició una relación que, sin ser estrecha, se ha prolongado en el tiempo. Recibí, pues, con satisfacción la noticia de que dirigiría mi versión de Pedro de Urdemalas. Y también fue buena la de que Alex Pastor sería su ayudante, pues fue precisamente él quien dirigió en Pamplona En aquel lugar de La Mancha.

Tuvimos un primer cambio de impresiones en el que se interesó por mi visión de la obra y de sus personajes. Días después, faltando todavía algunos para iniciar los ensayos, me propuso hacer algunas modificaciones en mi versión. No afectaban tanto al texto como a la secuencia de las escenas. Su idea era recuperar el orden primitivo y añadir otras a modo de prólogo y epílogo en las que aparecía Cervantes como personaje. Debo advertir de que yo era consciente de que mi versión no sería la definitiva. Por una parte, tenía intención de hacer una segunda criba del texto, pero decidí que era conveniente llevarla a cabo durante los ensayos, en estrecha colaboración con el director. Por otra, la obra no se representaría en la nueva sala Tirso de Molina del teatro de la Comedia, como estaba inicialmente previsto, sino en el Corral de Comedias de Almagro. Pasar de un escenario desnudo y versátil a otro de escaso fondo, en el que las puertas y balcones de acceso a los camerinos hacen las veces de decorado, exigiría, sin duda, una redefinición del espacio escénico. De mayor calado era la sugerencia de deshacer lo hecho en la ordenación de las escenas y he de confesar que mi primera reacción, no exteriorizada, fue de rechazo. En cambio, no me parecía mal que Cervantes apareciera en escena. Para Denis, él debía ser el gran protagonista de la obra. Quería presentarle embebido en la creación de la primera frase del Quijote, tarea en la que sería estorbado por las voces de una legión de sombras animándole a dejar de escribir novelas y a dedicarse al teatro. Mi rechazo al resto de su propuesta no obedecía a que yo lo interpretara como una enmienda a mi trabajo, sino porque consideraba que Denis se había decantado por volver a una estructura laberíntica en la que era fácil que los espectadores se extraviaran. Algo, sin embargo, ponía sordina a mi enfado. Era el recuerdo de las dudas que, sobre esa cuestión, me habían asaltado meses antes, cuando todo estaba por hacer.

Nos vimos para tratar este asunto. No fue un encuentro a cara de perro. Con Denis es imposible y creo que conmigo también. Pusimos sobre la mesa nuestros respectivos argumentos y él me aseguró que, estando de acuerdo en que no se trataba de una obra fácil, tenía el convencimiento de que conseguiría que el espectáculo fuera inteligible y divertido. Confié en él e hice lo que me pedía.

Aunque he asistido a cuantos ensayos me ha sido posible, no soy la persona más autorizada para hablar del proceso de puesta en pie del espectáculo, en el que no he participado. Me he limitado a ser testigo mudo de lo que sucedía en la sala de ensayos y solo he intervenido cuando se me ha invitado a hacerlo, por lo general para aclarar cuestiones relativas al texto. Desde esa posición de observador, día a día iba comprobando como se aclaraba cuanto de farragoso puede haber en Pedro de Urdemalas (López Mozo, 2016: 58-67). El estreno tuvo lugar a finales de julio en el Corral de Comedias de Almagro, en el marco de su Festival Internacional de Teatro Clásico, y lo que el público contempló fue una deliciosa fiesta de la que Cervantes salió bien parado.

Soy, pues, autor de dos versiones de la comedia. Desde el momento en que la segunda ha adquirido vida propia, ha dejado de pertenecerme en exclusiva, como corresponde a un arte que aglutina las aportaciones de varios creadores. Queda la primera. Me resisto a destruirla o a relegarla sin más a la condición de borrador. No haré ni lo uno ni lo otro. Lo que me llevó a concebirla así sigue pareciéndome válido para una eventual puesta en escena que pudiera plantearse en el futuro, aunque estoy convencido de que, si se da esa circunstancia, algo habré de cambiar a instancias de quien asuma la responsabilidad del encargo.

Bibliografía

LÓPEZ MOZO, Jerónimo, El engaño a los ojos, Valladolid. Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León, 1998.

El engaño a los ojos, en Estreno, XXV, 2, otoño 1999, pp. 22-42.

“La influencia del Quijote y de Cervantes en mi teatro”, en www.mcu.es/libro/programas/promoción y difusión de las letras/Encuentros Verines (1-XII-2005).

“Viaje de la novela al escenario de parientes, amigos y vecinos de Don Quijote”, en ADE Teatro, 107, octubre 2005, pp. 222-227.

En aquel lugar de La Mancha. En ADE Teatro, 107, octubre 2005, pp. 228-235.

“El Quijote en el teatro español e iberoamericano contemporáneo”, en Cuadernos Hispanoamericanos, 666, diciembre 2005, pp. 67-83.

“La narrativa de Cervantes. Reescrituras españolas para la escena (1950-2014)”, en Don Galán (revista digital del CDT), 5, 2015.

Pedro de Urdemalas. Historia de dos versiones”, en ADE Teatro, 161, septiembre 2016, pp. 58-67.

“Con la venia de Cervantes (dos versiones de Pedro de Urdemalas)”, en www.mecd.gob.es/lectura/libroSearch.do?action=busquedaInicial&params.anio=2016&cache=init&layout=verinesResult&showBack=false&language=es (12-VIII-2016).

PÉREZ CAPO, Felipe, El Quijote en el teatro: repertorio cronológico de 290 producciones escénicas relacionadas con la inmortal obra de Cervantes, Barcelona, Millá, 1947.