¿CADUCAN LOS EXPEDIENTES TRIBUTARIOS DE INSPECCIÓN PARALIZADOS POR CAUSA DE LA ADMINISTRACIÓN?

(Sobre la perención y la prescripción tributarias)

por Marcos Gómez Puente Doctor en Derecho Ayudante L.R.U. - Universidad de Cantabria 


1. NOTA PRELIMINAR

En fechas recientes el Gobierno ha dado cuenta de la prescripción de un importante número de deudas tributarias a causa de la paralización de los correspondientes expedientes de inspección. El anuncio ha tenido una fuerte repercusión política y social y, en el plano jurídico, ha suscitado una polémica acerca de la prescripción del derecho a liquidar la deuda tributaria y la perención o caducidad del procedimiento administrativo de inspección a través del cual se investiga y determina dicha deuda.

Más concretamente, se discute si la paralización de este procedimiento por causa de la Administración determina su caducidad y, como consecuencia de ésta, la desaparición del efecto interruptor de la prescripción del derecho a liquidar la deuda tributaria que tienen las actuaciones de inspección. Y aun admitida la perención del expediente sancionador, tampoco existe acuerdo sobre el momento y forma en que tiene lugar.

El interés de la controversia es evidente: si el expediente paralizado perime o caduca, cesa el mencionado efecto interruptor y el plazo de prescripción (5 años, art. 64.a Ley General Tributaria -en adelante, LGT-) se contaría desde el término del periodo de declaración (art. 65 LGT). En cambio, si no caducara, subsistiría dicho efecto, y la prescripción tendría que reiniciar su cómputo desde la última actuación administrativa. Así, pues, para quienes admitimos la perención o caducidad del expediente tributario, aunque discrepemos sobre su momento y régimen jurídico, la prescripción del derecho a liquidar sobreviene mucho antes que para quienes la niegan.

Mas, ¿dónde reside la causa de esas discrepancias?

Acorde con nuestra tradición(1), el art. 105.2 LGT descartó la caducidad o perención de los expedientes tributarios cuya tramitación se retrasara o paralizara por causa de la Administración. Pero algunas normas posteriores han previsto o admitido la perención, con el respaldo de la jurisprudencia en algún caso, circunstancia en la que creo radica el epicentro de la discusión que se ha extendido a otras cuestiones accesorias (como el momento o régimen de producción de aquélla) pero, en la práctica, no menos importantes.

Así pues, el quid de la cuestión está en determinar, de un lado, si el art. 105.2 LGT es o no aplicable al procedimiento de inspección y, de otro, si sigue o no vigente.

Que el procedimiento de inspección está dentro del ámbito de eficacia objetiva del art. 105.2 LGT parece fuera de duda. Es verdad que el precepto está ubicado en el Cap. III y que la inspección se regula específicamente en el Cap. VI, pero estos capítulos, como los demás dedicados a la gestión tributaria (Tít. III LGT), no son compartimentos estancos, como tampoco lo son las funciones de comprobación, inspección, liquidación y recaudación. Es más, el propio Cap. III (en el que se halla el art. 105.2) se refiere a las actuaciones de investigación o inspección (arts. 101.c, 109 y ss.), de modo que las normas contenidas en él bien pueden considerarse complementarias de las contenidas en el Cap. VI. Esto, unido al concepto amplio de gestión tributaria que maneja la LGT (por ej., arts. 6.2, 7, 66, 90 LGT), al carácter general de ésta y a su contexto normativo (recuérdese que tampoco la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 contemplaba la perención por causa administrativa) y jurisprudencial, permite concluir que el rechazo expreso de la perención de los expedientes por causa administrativa, contenido en el mencionado art. 105.2 LGT, alcanzaba también a los de inspección tributaria.

En cuanto a la vigencia de ese precepto, habrá que estudiar de qué modo inciden en la LGT las normas posteriores que, contra lo dispuesto en ella, contemplan la perención o caducidad del expediente. De esto me ocuparé enseguida.

Ahora bien, ello no bastará para resolver el problema de los concretos expedientes tributarios de cuya paralización, y eventual prescripción de deudas, dio cuenta el Gobierno en enero de 1997. Pues aunque, en el plano general descrito, llegáramos a la conclusión de que la previsión del art. 105.2 LGT ha sido derogada, aún tendríamos que detenernos a examinar, en un plano singular (y de Derecho transitorio), de qué modo afecta esa derogación a las deudas nacidas y a los procedimientos de inspección iniciados cuando sí estaba en vigor.

Pero como no es mi propósito pronunciarme acerca de tales expedientes, cuya situación real desconozco, voy a limitarme a estudiar la vigencia del referido art. 105.2 LGT a la luz de algunas normas dictadas con posterioridad.

