Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
Introducción

Anna Ajmátova: poesía y destino

Dionisia García

Vivimos una época donde la marca de fronteras tiende a difuminarse, a brindar proximidad o, al menos, a paliar dificultades. Hemos de decir que la poesía, el arte en general, se han considerado pioneros en este aspecto de abrir ventanas al exterior hasta donde ha sido posible. En poesía teníamos la carencia de traducciones y, en ocasiones, de traducciones fiables. Afortunadamente, en los últimos años, han entrado a nuestras editoriales, bocanadas de aire fresco, a través de dignas traducciones, que permiten un mayor acercamiento a interesantes autores de la poesía universal. Digamos que gran parte de ellos ya fueron traducidos, si bien sus ediciones están agotadas. En definitiva, es deseable una dedicación amplia a la traducción para que ese intercambio entre países, a la poesía me refiero en este caso, sea favorecido.

En este encuentro, he querido acercarme a la poeta Anna Ajmátova, cuya vida y obra creo lo merecen, por tratarse de la poeta rusa por excelencia. Ajmátova logró profundizar en su poesía, esencializarla. Dar a conocer a través de experiencias personales el sentir de su pueblo. Lo llevó a cabo a través de ese desdoblamiento loable, que sólo poseen los poetas de alto rango, desdoblamiento advertido especialmente en una de sus obras mayores, Réquiem. El aguijón del dolor es a veces tan fuerte, que no merece ser notado, y precisa de otra voz, de otro momento de la palabra, tocado por la gracia, por el “don” o como se quiera llamar.

En Ajmátova tres realidades se apoyan entre sí, los sucesos de su país, parte de su historia como destino personal y dramático, y su poesía como aliento vital que, indudablemente, tiene mucho que ver con su biografía, sin embargo no lo es todo. La poeta poseía amplitud de miras. Entre otros, era la naturaleza uno de sus temas cantados, recordemos el poema “El sauce” de su libro La caña, en él advertimos esa sensibilidad tan especial de quien escribe:

Yo amaba la ortiga y la bardana,

pero por encima de todo, al sauce plateado.

Agradecido, él vivió siempre junto a mí,

sus ramas sollozantes

cubrían de sueños mi insomnio.

Y, extrañamente, le he sobrevivido.

Afuera el tronco cercenado permanece

mientras otros sauces con voces alienadas

algo dicen bajo nuestro cielo.

Y yo guardo silencio (…)

A continuación dice que el sauce muere y lo llora como a un hermano. En la autora, esa personalización despersonalizada es muy característica. El amor también tiene presencia en la poesía de Ajmátova. Un amor que según el poeta Josep Brodsky, es “la nostalgia de lo finito por lo infinito, y no las verdaderas relaciones”. Su aventura poética comenzó muy pronto, con participación en las tertulias juveniles donde la bohemia compartía las edades. Aquella actitud, aparentemente frívola, pronto pasaría a otro estadio, a otra mirada diferente ante la vida. Nacida en Ucrania, cerca de Odesa, en 1890, Anna Andréyevna Gorenko, para la poesía Anna Ajmátova, convivió con tendencias poéticas como el simbolismo y futurismo, si bien no se adhirió a estos movimientos, porque deseaba que las cosas fueran en sí, sin ningún tipo de representación, y sin perder de vista al gran poeta ruso Alexander Puskin, a quien admiraba. Desde su manera de entender la poesía, no rehuía los otros movimientos, que en alguna medida podían ser enriquecedores. Tal vez pensaba que lo importante era mantener el temblor poético, estar en él como algo vivo, junto a su pueblo al que se sentía ligada, y no quiso abandonar en momentos difíciles. No hemos de olvidar, por otro lado, el acercamiento a la otra Europa: Francia e Italia, entre otros países (recordemos la influencia de Marinetti en la Rusia de aquella época). Nos atrevemos a sugerir el posible impulso de tales influencias en el Arte en general. Ajmátova mantuvo siempre una posición de apertura ante esas influencias, o intercambios, en cuanto a la poesía se refiere. Nos llegan comentarios que dicen de dicha actitud. Desde un punto de vista personalizado, hemos de recordar la relación con pintores y poetas, entre ellos, Modigliani y Gabriela Mistral, la poeta chilena en cuya poesía parece que influyó Ajmátova. La etapa parisina fue importante para nuestra poeta, interesada por la poesía francesa: Verlaine, Laforgue, Mallarmé y Bodelaire eran sus nombres, afinidad compartida con el pintor Modigliani, con quien coincidió cuando era un desconocido, y no tenía ni para pagar una silla en el Parque de Luxemburgo. Sí fue capaz de pintar el famoso retrato de la poeta, cuya realización comenta Anna: “me pintó no del natural, sino en su propia casa”. La admiración y cercanía hacia el artista la llevó a decir, “todo lo divino en Modigliani resplandecía como a través de unas tinieblas”. Ajmátova guardaría en el recuerdo este pasaje de su intrahistoria vivido en la juventud, convertido en realidad en la memoria.