2. LA PERENCIÓN DEL PROCEDIMIENTO DE INSPECCIÓN: EL REGLAMENTO GENERAL DE INSPECCIÓN DE TRIBUTOS DE 1986

Como antes he avanzado, la perención de los procedimientos paralizados por causa de la Administración no tenía arraigo en nuestra tradición jurídico-administrativa. Y ello explica que la LGT la descartase expresamente (art. 105.2).

Pero la jurisprudencia y algunas normas sectoriales, por influencia de las reglas y principios del proceso penal, admitieron la perención del procedimiento administrativo sancionador y, más tarde, la de algunos procedimientos especiales (por ejemplo, el de declaración de bienes de interés cultural de la Ley del Patrimonio Histórico). Esa tendencia, inspirada por el principio de seguridad jurídica y también, probablemente, por la necesidad de poner coto a la inactividad de la Administración, situación ilegal de cuya realidad y gravedad va tomándose conciencia, se consolidó al dictarse la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común -en adelante, LRJPAC-). Esta Ley generaliza la perención o caducidad de la instancia en todos los procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de producir actos favorables (art. 43.4).

Pues bien, a esa tendencia, pese a la previsión del art. 105.2 LGT, no escapó la normativa tributaria.

En efecto, el Reglamento General de Inspección de Tributos (RD 939/1986, de 25 de abril -en adelante, RGIT-) contemplaba la "interrupción" del procedimiento si las actuaciones se suspendían por tiempo superior a seis meses. No siendo imputable la paralización al obligado tributario, ni pudiéndose justificar por circunstancias objetivas concurrentes en el caso (esto es, si obedecía a la pura inactividad de la Administración), al transcurrir los seis meses el expediente quedaba "interrumpido". Situación que, pese a la denominación empleada (con al ánimo, quizá, de soslayar la previsión del art. 105.2 LGT), no era otra que la propia de la perención o caducidad de la instancia. Esto es, determinaba el archivo de las actuaciones que quedaban sin efecto. Y, con ello, desaparecía también el efecto interruptor del cómputo de la prescripción del derecho a liquidar la deuda tributaria que tales actuaciones tienen cuando conducen a determinar la deuda tributaria (art. 66.1.a LGT). Así lo advierte el propio RGIT en su art. 31.4: «se entenderá no producida la interrupción del cómputo de la prescripción como consecuencia del inicio de tales actuaciones».

Dejando ahora de lado algunas cuestiones controvertidas acerca del alcance objetivo del art. 31 RGIT(2), lo cierto es que tribunales administrativos y judiciales han venido aplicándolo sin parar mientes en el art. 105.2 LGT. Precepto que excluye expresamente la caducidad de la instancia o perención del procedimiento administrativo por causa de la Administración (por su inactividad o tardanza injustificada) y que, por su rango legal, permite concluir la nulidad de pleno Derecho del art. 31 RGIT en lo que a la perención respecta.

Así lo ha puesto de relieve un voto particular (Sr. Gota Losada) emitido a raíz de la STS 28 febrero 1996 (RJ 1996, 1764) donde se aplica, una vez más, e interpreta el alcance objetivo del referido art. 31 RGIT sin cuestionarse y dando por supuesta su validez.

El referido voto particular recurre a argumentos formales y materiales.

Entre los primeros se cita el de la propia redacción y rango del art. 105.2 LGT que descarta la perención por causa administrativa de los procedimientos tributarios, sin que por denominarla o camuflarla de "interrupción", como hace el RGIT, pueda desvirtuarse su verdadera naturaleza. De otro lado, aunque no se tratara de un supuesto de perención, la previsión del art. 31 RGIT jugaría como una excepción al juego ordinario de la prescripción, instituto que, como sus excepciones, está reservado a la ley (art. 10.d LGT), de donde puede concluirse también la incompetencia administrativa para regularla. Ambos argumentos formales conducen, pues, a la nulidad del precepto reglamentario.

Pero también se apunta un argumento de carácter material: el de que la lentitud de la Administración tributaria, sus retrasos, por más que haya de darse seguridad jurídica al obligado tributario, no pueden dejar desarmada a la Hacienda Pública, ni suponer una disposición, por omisión, de los derechos de ésta. Se dice que la perención atentaría contra el principio de indisponibilidad por la Administración de los recursos que integran el haber de la Hacienda, principio que resulta de numerosos preceptos legales (obligación de exigir los tributos con arreglo a las leyes -arts. 26 y 27 Ley General Presupuestaria-, imposibilidad de conceder exenciones, perdones, rebajas, moratorias -art. 30-, prohibición de transigir -art. 39-).

Ahora bien, este último argumento, en cierto modo, soslaya o desconoce los principios constitucionales de seguridad jurídica y de eficacia administrativa y el derecho, igualmente constitucional, a un procedimiento sin dilaciones indebidas(3). Es un argumento que, llevado hasta sus últimas consecuencias, vendría a poner en cuestión el instituto mismo de la prescripción, que goza de reconocimiento legal, y que, por esto mismo, pierde parte de su fuerza. La perención (como la prescripción) no persiguen tanto dejar inerme a la Administración, cuanto compelerla para que ejerza de forma eficiente y temporánea las potestades y derechos que se le confieren. Pues, ¿qué sentido tendría admitir la prescripción pasado un plazo si la Administración pudiera, mediante la injustificada ralentización y prolongación del procedimiento de gestión tributaria, interrumpir reiterada e indefinidamente su producción y demorar o evitar, sine die, los efectos de ésta? De permitirse esto, el mencionado principio de indisponibilidad estaría amparando la propia ineficacia administrativa y la inseguridad jurídica derivada de ella. No parece, pues, que dicho principio pueda tenerse como un argumento definitivo para descartar la perención por causa administrativa, aunque tampoco debe despreciarse su importancia. Pues la búsqueda del equilibrio entre dicho principio presupuestario y el de seguridad jurídica (y eficacia administrativa) en que la perención se fundamenta parece un objetivo necesario cuando están en juego derechos tributarios de la Administración.

Así, pues, conforme a lo expuesto, cabe considerar que el art. 31 RGIT es nulo de pleno Derecho y que, vigente el art. 105.2 LGT, los procedimientos de inspección, como cualquier otro procedimiento tributario, no caducarían o perimirían por su paralización injustificada.

Ahora bien, dado que la Ley 30/1992 contempla con carácter general la perención por causa administrativa de los procedimientos desfavorables (como el de inspección tributaria), ¿se ha modificado esta situación? O, lo que es igual, a la luz de la Ley 30/1992, ¿debe considerarse derogada la previsión del art. 105.2 LGT? Creo posible dar una respuesta afirmativa a tenor de las consideraciones que haré en el epígrafe siguiente.

3. LA PERENCIÓN DE LOS EXPEDIENTES DE INSPECCIÓN TRIBUTARIA: LA LEY DE RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO COMÚN DE 1992.

Para medir la influencia de la LRJPAC sobre el ordenamiento tributario no basta con acudir a su DA 5ª.1º (donde se establece su carácter supletorio), pues antes que ésta, en la sistemática legal, se encuentra la DA 3ª que se refiere, genéricamente, sin distinción ni exclusión alguna, a la adecuación o adaptación a la Ley de los procedimientos administrativos, incluidos, pues, los de gestión tributaria.

Dejando al margen otras cuestiones de Derecho transitorio, sobre su eficacia temporal, la DA 3ª LRJPAC, en efecto, autorizó a la Administración a adecuar, mediante reglamentos, las normas reguladoras de los distintos procedimientos administrativos cualquiera que fuera su rango. Así pues, contenía una auténtica deslegalización (eso sí, limitada en el tiempo) de la materia procedimental, entregándola a la disponibilidad de la Administración para su adecuación a las reglas y principios de la LRJPAC. Habilitación expresa que, por cierto, hacía hincapié en la regulación del sentido del silencio administrativo, un indicio más de la honda preocupación legislativa por la falta de resolución expresa de los procedimientos.

Siendo esto así, no resulta extraño que el RD 803/1993, de 28 de mayo (por el que se modifican determinados procedimientos tributarios), dictado en virtud de esa autorización, se hiciera eco de la nueva regulación legal (en línea, por lo demás, con la tendencia expansiva de la perención que he anotado antes)(4) y dejara sin efecto la previsión del art. 105.2 LGT al mencionar expresamente la perención o «caducidad de la instancia» (art. 1.c, con remisión al Anexo 3). Mención que se refiere expresamente a los «procedimientos de comprobación e investigación».

Lo que no dice el RD 803/1993, sin embargo, es la forma en que la perención o caducidad de la instancia (por causa de la injustificada tardanza o dilación administrativa, en lo que nos interesa) puede tener lugar, ni dónde se regula la misma. Silencio que, con toda seguridad, obedece a la circunstancia de estar ya regulada la perención en el art. 31 RGIT (de 1986) al que tácitamente se está remitiendo el RD 803/1993. Pero, como advertí antes, dicho precepto reglamentario debe reputarse nulo de pleno Derecho (por contradecir el art. 105.2 LGT), sin que pueda considerarse convalidado por el efecto deslegalizador de la DA 3ª LRJPAC, ni tampoco por el RD 803/1993.