Bajo el cielo neblinoso de San Petersburgo, con matices violáceos, transcurrió buena parte de la existencia de Ajmátova, salvo las interrupciones para viajar, con la frecuencia que su temperamento o necesidad pedían, ya fuera para encontrarse con un amor, conocer otras tierras, o recibir honores. Sabemos de su doctorado Honoris Causa concedido por la universidad de Oxford, entre otros reconocimientos. Junto a esas salidas, necesarias o deseadas, Ajmátova amaba San Petersburgo, su tradición literaria y el Arte de sus monumentos. Amaba a su pueblo, el pueblo ruso, y fue testigo en parte de su calvario, durante y después de los zares. En ese después, en cuanto a la llegada de la libertad, confió ingenuamente, y esta confianza la llevó a escribir unos versos de alabanza a Stalin:

(…) y el pueblo reconoce

y oye la voz: Hemos venido,

para decir: allá donde está Stalin está la libertad,

la paz y la grandeza de la tierra.

Versos de esperanza y juventud, de los que sin duda se arrepentiría Ajmátova, y fueron disculpados, porque la intención era conseguir la liberación de su hijo. Su poesía posterior dará testimonio del verdadero sentido de su actitud, perdida ya toda esperanza.

Como apuntamos al comienzo, la poeta rusa convivió con los diferentes movimientos poéticos, con los “ismos” surgidos en los comienzos del siglo XX, que propiciaron la diversidad, si bien su poesía apuntaba hacia una dirección, otro “ismo”, del cual surgió la tendencia acmeista, cuyo lema consistía en tratar la realidad con palabras reales. Este movimiento tiene lugar en 1912 (en ese mismo año publica Ajmátova su libro La tarde) Sus representantes más destacados fueron Nikolái Gumiliov, con quien contrajo matrimonio Anna Ajmátova dos años antes, Gorodiétsky, Mijaíl Zenkiévich, Vladimir Narbut, Ósip Mandelshtam y la misma Anna. Todos ellos reivindicaron el acmeismo, la vuelta a la clasicidad, y recoger en las palabras las realidades de cada día. Ósip Mandelshtam escribe en 1913 el primer manifiesto acmeista. Una de sus directrices dice así: “Amad más la existencia de una cosa que a la cosa misma y vuestra vida más que a vosotros mismos”. A diferencia de los futuristas, “que consideraban la palabra poética como un fin en sí misma”. Imaginemos a una Ajmátova de veintitrés años, formando parte de aquellos momentos de esplendor de la poesía rusa, con toda su vitalidad física y mental. Se dice de su silueta grácil, de la flexibilidad de su cuerpo, demostrada en las veladas poéticas de aquellos jóvenes años, donde Anna Andréyevna daba a conocer sus habilidades, al doblarse desde el lateral de una silla, hasta conseguir la curvatura perfecta y recobrar sin dificultades la postura de sentada. Estas demostraciones dicen de una joven vivaz y divertida, que pronto habría de incorporarse a un mundo oscurecido, cuyo destino sería forjado por la misma historia. Sin embargo, sus gestos y temperamento permanecieron. Nos dice Vladimir Leonóvich que “ya mayor, marcada por el peso de los años, Ajmátova seguía sorprendiendo con sus gestos repentinos, fulgurantes y gráciles como lo era su verso y verbo poético: raudo, paradójico y preciso, que bien se podría llamar clásico”.