En consecuencia, la perención o caducidad del procedimiento de inspección tributaria (paralizado injustificadamente por causa administrativa) no cuenta con una regulación especial, por lo que deberemos remitirnos (ex DA 5ª LRJPAC) a las reglas generales de la institución (art. 43.4 LRJPAC).

Por lo que se refiere a los procedimientos iniciados de oficio(5), la LRJPAC contempla únicamente la perención de los procedimientos de gravamen, esto es, los que por su naturaleza «no son susceptibles de producir actos favorables para los ciudadanos» (art. 43.4). Entre ellos debe incluirse, como se comprende, el de inspección tributaria.

En cuanto a sus efectos, la perención determina el archivo de las actuaciones sin ulterior trámite (art. 43.4), de modo que resultan inocuas para las relaciones jurídicas subyacentes al procedimiento. Como previene el art. 92.3 LRJPAC: «La caducidad no producirá por sí sola la prescripción de las acciones del particular o de la Administración, pero los procedimientos caducados no interrumpirán las prescripción». Así pues, perimido el procedimiento desaparece el normal efecto interruptivo del cómputo de la prescripción que tienen la incoación u otras actuaciones del expediente tributario, de modo que la cuenta debe efectuarse como si tales actuaciones (y la interrupción) no hubieran tenido lugar. Ello, claro está, sin perjuicio de incoar un nuevo expediente mientras siga vivo el derecho de la Administración a liquidar.

Pero, ¿cuáles son las condiciones y forma en que tiene lugar la perención por causa administrativa del expediente de inspección tributaria? A ello dedico el apartado siguiente.

4. EL RÉGIMEN JURÍDICO DE LA PERENCIÓN POR CAUSA ADMINISTRATIVA DEL EXPEDIENTE DE INSPECCIÓN TRIBUTARIA

Como vengo diciendo, a falta de regulación especial, el régimen de perención de los procedimientos tributarios se encuentra en la propia LRJPAC.

El art. 43.4 dispone:

«Cuando se trate de procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de producir actos favorables para los ciudadanos, se entenderán caducados y se procederá al archivo de las actuaciones, a solicitud de cualquier interesado o de oficio por el propio órgano competente para dictar resolución, en el plazo de treinta días desde el vencimiento del plazo en que debió ser dictada, excepto en los casos en que el procedimiento se hubiere paralizado por causa imputable al interesado, en los que se interrumpirá el cómputo del plazo para resolver el procedimiento».

Así pues, para que perima el procedimiento es preciso que su paralización no sea imputable al interesado y que haya vencido el plazo máximo de resolución legalmente establecido sin que se haya dictado la «resolución». Con esta expresión se remite la LRJPAC, genéricamente, al acto que pone fin al procedimiento (art. 89 LRJPAC), lo cual nos conduce, en los expedientes de inspección, al acto de liquidación.

Esta conclusión aparece empañada, no obstante, por el art. 42 RGIT, pues en él se dispone que «las actuaciones inspectoras se darán por concluidas cuando, a juicio de la Inspección, se hayan obtenido los datos y pruebas necesarios para fundamentar los actos de gestión que proceda dictar, bien considerando la situación tributaria del interesado o bien regularizando la misma con arreglo a Derecho». Previsión que oscureció el régimen de la perención previsto en el art. 31 del propio RGIT y que fue motivo de discusión en los términos que he transcrito en la nota al pie núm. 2.

Ahora bien, es preciso situar este precepto reglamentario en el marco y la significación general del procedimiento administrativo, el cual constituye un cauce para la formación y declaración de la voluntad administrativa. De modo que, aun cuando la conclusión de las actuaciones se reserve al «juicio de la Inspección», para que éste sea eficaz y ponga fin, regularmente, al procedimiento es preciso que se manifieste y que el interesado tenga constancia de ello. Exigencia a que hace referencia, justamente, el art. 43 RGIT: «Cuando proceda concluir las actuaciones inspectoras, se procederá, sin más, a documentar el resultado de las mismas» conforme a lo dispuesto en el Título II del propio RGIT. En este Título es, pues, donde realmente se regula la terminación del procedimiento de inspección, donde se regula la forma en que ha de exteriorizarse el juicio administrativo que le pone fin. Terminación que tiene lugar bien mediante el acta de comprobado y conforme (art. 52 RGIT), declaración administrativa implícita de no haber lugar a liquidación alguna, bien mediante los correspondientes actos de liquidación (derivados de las actas de conformidad, disconformidad o con prueba preconstituida en los términos del art. 60 RGIT)(6).

Mas aún debo hacer una precisión adicional. El genérico deber de resolver toda clase de expedientes que tiene la Administración (art. 42 LRJPAC), le obliga no sólo a dictar resolución expresa, sino que ésta ha de ser también ejecutiva(7). De modo que, si la ejecutividad está subordinada a la notificación del acto (lo que sucede siempre que afecte a derechos o intereses de su destinatario, art. 58 LRJPAC), no puede entenderse cumplido aquél deber hasta que la resolución se notifica. Razón por la que, en lo que respecta al interesado, tampoco podrá considerarse concluido el procedimiento de inspección mientras no se le haya notificado la liquidación correspondiente (o el acta de comprobado y conforme).

Según lo dicho, pues, para que perima el procedimiento de inspección es preciso que su paralización no sea imputable al interesado y que haya vencido el plazo máximo para su resolución sin que se haya notificado la liquidación (o el acta de comprobado y conforme). Mas, ¿qué plazo es ese?

El RD 803/1993 (art. 1.c y Anexo 3) señala que los procedimientos de comprobación e investigación tributaria «continuarán hasta su finalización de acuerdo con su naturaleza y características propias». Esto es, en realidad, no tienen prefijado, específicamente, un plazo máximo de resolución. Lo que no quiere decir que no exista un término temporal antes del cual deba dictarse y notificarse la liquidación. Pero, ¿cuál es ese término?

El art. 31 RGIT lo fijaba en seis meses, a contar desde la última actuación realizada en el expediente. Pero no es posible aplicar ese plazo, ni siquiera analógicamente, porque, según dije, el precepto vulneró el art. 105.2 LGT y quedó viciado, por ello, de nulidad absoluta. De modo que, a falta de un término específico en la normativa tributaria, no queda más remedio que recurrir a la propia LRJPAC. Ésta tampoco prevé expresamente un plazo máximo de resolución de los procedimientos iniciados de oficio. La regla contenida en el art. 42.2 LRJPAC (el plazo máximo de resolución «será el que resulte de la tramitación del procedimiento aplicable a cada caso» o de tres meses, «cuando la norma de procedimiento no fije plazos») se refiere, en principio, a los procedimientos iniciados a instancia de parte. Pero siendo el término elemento esencial de las obligaciones y existiendo un genérico deber de resolver es perfectamente razonable, a falta de un término específico para los procedimientos iniciados de oficio, recurrir al plazo máximo para resolver los procedimientos iniciados a instancia de parte. Por ello, es opinión extendida que la regla contenida en el art. 42.2 LRJPAC resulta aplicable, por analogía, a los procedimientos iniciados de oficio. Puede también aplicarse, por tanto, al procedimiento tributario.

Ahora bien, dadas las características y naturaleza del procedimiento de inspección, no ha de ignorarse, de un lado, la posibilidad de ampliar dicho plazo (como lo permite el art. 42.2 LRJPAC); y, de otro, las dificultades prácticas para determinar el dies ad quem del referido plazo de resolución. Éste es un plazo de caducidad impuesto a la Administración cuya cuenta se detiene, lógicamente, cada vez que el procedimiento se paraliza por causa del interesado(8). Por eso, si son varias las ocasiones en que el interesado debe intervenir necesariamente en el expediente, la determinación del dies ad quem puede ser compleja. De lo dicho se desprende, por otro lado, que la determinación del tiempo de vencimiento del plazo máximo para resolver guarda una estrecha relación con las circunstancias del caso concreto (que es a lo que, en realidad, aspira el RD 803/1993 al no prever un plazo específico de resolución).

Vencido el plazo para resolver, sobreviene la perención en los términos del art. 43.4 LRJPAC. Pero este precepto tiene una redacción bastante ambigua que introduce dudas sobre cómo se produce. Su lectura, en efecto, autoriza varias interpretaciones.

a) Que la perención se produce transcurridos treinta días desde el vencimiento del plazo en que debió ser dictada la resolución (la liquidación, en nuestro caso), momento en que, de oficio o a solicitud del interesado, habría de declararse ésta y acordarse el archivo de las actuaciones. Al vencimiento se abriría, pues, un plazo de perención que, de no dictarse resolución expresa antes de su término, determinaría la caducidad del expediente. Llegado este momento, no podría ya dictarse, válidamente (art. 62.1.b y e LRJPAC), resolución alguna sobre el expediente perimido. La declaración de caducidad que puede solicitarse o formularse de oficio tendría, por tanto, un valor meramente declarativo o acreditativo de la producción del instituto(9).

b) Que la perención se produce transcurridos treinta días desde el vencimiento del plazo en que debió ser dictada la resolución, con tal de que así lo solicite el interesado o se acuerde de oficio, procediendo al archivo de las actuaciones. De ser así tendríamos que concluir, primero, que no podría solicitarse la perención, ni declararse de oficio, antes de transcurridos treinta días del vencimiento; segundo, que solicitada por el interesado habría de declararse forzosamente; tercero, que mientras no fuera declarada formalmente, la Administración podría resolver de forma expresa; y, cuarto, que la caducidad o perención sólo sería efectiva una vez declarada formalmente; esto es, la declaración de caducidad tendría carácter constitutivo.

c) Que la perención se produce transcurridos treinta días desde que el interesado la solicita (siempre después de vencido el plazo máximo para resolver) sin que se haya dictado resolución. Significaría esto, que la perención exige la previa denuncia de mora o intimación a la Administración para que resuelva y que, persistente la paralización durante los treinta días siguientes a dicha advertencia, habría de producirse ope legis la perención. La declaración de caducidad ulterior tendría, por tanto, un carácter meramente declarativo.