En los primeros libros Ajmátova canta la sencillez de lo cotidiano:

En mi aguamanil

el cobre ha enmohecido

y el rayo juega con él,

en esta casa vacía

él es una fiesta áurea

y un consuelo para mí.

No sorprende que en su juventud el tema de la soledad estuviera presente, como bien dicen estos otros versos:

¡Protégeme, viento, sepúltame!

Los míos no llegaron,

sobre mí está la noche peregrina

y la respiración de la tierra apacible.

Y no sorprende, porque nos atrevemos a afirmar que, el alma del poeta alberga desde los comienzos los grandes temas, y uno de ellos es la soledad. A esto hemos de añadir que el espíritu ruso parece, en sus manifestaciones, impregnado de una cierta melancolía, de un deseo de acogimiento, quizá por tantas generaciones sufridas en menosprecio de su condición humana.

En 1910 se casa Anna Ajmátova, como ya hemos indicado, con Nikolái Gumiliov. De esa época son unos versos amorosos, recogidos en el libro Rebaño blanco, y cuyo referente parece ser el esposo, si bien se aprecia una cierta ambigüedad. Los versos dicen así:

Estoy serena. Pero no quiero

que me hablen de él,

tú, querido y fiel, serás mi amado…

Pasearemos, nos besaremos, envejeceremos…

y las lunas ligeras volarán sobre nosotros,

como estrellas nevadas.

No exenta de contradicciones nos dice irónica:

Un ocioso ha inventado

que existe el amor sobre la tierra.

Digamos que la poeta era como un torrente que arrastraba la invasión de vida, una vida desgraciada, como sabemos, que propiciaba su escritura poética. Unos versos suyos lo dicen:

Sin verdugo y sin cadalso

no se es poeta en la tierra.

A pesar de esa creencia, y desde ella, no dejó de tratar temas, aparentemente superficiales, que cristalizaban en hondura y belleza a través de su palabra, porque cantaba los días acostumbrados en la ciudad que tanto amaba, San Petesburgo y en su casa de Fontanka, donde reunía a sus amigos, pero donde también era una vecina más, que compartía con el entorno lo alegre y lo amargo. Recordemos el poema dedicado en memoria del niño V. Smirnov muerto durante el cerco de Leningrado.

Toca con el puño, abriré.

Siempre te he abierto.

Ahora estoy tras la elevada montaña,

tras el desierto, tras el viento y el calor tórrido,

pero nunca te traicionaré…

Yo nunca escuché tu lamento.

A mí no has pedido pan.

Tráeme un puñado del agua nuestra,

limpia y helada del Neva.

De tu cabeza dorada

limpiaré las marcas de sangre.

Era su pequeño vecino, arrastrado por la barbarie, que seguramente no llegó a entender.

La poeta rusa, como todo intelectual que se precie, plantaba cara a la injusticia y a la opresión, en este caso al P.C.R, de ahí que no quisiera figurar en la asociación Unión de Escritores Soviéticos. Su hijo compartía ese modo de pensar, porque ella misma apoyó esta intención en él, al decirle que “si quería ser hijo suyo hasta el final, ante todo debía ser hijo de su padre Nikolái Gumiliov, fusilado por el poder soviético”. Lev Gumiliov trató de ser consecuente y obediente. La suerte no fue su mejor compañía, y los intentos de liberación de Ajmátova no dieron resultado como podemos advertir en estos versos:

Diecisiete meses hace que grito.

Te llamo a casa.

Me arrojé a los pies del verdugo (...)