De las tres lecturas apuntadas, la primera es la que más se aproxima al tenor literal de la LRJPAC. Quizás por eso es la que suscriben, aunque no siempre su redacción es determinante, los reglamentos de procedimiento dictados conforme a la DA 3ª LRJPAC.

La segunda guarda, en apariencia, la misma proximidad literal. Pero deduciéndose de ella el carácter constitutivo de la declaración de caducidad, su fundamentación es más que dudosa. Si la preocupación motriz de la regulación es afrontar la inseguridad jurídica deducida de la inercia administrativa, ¿cómo habría de querer el legislador que los efectos por él dispuestos dependiesen de una decisión de la Administración?; ¿cómo habría de consentir que la perención quedara al arbitrio de una nueva decisión/omisión administrativa? Por eso creo que puede descartarse por completo esta segunda interpretación.

La tercera alternativa se ajusta menos al tenor literal del artículo 43.4 LRJPAC, pero parece la más conveniente tomando en consideración otros datos normativos, jurisprudenciales, doctrinales e incluso de política legislativa. Datos que la ambigüedad del precepto, al excluir la regla in claris non fit interpretatio, autoriza a utilizar (art. 3 CC).

Que la caducidad pueda sorprender a la Administración -como sucede en el primer caso-, aunque sea por propia negligencia, no redunda sino en perjuicio del interés público, perjuicio carente de todo fundamento. Si desde la perspectiva del interés privado la necesidad de intimar o denunciar la mora -no así, pero es cuestión distinta, que se confieran a la Administración largos plazos de resolución- no constituye una carga gravosa e irrazonable para el particular y puede evitar, además, el referido riesgo para el interés público, la justificación de este requisito resulta evidente. Desde la perspectiva del tráfico administrativo, por otra parte, puede llegarse a una similar conclusión: siendo numeroso el volumen de expedientes en que suele estar implicada la Administración y sólo uno el que interesa al particular, que éste deba advertir la perención a la Administración, por grandes que sean los medios y prerrogativas de ésta, puede incluso considerarse una exigencia de la buena fe del tráfico, además de ser expresión de una mínima cortesía ante la representante del interés público, que es el interés de todos(10).

El requisito de la intimación, por otro lado, forma parte de la tradición legal del instituto: los reglamentos de disciplina de mercado que primeramente lo regularon no preveían la denuncia de mora, pero buena parte de la jurisprudencia la consideraba imprescindible para que la perención tuviera lugar. Y el único precedente de rango legal (el de la LPHE) con que cuenta la perención por causa administrativa (esto es, no imputable al interesado), también condicionaba la caducidad del expediente a la previa denuncia de mora (art. 9.3).

Además, la perención por causa imputable al interesado también exige una similar advertencia de la Administración, seguida de la cual, por la persistencia de la paralización durante tres meses, deviene la caducidad (art. 92.1 LRJPAC). Tratándose del mismo instituto y presidido el procedimiento administrativo por un principio contradictorio, de igualdad de oportunidades procesales de las partes -aunque la Administración sea a un mismo tiempo juez y parte-, no podría hacerse a la Administración de peor condición que al particular, por lo que si a éste debe prevenírsele de la caducidad, lo mismo debería advertírsele a la Administración.

También la contemplación del mecanismo del silencio administrativo, cuya producción tiene lugar, como la perención administrativa, ante la falta de resolución en plazo, sirve a reforzar lo que acaba de decirse. Antes de hacerse efectivo, el silencio requiere la previa solicitud de una certificación de actos presuntos (art. 44 LRJPAC), antes de emitir la cual puede la Administración resolver expresamente (en el plazo de veinte días, art. 44.2). Esta solicitud cumple, por ello, una función similar a la de una denuncia de mora o intimación al cumplimiento que, de considerarse necesaria para el silencio, podría también serlo para la perención administrativa. Sobre todo, teniendo en cuenta la común causa (la falta de resolución en plazo), finalidad (la seguridad jurídica) y sede normativa (el art. 43 LRJPAC) de ambos institutos.

Desde el punto de vista tributario, la necesidad de la intimación vendría justificada, además, por un principio de integridad o defensa de la Hacienda Pública, de modo que no se confiera a la tardanza o descuidos de la Administración el valor de un acto de disposición de los derechos propios de aquélla. La intimación parece servir como instrumento que facilite el necesario equilibrio entre las exigencias de seguridad jurídica (y eficacia administrativa) a que la perención responde y las del principio presupuestario de indisponibilidad de los derechos tributarios. Además, realizada la intimación, la respuesta inadecuada de la Administración (mejor, su pasividad o falta de reacción) queda singularizada, separada del tráfico masa que la Administración realiza y referida a un caso concreto, de modo que puede transferirse singularmente a los funcionarios o autoridades encargados del procedimiento la responsabilidad por los perjuicios derivados de la perención (como puede ser el de la prescripción del derecho a liquidar).

Muchos son, pues, los argumentos que avalan esta tercera interpretación del art. 43.4 LRJPAC conforme a la cual la perención exigiría la previa intimación o denuncia de mora ante la Administración. Por ella me inclino, pues, no sin reconocer que cuenta con una objeción importante: la literalidad misma del precepto que parece llevarnos, con redacción no poco confusa, a la primera de las interpretaciones anotadas.

Así pues, de seguirse la tesis que propongo, no habría perención (ni el consecuente levantamiento de la interrupción del cómputo de la prescripción) sin intimación previa a la Administración.

5. FINAL

En resumen de todo lo dicho pueden apuntarse las siguientes conclusiones:

Que a la luz de la Ley 30/1992 y del RD 808/1993, la previsión contenida en el art. 105.2 LGT puede considerarse superada y que, en consecuencia, es posible que periman o caduquen los procedimientos de inspección tributaria paralizados injustificadamente por causa administrativa.

Que el régimen jurídico vigente de la perención de los expedientes de inspección tributaria no se encuentra en el art. 31 RGIT, sino en la propia Ley 30/1992.

Que, conforme a esa Ley, la perención requiere que la paralización del expediente no sea imputable al interesado, que haya vencido el plazo máximo para su resolución (a falta de uno específico, el general de tres meses, que lo es de caducidad y como tal debe contarse), que no se haya notificado la liquidación (o el acta de comprobado y conforme) en dicho término y que, llegado éste, el interesado denuncie la mora.

Estas conclusiones y, sobre todo, las consideraciones anteriormente realizadas, creo que pueden ser de alguna utilidad para un debate surgido a raíz de una denuncia de carácter político, cuyos perfiles jurídicos -que entiendo aquí esenciales- han quedado oscurecidos u ocultados por la crítica política y partidista, en cuyos vericuetos y derivaciones no es mi intención entrar ahora.

En todo caso, lo que sí cabe decir es que el problema, en su vertiente jurídica, precisaría una definitiva aclaración que, a mi juicio, debería venir preferentemente de una respuesta legal. De ahí que quizá hubiera sido procedente haber utilizado la llamada ley de acompañamiento subsiguiente a la Ley de Presupuestos para dejar zanjado de una vez el problema interpretativo que a todos interesa. A los ciudadanos por razones de seguridad y a la Administración, además, por la necesidad de adaptar sus propias normas de organización y funcionamiento, sus propias pautas de conducta en relación con un aspecto que afecta de manera esencial a la posterior gestión de los servicios: las previsiones de su financiación.


Notas

 

1.Apoyándose en el art. 61 de la vieja Ley de Procedimiento Administrativo, era doctrina jurisprudencial asentada que la inactividad de la Administración no producía la caducidad del expediente, dando lugar únicamente a la responsabilidad del funcionario causante de la demora (entre otras, SSTS de 10 de febrero de 1958 [Arz. 891], 26 de septiembre y 28 de noviembre de 1975 [Arz. 3870 y 4973], 9 de octubre de 1981 [Arz. 221], 16 de marzo de 1982 [Arz. 2125], 28 de diciembre de 1983 [Arz. 6854], 27 de octubre de 1987 [Arz. 9187] y 9 de julio de 1993 [Arz. 5767]).