Las relaciones entre madre e hijo quedaron deterioradas, sin remedio. Cuando la libertad llegó ambos no se conocían, se sintieron extraños, había transcurrido mucho tiempo. Como podemos apreciar, Anna Andréyevna sufrió el horror, tanto en solidaridad con su pueblo, como en su vida personal. A pesar de todo, permaneció fiel, y así lo dicen unos versos que presiden Réquiem:

Jamás busqué refugio bajo un cielo extranjero,

ni amparo procuré bajo alas extrañas.

Junto a mi pueblo permanecí estos años,

donde la gente padeció su desdicha.

El amor de Ajmátova a su ciudad, como ya hemos indicado, se deja notar también en los poemas. El río Neva es testigo de infortunios, también de momentos dichosos. El trasiego de los barcos parece intentar rutas hacia una libertad deseada, como si los caminos del agua no se vieran vigilados. La poeta dejó este mundo, añorante de esa libertad que le pertenecía, no sólo por sus duras experiencias personales sino también por la opresión que el pueblo ruso sufría. Amigos y compañeros, que vivieron con ella la aventura poética, fueron desapareciendo, entre ellos, su querido amigo Ósip Mandelshtam a quien dedicó un poema, tras su visita a la prisión de Voronez donde el poeta se encontraba enfermo. Por parecer significativos, citaremos los últimos cuatro versos:

(...) en la habitación del poeta proscrito

montan la guardia tan pronto la musa como el temor,

y la noche cae

sin la esperanza de la aurora.

Conmovedor, sobre todo, el último verso, por su patetismo, por el oscuro horizonte, sin el posible beso del despertar, porque los desafíos a la supervivencia se repitieron durante muchos años, y con él los vaivenes de ánimo, el intento de superar la falta de aliento.

Sabemos que las dos obras fundamentales de Ajmátova son Réquiem y Poema sin héroe. Distintas en la configuración de los poemas, y escrita la segunda tras un largo silencio durante el cual la poeta quiso reflexionar sobre su escritura. Poema sin héroe nos ofrece un texto singular, que dice de la intensidad y consistencia de esta poesía. En la composición aparecen elementos nuevos, entre ellos, la intertextualidad (incluso con la inserción de versos propios), también abundantes referencias a poetas contemporáneos, y citas frecuentes al mundo clásico. Se trata de una composición difícil y compleja, que precisa de una lectura concentrada. En ese Año Nuevo de “máscaras” que Ajmátova quiere representar, van pasando personajes amigos, incluido Isaiah Berlin, una de las personas cercanas a Ajmátova en sus últimas etapas, y cuya amistad valoraba mucho. Poema sin héroe, escrito entre 1940 y 1962, es sin duda una composición ambiciosa que la autora se negó a explicar, y a una nueva revisión. Lo expresó con la frase: “lo escrito escrito queda”, como en la cita bíblica, una de las muchas que ilustran la poesía de Ajmátova, junto a otras de diferentes autores y obras, contenidas en el texto referido. También la mitología está presente dado que el poema reúne un amplio mundo plagado de aconteceres y referencias culturales, considerada la sólida formación intelectual de Anna Ajmátova. Capaz de ahondar, por otro lado, en su alma poética, advierte el tono y los contenidos del poema. Establece así un nexo entre la tercera parte de Poema sin héroe y Réquiem. En esa tercera parte, y en uno de los fragmentos finales, la poeta recoge un hecho que merece la pena recordar. Se trata de la alusión al vuelo de Shostakovich para salvar la “Séptima Sinfonía”, en su primera parte, del asedio de Leningrado (siempre el arte nos sitúa en un estado límite, recordemos a Walter Benjamín con su famosa maleta). Los versos de Ajmátova al comunicarlo, mantienen un emocionado temblor:

La Séptima

volaba hacia una fiesta nunca oída (...)

Fueron creadores padecidos, artistas admirables por salvaguardar su trabajo creativo, aportación que la posteridad ha sabido agradecer. Algunos de los fragmentos de Poema sin héroe, dadas las continuadas enumeraciones, se convierten en letanía. Una letanía que favorece la intensidad del verso y denota, de alguna manera, el ritmo y música de la literatura rusa, que logra mantenerse en la traducción. Lo advertimos en estos versos:

Hoy tengo que hacer muchas cosas:

Hay que matar la memoria.