2.En concreto, sobre la extensión del término "actuaciones inspectoras" de cuya paralización podía resultar la interrupción a que alude el art. 31 RGIT. La discusión, que guarda relación con la confusión orgánica de las funciones de inspección y liquidación, puede sintetizarse así: Si se entiende que «actuaciones inspectoras» son todas las que se producen desde el inicio de la inspección hasta su conclusión (inspección en sentido formal), la falta de liquidación o notificación de ésta durante más de seis meses provocaría la interrupción del procedimiento. En cambio, si se entiende que la expresión se circunscribe a las actuaciones que se realizan desde el inicio de la inspección hasta que se obtienen los datos y pruebas necesarios para realizar la liquidación (inspección en sentido material), la tardanza en los trámites posteriores (la liquidación, por ejemplo) no entrañaría riesgo de interrupción del procedimiento. Esta segunda interpretación favorece a la Administración, al restringir los efectos pro administrado de la inactividad. Ambas tesis cuentan con apoyos en la doctrina del TE-AC, de la AN y de los TTSSJJ, aunque desde la S. de 28 de febrero de 1996 [Arz. 1764] parece que el TS se inclina por la primera de ellas. En cualquier caso, esta discusión ahora tiene menor interés. Aquí no estamos tratando de establecer el alcance objetivo de la perención regulada por el RGIT, sino determinando si la perención misma, cualquiera que sea su alcance, es admisible a la luz del art. 105.2 LGT, dado que la excluye con carácter general. Más adelante, una vez demostrada la viabilidad de la perención, estudiaremos su alcance y régimen.

3. Sobre el alcance de este derecho, véase Gómez Puente, M., La inactividad de la Administración, pero actualmente en prensa, Aranzadi, Pamplona, 1997, págs. 524 y ss.

4.Tendencia, recuérdese, de la que fue exponente el RGIT de 1986, cuyo art. 31 regulaba un supuesto de perención (si bien lo denominaba "interrupción") vulnerando, con ello (pues la Administración carecía entonces de las facultades derivadas de la deslegalización operada en 1992 por la DA 3ª LRJPAC), el mismo art. 105.2 LGT y siendo, por tanto, nulo de pleno Derecho.

5. Tendencia, recuérdese, de la que fue exponente el RGIT de 1986, cuyo art. 31 regulaba un supuesto de perención (si bien lo denominaba "interrupción") vulnerando, con ello (pues la Administración carecía entonces de las facultades derivadas de la deslegalización operada en 1992 por la DA 3ª LRJPAC), el mismo art. 105.2 LGT y siendo, por tanto, nulo de pleno Derecho.

6. Según cuál haya sido el resultado de la inspección, el acto de liquidación puede dictarse en diferente forma. Si el acta levantada por el actuario es de conformidad, ésta lleva implícita la liquidación que, teniéndose por notificada a la firma del acta por el contribuyente, se hará definitiva si transcurre un mes sin que el inspector-jefe acuerde otra cosa. En los demás casos (si el inspector-jefe rectifica la propuesta del actuario, o deja sin efecto el acta de conformidad y ordena ampliar la inspección, o cuando se ha levantado un acta de disconformidad) corresponde al inspector-jefe dictar un acto expreso de liquidación.

7. El deber de resolver hunde sus raíces en el carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa, de cuya afirmación se sigue y en el que encuentra su fundamento, como también, por ello mismo, en los principios de la autotutela administrativa y de la ejecutividad, que fueron capitales para la formación y sustantivación del Derecho Administrativo. Sobre el particular, con mayor detenimiento, puede verse mi libro La inactividad de la Administración, cit., págs. 589 y ss.

8. Ahora bien, la cuenta del plazo máximo de resolución no se detiene, sin más, cada vez que compete al interesado la realización de un trámite esencial para la continuación del expediente, sino que requiere también el transcurso del lapso de tiempo razonablemente necesario para hacerlo y, en todo caso, del plazo previsto en la normativa reguladora del procedimiento o del concedido por la Administración a tal efecto.

9. A esta interpretación responde, por ejemplo, el RD 1398/1993, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento para el ejercicio de la potestad sancionadora, cuyo artículo 20.6 dispone:

«Si no hubiese recaído resolución transcurridos seis meses desde la iniciación, teniendo en cuenta las posibles interrupciones de su cómputo por causa imputables a los interesados..., se iniciará el cómputo del plazo de caducidad establecido en el artículo 43.4 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Transcurrido el plazo de caducidad, el órgano competente emitirá, a solicitud del interesado, certificación en la que conste que ha caducado el procedimiento y se ha procedido al archivo de las actuaciones».

Puede verse también el art. 16 RD 320/1994, de 25 de febrero, por el que se aprueba el Reglamento de procedimiento sancionador en materia de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial.

10. Cabe recordar aquí la STC 206/1993, de 22 junio, en la que se declara constitucional la rebaja en dos puntos del interés legal de demora cuando se trata de deudas de la Hacienda Pública. Rebaja que encuentra justificación en las propias limitaciones y cautelas que rodean la actuación administrativa reduciendo la rapidez o agilidad de los trámites. Pues bien, esta misma circunstancia, unida al volumen y densidad del tráfico administrativo, apoyan la necesidad de la intimación previa a la perención. Intimación que en nada contradice los objetivos de seguridad jurídica y eficacia administrativa que la perención persigue y que puede ayudar a salvaguardar los intereses de la Hacienda Pública.