Hay que petrificar el alma,

hay que aprender de nuevo a vivir (...)

Anna Andréyevna/Ajmátova vivió en una etapa de su juventud, La edad de plata de la poesía rusa, y fue heredera de La edad de oro cristalizada en Pushkin. Finalmente podríamos añadir La edad de Ajmátova por su voz abarcadora e inconfundible, en tiempos difíciles, y por ser la voz desgarrada ante la barbarie padecida por el pueblo ruso, no a través de una expresión plañidera, sino a través de un verso emocionado, vital y terso, impregnado de modernidad, digamos de esa modernidad que, de algún modo, ella inicia y preside, sobre todo, en sus obras finales. Como suele suceder, no fue reconocida en su momento como merecía. En primer lugar por los turbulentos años que vivió, y a la par por ese “purgatorio” que todo creador sufre después de su desaparición. Nos atrevemos a afirmar que la poeta, fundamentalmente entregada a las respuestas de la vida, actúa con despreocupación en cuanto a la posteridad, quizá por intuir que sus versos estarían siempre presentes.

En la lucha por la igualdad de las mujeres, una escritora, Ariadna Vladimirovna dijo de ella: “Annuchka también alcanzó la igualdad para sí”. Esta afirmación es coherente con su mundo, donde era respetada por sus amigos y contemporáneos. También es cierto que en su entorno no abundan las voces femeninas. Marina Tsvietàieva, excelente poeta con desgraciado final, apenas es mencionada por Ajmátova. Se dice de una falta de entendimiento entre ellas. Tsvietàieva decía que “ser poeta comportaba la conciencia de una desposesión, un desamparo”. Dotada de un alto poder poético era frágil para la vida, dicha fragilidad debió llevarla al suicidio, a los 49 años, tras el fusilamiento de su marido. Anna Ajmátova lloró su pérdida, y la de todos los poetas que no pudieron soportar el reto de la difícil situación en Rusia, o los motivos personales, como fueron Serguei Esenin y Maiakovski, entre otros, sin olvidar a los poetas buscados y maltratados antes de su irreversible final. La “Rosa negra” marchita es el símbolo del lamento de la poeta. Sabemos que la rosa era su flor preferida, negra ahora como la faz de la tierra que pisaba.

Los tristes acontecimientos impregnaron la poesía de Ajmátova, y aun antes, la muerte siempre tuvo presencia en su poesía. En los momentos de desolación, dada su gran soledad, la retaba de este modo:

Si has de venir ¿por qué no ahora?

Te espero. Me siento muy mal.

He apagado la luz y te he abierto la puerta (...)

Podemos imaginarla en su casa de Fontanka, lugar de reuniones literarias y amistosas en un tiempo, casa cuyas paredes habían acogido el esplendor de una juventud esperanzada, de unos ideales vividos después en clandestinidad. Ahora sólo encontramos una placa sobre la carcasa, el recuerdo de que allí vivió Anna Andréyevna /Ajmátova.

Ya en los finales de este recuerdo escrito podemos preguntarnos, ¿qué ha significado Ajmátova para la poesía rusa, y en general para la europea? Ya hemos dicho algo al respecto, si bien es difícil en este caso separar a la creadora de la persona, dado que siempre fueron a la par la vida con sus gratificaciones e infortunios y el modo de estar en ella en lo poético. Sin duda nos encontramos ante un ser cuya grandeza emana de una voz poética que merece alto reconocimiento. Vladimir Leonóvich, prologuista de una de sus antologías, escribe: “En la Rusia actual, en el amanecer del tercer milenio, no se puede decir en modo alguno que haya llegado el alba”. Para nosotros, los lectores de Ajmátova sí ha llegado. Es cierto que la poeta amó mucho pero no fue comprendida. Su poesía no sólo fue su refugio sino el modo de estar en la vida. Nos entregó su obra y hoy, una vez más, la celebramos.